Travesía al origen

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Motel money murder madness
Let’s change the mood from glad to sadness

“L. A. Woman”

The Doors

 

 

Joan Didion, De donde soy, Trad. Javier Calvo, Penguin Random House, Barcelona, 2022, 221 p.

 

Hay al menos dos canciones que vienen a mi mente cuando de California se habla. Debe de haber muchas, muchísimas[1] (aunque quizá no tantas como de Nueva York); por ahora me quedo con “California Gurls” (2010) y “California Dreamin” (1965), interpretadas por Katy Perry con Snoop Dogg y The Mamas & The Papas, respectivamente. Ambas, tan disímiles en ritmo y halo, ofrecen un telón de fondo que encontramos en De donde soy, de Joan Didion.

Por un lado, existe el lugar de clima cálido, húmedo y salvaje, donde se puede disfrutar del pasto verde y la costa dorada, pero a su vez artificial, donde se puede “fiestear” y enamorarse. Por el otro, ese mismo lugar de ensueño en el que Michelle Phillips anhela estar y por el que siente melancolía, al estar lejos, en un sitio claramente opuesto y en pleno invierno. Estos temas se complementan sobre lo que en el imaginario hay –se dice– de California, propagado por productos culturales que instalan ciertas imágenes de uno de los lugares donde el sueño americano es posible. Al decir imágenes me refiero, por supuesto, a caricaturas y estereotipos, que podríamos pensar fácilmente instalados en los extranjeros ajenos, en los cautivados por esa llama hipnótica desvelada cuando en serio se conoce –como toda realidad confrontada. Joan Didion (1934-2021) confiesa, sin embargo, que también el californiano se va con la finta, pues ni él mismo sabe qué es California o tiene de ella una alteración. Peor aún, se ha creído lo que le han dicho, resultado de malentendidos y confusiones. Por supuesto, podríamos detenernos dos segundos y pensar en el tipo de californiano –esto mismo una caricatura– que se creería el cuento; el ejercicio, pronto descubrimos, no es sencillo.

Lo que ofrece Didion en esta publicación –cuya edición original de 2003 fue traducida al español en 2022– es un profundo clavado en su memoria para desaguarla hasta intentar dejarla sin obstáculos acuosos –lágrimas o nubarrones– ni tientos al corazón –el riesgo de caer en la melancolía de Phillips– que le impidan someter a escrutinio sus creencias sobre la tierra en que nació y creció, abandonada, pero siempre recordada. En el fondo, un escrutinio sobre ella misma, “una exploración de mis propias confusiones acerca del lugar y la forma en que crecí, unas confusiones acerca de América como de California”.

De donde soy constituye, en ese sentido, parte de las memorias de esta gran cronista –y aquí lo notamos de nuevo–, complementadas por El año del pensamiento mágico (Random House, 2005), donde explora parte de su vida y, sobre todo, la manera en que experimentó la muerte de su esposo John Gregory Dunne, y Noches azules (Random House, 2011), donde con elegancia, dolor y amor regresa al tema vida-muerte, con motivo del deceso de su hija Quintana.

Eso que llamo clavado ella lo llama excursión, “vago aspecto de viaje temporal”, en el que decide plantearse preguntas quizá producto de la edad y la madurez, apartando tiempo para pensar(se) pero a su vez tejiendo una estrategia para lidiar “con todo lo que perdemos”, porque al menos ella desconoce una forma eficaz de hacerlo.

Como lectores, sabemos lo que la escritora enfrentó en su vida y que las de sus padres –motivo de ese regreso a California en distintos años– fueron apenas las dos primeras pérdidas con las que lidió. Como lectores, incluso desconociendo estos acontecimientos, leemos a una mujer que reflexiona sobre quien es, que implica ante todo a quienes la precedieron, porque justamente esas personas contribuyeron a forjar a la que se piensa a través de la escritura. Lo concibo como una exploración de su linaje, consanguíneo, pero también literario, porque Didion no puede apartarse del análisis cultural ni literario, va hasta los archivos y lee no sólo la historia sino la literatura, cada documento oficial y cada novela que alimentó la idea de California que ella misma conservó al menos hasta bien pasada la mitad de su vida.

Y es que, ¿cuál es la fecha perfecta para contar la historia de una familia, para lidiar con el duelo, para preguntarse sobre el origen? De hecho, ¿a quién le corresponde contar todo eso? ¿Quién está facultado para contar nuestra historia?, ¿por qué contar se vuelve una necesidad?

