Hablar de la obra de Sergio Pitol (1933-2018) es introducirse a un mundo en que la literatura y la vida se confunden. No afirmo esto porque el autor use como materia prima los hechos concretos de su biografía sino porque sus lecturas marcaron la pauta para todas sus narraciones. Es cierto: la vida de Pitol fue definida por sus viajes y las largas estancias en países lejanos. Sin embargo, la migración del autor fue, también, a través de las páginas y de los descubrimientos literarios. Esta migración, silenciosa y solitaria, tuvo una fuerte presencia en sus primeras narraciones. No sólo estamos hablando de juegos intertextuales, homenajes o referencias puntuales. Para Pitol la literatura es una manera de pensar el mundo, de estar en él, y por eso cada frase de sus textos está impregnada del conocimiento y de la exploración que ofrecen los libros.
Como otros tantos autores, la narrativa breve de Pitol abreva de los mismos intereses y usa las mismas herramientas que sus novelas. Partiendo de Infierno de todos (1971) hasta Nocturno de Bujara (1981) hay una exploración en el cuento que toca cauces cada vez más profundos. Infierno de todos, marca, como cualquier obra inicial, la puesta en escena de las obsesiones y los intereses del autor. El primer relato del volumen, “Victorio Ferri cuenta un cuento” es digno de un análisis minucioso por las múltiples relaciones que tiene con la vida de Pitol. En el texto aparece la enfermedad, la relación con un padre autoritario, el aislamiento y la posibilidad que éste ofrece para recluirse en un mundo íntimo, gobernado por la ficción. Una de las frases iniciales del cuento: “sé que creen que estoy loco”, es una declaración de principios. En toda la historia el protagonista se esfuerza por convencerse de su versión de los hechos, a veces duda, pero siempre retoma el hilo de sus sospechas. El empecinamiento por narrar desde la ambigüedad es, de alguna forma, la vocación por una literatura que se sumerge en las posibilidades y no en las directrices claras. “Victorio Ferri cuenta un cuento” es, además, la reconstrucción del origen del autor: El Potrero ––ranchería en la que vivió Pitol–– transformada en San Rafael, es un mundo primigenio, alejado de casi cualquier elemento moderno. Es en ese lugar donde la necesidad por contar es más acuciante. Victorio Ferri entiende que, su único poder, es la voz. En el mundo natural la ficción es un elemento clave para interpretar la realidad. Victorio Ferri, como el personaje memorioso de Borges, sólo puede registrar los elementos más inmediatos que lo rodean y tratar de vincularlos con su inmovilidad. Por si fuera poco, este cuento es la puerta de entrada al mundo de los Ferri, referencia ineludible a las colonias de italianos que llegaron a México, una estirpe a la que perteneció Pitol, rememorada con mucha nostalgia a lo largo del libro. Los Ferri y los avatares de su genealogía se exploran en casi todos los cuentos. Gracias a que cada texto funciona como una puerta de entrada a otro, Infierno de todos asume el género del cuento como un ente en expansión. La anécdota es, en realidad, el punto de vista del personaje que rememora. Importa más la acumulación de los hechos que un solo evento definitivo. Por eso las historias se expanden y, en algunos casos, abarcan grandes periodos de tiempo.
Infierno de todos realiza sus homenajes literarios, ineludibles en toda la obra de Pitol, no a través de la referencia exacta o la puntual cita de autores y libros. A pesar de que, de vez en cuando, aparece en escena alguno de estos elementos, las referencias literarias ––de la literatura rusa, por ejemplo, muy cercana al autor–– se pueden encontrar en el retrato concienzudo de los personajes, antes que la peripecia convencional. La percepción del tiempo y las experiencias son el fermento que sustenta cada una de las historias. Por esta razón, como apunté antes, el centro del cuento se desplaza a una multitud de detalles que tienden a crear un fresco en el que interactúan personajes, las calles de algún pueblo de Veracruz o las historias entrelazadas que parecen ramificarse. A Pitol no le satisfacen las explicaciones unívocas y por eso, casi siempre, deja finales abiertos, como los de una viñeta que tiene que acabar simplemente porque el autor decidió poner la última palabra. En esa línea se construyen los relatos “La casa del abuelo” y “Pequeña crónica de 1943”. Una vertiente un poco distinta se puede encontrar en el cuento “Semejantes a los dioses”. Hay dos características interesantes en este texto que marcan una separación con el resto de los cuentos del libro: el tema que aborda la obsesión en el contexto de la religión y la Guerra Cristera. Además del tema y el abordaje del cuento, hay una intención plástica del lenguaje que evidencia otra búsqueda. Pitol abandona la narración convencional para crear una burbuja temporal que inicia en la cárcel, una celadora y una fotografía en un periódico. Aquí, alejado del realismo que domina la mayor parte de los textos, Pitol se interna en la memoria alucinada que desborda el tiempo y cualquier referencia para volver a las palabras atmósferas e imágenes.
