Los ámbulos de Martínez Bucio

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Para finales del siglo XX y principios del XXI, Rafael Ramírez Heredia apuntaba que, en la literatura del futuro próximo o cercano, es decir, la que se escribe hoy, desaparecerían los géneros tradicionales —novela, cuento, ensayo, poesía— para entremezclarse en diferentes híbridos.

Un cuento, por ejemplo, dejaría de ser el desarrollo de una anécdota con un desenlace amarrado al nudo argumental, para convertirse no en un cuerpo narrativo perfecto —sin un gramo de grasa de más o de menos—, sino en un cuerpo que, además de narrativo, también sería teórico —por sus deslices con el ensayo— o poético —por coquetear con imágenes.

De Vidrios en el parque (2018, La Equilibrista Editorial) de Gabriel Martínez Bucio, sus editores dicen que “es una novela en construcción; heredera de las teorías literarias posmodernas del siglo XX, se presenta en un conjunto de crónicas que buscan su hueco una al lado (o debajo, encima, entreverada) de la otra.”

¿Qué quiere decir esto?

Una novela, según la más fácil de sus definiciones, es la construcción ficticia de un personaje, a menos de que se trate de una novela de no ficción.

¿Cuál es entonces el personaje que construye Gabriel?

Pues uno que ya construyó Dios —sea cual fuere… el dios de referencia o preferencia—, el diablo —nunca hay que descartarlo—, la naturaleza o, más bien, don Ernesto Martínez y doña Victoria Bucio, ciertamente padres de Gabriel, y el propio Gabriel.

¿Cómo es esto?

Sí, Gabriel, en Vidrios en el parque, se da a la tarea de construirse a sí mismo como si el Gabriel literario pudiera ser mejor al Gabriel de carne, hueso y unos kilitos de más, sin olvidar, claro, su inteligencia en lo cotidiano y sus habilidades llaneras para jugar futbol como falso 9, o, en español, 9 falso.

Si bien Aristóteles dijo que la poética es imitación a la naturaleza, Gabriel exageró. Y sus editores justifican tal proeza diciendo que “ofrece (…) un ejercicio narrativo consciente de que lo hace en una época en que la literatura ha asumido como propio el espacio de la disolución del sujeto y la tantas veces citada muerte del autor descrita por Roland Barthes.”

Aquí hay que hacer una pausa para, muy a la manera de Gabriel, sonreír… y recapitular:

¿Estamos frente a una literatura que se revela contra su momento histórico en cuanto a la disolución del sujeto que, a su vez, entremezcla géneros en el marco de las teorías literarias posmodernas, que da por resultado crónicas del autor que se recupera como personaje de ficción y no ficción al mismo tiempo?

Sí… obvio… claro… Pero ¿eso qué significa?

Significa y, sobre todo cuando alguien evoca el mentado posmodernismo, que se trata de unas crónicas, tipo diario personal con licencias ficticias, en las que todo se vale, en las que el personaje principal, Gabriel, va, por ejemplo, al dentista, y ahí descubre que su dolor se debe a que, entre tal y tal muelas, hay una palomita de maíz, pero no sólo eso, sino que en la boca toda tiene atoradas un sinfín de frases tipo “quédate a dormir”… “entre nosotros ya no hay nada” o “si eras la que más me gustaba”.

Pero antes de que Gabriel empiece siquiera estas sus crónicas mitad veras, mitad ficticias, comete, sonrisa en los labios, su primera travesura. Les dedica el libro a sus padres y a Víctor, su hermano. Y agrega: “A Neto no”.

¿Acaso Gabriel está peleado a muerte con Ernesto, su otro hermano? ¿Acaso lo odia? ¿Le tiene celos artísticos? ¿Codicia a su mujer?

Por supuesto que no. Por el contrario: la negación a Neto sólo se puede entender como la primera ironía de Gabriel y, como todo el mundo sabe, una ironía es decir una cosa cuando en realidad se dice lo contrario. Así, Vidrios en el parque, en realidad está dedicado a Neto, su compinche en el difícil arte de contar historias, mientras que la dedicatoria a Víctor y a sus padres es, siguiendo la misma fórmula, más falsa que ese falso 9 que Gabriel gusta lucir en el campo de futbol.

Pero aquí no acaban sus travesuras antes de entrar en materia. También antes de iniciar la primera crónica, la del dentista, trasgrede los principios básicos del contador de historias para hacer una declaración de principios o, lo que es lo mismo, informar al lector que lo suyo, lo suyo, lo de Gabriel de carne, hueso y el de tinta sobre papel, es el humor.

Y lo hace de dos maneras:

Una: uniendo con conjunciones y preposiciones citas de humoristas ilustres en la página destinada a los epígrafes y,

Dos: diciéndolo tal cual en la sección que Gabriel llama preámbulos que, según mi leal entender, es lo que precede a los ámbulos, que no son otros que las crónicas martínezbucianas que estamos presentando.

Definamos, pues, ámbulo.

Se trata de una voz narrativa que, por el momento, se está buscando a sí misma en primera persona, y como esa primera persona es Gabriel, el ámbulo se descubre ligero —que no frívolo—, divertido, sarcástico, burlón de su propia autocomplacencia, jugador por instantes de ficciones mayores y, en tanto se disuelve el sujeto, o cuando se esconde el autor y el protagonista se convierte en el otro, las historias de amor, fantasmas, ludismo ya intelectual, ya mundano, las noticias resumidas en cinco renglones, logran sus mejores páginas.

Vidrios en el parque es un libro amable, informal, que retrata la realidad del autor que, a su vez, pareciera ser el retrato del tipo de literatura de esta época, una obra que, más allá de conceptos teóricos, abona en sus lectores una sonrisa, pero no una sonrisa idiota, sino maliciosa, inteligente y, sobra decirlo, muy placentera. Y, por cierto, el libro acaba con una dedicatoria: “Bueno, a Neto también” que, dada el marco teórico del libro se lee: Bueno, a Neto tampoco.

 

Gabriel Martínez Bucio, Vidrios en el Parque, La Equilibrista, Barcelona, 2018, 122p

ISBN 978-84-947251-8-0