La escritora hace el viaje de vuelta –muchos viajes– a California, principalmente desde Nueva York donde residió sus últimas décadas. Recorre paisajes, observa a la gente y la forma en que sus figuras y costumbres se condicen o contradicen su estirpe, la de los pioneros, esos mismos que eran usados como “herramienta promocional, en una forma de atraer turistas, en convenciones, en una forma nueva de dinero que no dependía de las cosechas; una versión más de la debilidad por los proyectos especulativos que Charles Nordhoff había señalado en 1874”. Se da cuenta de la miseria cultural de esa California próspera sólo en sueños, y no porque antes desconociera tal miseria, sino porque, digamos, uno tiene tantos puntos ciegos de su propia vida que al momento de volver la vista, con la experiencia de los años, se topa con evidencias que de tan irrefutables golpean. Su veta de cronista le permitió observar a sus prójimos y paisanos durante muchos años, pero no amainó los daños de tales puntos ciegos formados en la bonanza de la infancia.

Con menos vendas en los ojos, la autora aborda pasajes tanto de la fundación de California como de su historia reciente. En cuanto a lo primero, parte por el pretexto de los objetos legados pero también de textos como el de Josiah Royce, quien se inventó “una California idealizada, un sistema ético en el que la ‘lealtad’ era la virtud básica, la ley moral esencial para la creación de la ‘comunidad’”. De hecho, la misma Didion –como si de una actividad ajena a ella se tratara– se sorprende de la importancia que sus ancestros daban al registro de recuerdos: “la inundación de los diques y la casa de dos plantas del Rancho Grape Vine se habían convertido, igual que el pasapurés de patatas, igual que los libros que no se abandonaron en el río Umpqua, en evidencias de la resistencia de la familia, en pruebas de nuestro valor, indistinguibles de la mismísima crónica de la travesía”.

En cuanto a los acontecimientos recientes, la autora se sirve de una revisión a los réditos de la guerra (la opulencia de la posguerra) en zonas residenciales creadas para satisfacer una breve demanda de quienes trabajaban para la industria aeroespacial y que, en los noventa, se encontraron desempleados, con vidas decadentes y familias rotas, después de haberse creído parte de una “clase media alta” con poder adquisitivo. A decir verdad, este libro podría brindarnos luces para los días que corren, ¿de qué se trata la literatura si no de eso? Podría brindarnos luces no en busca de respuestas sino para conocer las preguntas que deberíamos estar planteándonos sobre los réditos de la(s) guerra(s)… una vez más.

En todo caso, tras la ralentización de la economía local en California en los noventa, temas como la inmigración y la xenofobia, el aumento del delito y la construcción de cárceles (de 1852 a 1880 hubo dos; el siglo siguiente el estado abrió diez centros de seguridad baja o media, pero de 1984 a 1997 creó 22 de máxima y supermáxima seguridad), el desempleo, la “miseria cultural” y la dependencia del dinero federal, donde no obstante prima un “individualismo sin restricciones”, resultaron evidentes. Eso y no otra cosa es California. Estas y no otras son las señales “que representan decadencia”, como señala Didion, pero una decadencia que probablemente –y considerando el mismo recorrido histórico– no era sino una condición.

 

Nota bene

Fatman (Ian y Eshom Nelms, 2020) –Matar a Santa, en español– es una película que narra la historia de Chris Cringle (Santa Claus) quien, ante una severa crisis financiera, acepta fabricar armas para el ejército de Estados Unidos. ¿En qué otro país del mundo podría acontecer un trato como este? Aun tratándose de una comedia negra, ¿cuál puede ser el escenario para mezclar dos ficciones de tal envergadura? Joan Didion indaga sobre la sociedad cuya prosperidad histórica –en distintas fases– ha descansado en el desarrollo aeroespacial. No en vano dedica una parte de sus memorias a esta industria y sus amplios alcances en la cultura californiana, autodefinida por su implacable ética y suficiencia.

 

[1] Aquí, una lista muy simple pero funcional para explorar ese imaginario californiano desde la música: “California Sun” (1960), The Ramones; “California Girls” (1965), The Beach Boys; “L.A. Woman” (1971), The Doors; “California Paradise” (1976), The Runaways; “Paradise City” (1987), Gun n’ Roses; “Californication” (1999), Red Hot Chili Peppers; “Hollywood” (2003), Madonna. Prescindiré de “Hotel California” (1976), pero añadiré “Girl” (2005) de Beck, cuyo video filmado en el este de los Ángeles ofrece cierta idea de otros parajes californianos, como la Cesar Chavez Avenue.