En “Cuerpo presente” y “Hacia Varsovia” tenemos una segunda etapa en la escritura de Sergio Pitol. Si en los textos anteriores hay una marcada influencia del hogar paterno, la genealogía devastada por la Revolución y una especie de añoranza ––que intenta conjurarse, una y otra vez, mediante la ficción–– a partir de “Cuerpo presente” tenemos la experiencia de la escritura marcada por el viaje, algo que Pitol retomará en varias de sus novelas. En “Cuerpo presente”, por ejemplo, tenemos la anécdota del viaje y de la larga estadía en un lugar extranjero. Un hombre, Daniel Guarneros, bebe sin lograr emborracharse, comienza una excursión a su pasado y a los azares que lo llevaron a Italia. “En alguna parte dentro de nosotros todo, siempre, es aquí y ahora”, cree escuchar y, utilizando esa frase como una especie de llave mágica, el narrador emprende un avance y retroceso por distintas experiencias, sin más guía que la anarquía de los recuerdos que parecen aglomerarse en la mente medio embotada por el alcohol. Aquí, más allá de los detalles o las descripciones prolijas del cuento, conviene detenerse para reflexionar sobre las motivaciones profundas del autor: el protagonista, Daniel Guarneros, usa el alejamiento espacial no para contar, con vocación de guía turística, el detalle exótico o la aportación erudita del lugar al que llega. Al contrario, en “Cuerpo presente” el decorado extranjero sirve como una superficie para narrar el pasado íntimo. El personaje busca el exilio para acercarse al territorio original y, también, para extraviarse. Si los viajes en el pasado tenían como objetivo el encuentro con lo novedoso y lo extraño, en estos cuentos la llegada a un lugar extranjero es la oportunidad para revisitar el paraíso perdido, recorrer las calles de alguna ciudad turística para ––como el flâneur de Baudelaire–– sumergirse en la multitud conservando, en todo momento, su individualidad. Esta característica permite, entre otras cosas, purgar las tribulaciones de la memoria.
Finalmente, el trayecto de la narrativa breve de Pitol se completa con Vals de Mefisto, un libro más homogéneo comparado con sus antecesores que, además, es redondeado con una escritura más pulcra. Los cuentos, inmersos también en la exploración y el viaje, se preocupan por la estructura narrativa y distintos niveles intertextuales. El primero de ellos, “Mephisto-Waltzer”, es uno de los más ambiciosos surgidos de la pluma de Pitol. Ya en las primeras páginas se advierte un denso ensamblaje en la línea argumental. En primer lugar, tenemos a una mujer que recibe un cuento de Guillermo ––su cuñado–– y comienza a leerlo. A partir de ese momento tenemos una exploración del papel del lector que, a su vez, es leído por nosotros. La intención no es un experimento que se queda en la superficie pues entendemos que estamos ante un procedimiento que añade una gran dosis de tensión: el lector primero ––nosotros–– lee el cuento a través de las inquietudes, ambigüedades y digresiones de la lectora del cuento que recién le ha llegado. Una vez que entra en juego este mecanismo ––como el engranaje de un reloj que echa a andar la siguiente sección–– conocemos detalles que, a su vez, involucran el punto de vista de un nuevo participante: Manuel Torres. El hombre asiste a un recital en el que se interpreta el Vals de Mefisto. Este protagonista quien es, a la postre, un alter ego del autor del cuento que lee la mujer, también es un espía. Así como la mujer imagina las motivaciones que tuvo Guillermo, el asistente al concierto establece una investigación imaginaria entre Gunther Prey ––el intérprete de la pieza–– y uno de los asistentes entre el público. De esta manera, entramos y salimos de distintas capas de ficción, como si estuviéramos jugando con unas matrioskas.
“Nocturno de Bujara”, el relato que cierra el libro, intenta una estructura similar: los capítulos iniciales funcionan como una especie de crónica de viaje en la que resuena la voz, casi atemporal, de un narrador que apela a la extrañeza y al exotismo de Medio Oriente. Por un momento el lector tiene la sensación de asistir a una de las crónicas de Marco Polo o algún otro viajero. Bujara, una de las ciudades más emblemáticas de Uzbekistán, con sus mezquitas, mercados y callejones angostos, parece un sitio sacado de la ficción, más cercana a su pasado milenario que a su etapa como integrante de la Unión Soviética. Cuando parece que la línea argumental del cuento es sólo un ejercicio descriptivo entra en juego, una vez más, la necesidad de mirar una historia a través de los ojos de uno de los integrantes del cuento, en este caso un grupo de turistas que reconstruye, con pocas certezas, el destino de uno de ellos. Los textos de esta etapa semejan las grecas y ornamentos geométricos de las mezquitas de Medio Oriente: caminos que se entrelazan, se bifurcan y, gracias a un efecto óptico ––en este caso el lenguaje–– parecen desdoblarse una y otra vez ante la estupefacción del espectador.
Esta última etapa en los cuentos de Pitol cierra el ciclo que inició con las historias de un niño fantaseando en un rancho veracruzano. En cada una de las historias existe, antes que el estilo o la anécdota, la necesidad acuciante por narrar. Por esta razón los personajes conforman su experiencia vital a través de la lectura y, por supuesto, de la oralidad. Pitol, como los antiguos contadores de historias de las Mil y una noches, sabe que el mundo se reafirma a través de la imaginación.