Lorenzo García Vega: Piezas interiores

1996


Están en los centros comerciales como si fueran parte del inventario del lugar. Son las personas de la tercera edad –los términos con los cuales se las designa cambian: ancianos, adultos en plenitud– a quienes los clientes de las tiendas de autoservicio las ven, casi, como si no existieran, y les deslizan algunas monedas que para ellas constituyen sus ingresos luego de empaquetar las compras que la cajera les acerca. Cada movimiento, y en ocasiones cada fórmula de cortesía es algo mecánico, una sucesión de hechos cuya finalidad es mantener la despensa llena.

Así, aunque constituyen un presagio de nuestro propio futuro, pocos nos preguntamos qué hay más allá de esos dedos grisáceos y frágiles que ponen nuestras compras en bolsas de plástico para después acomodarlas en un carrito. Los clientes que llenan el Publix de Cuaderno del Bag Boy, de Lorenzo García Vega (Cuba, 1926), imitan esa indiferencia que raya en el desprecio del cliente de un centro comercial. En cambio, bajo la pluma del escritor avecindado en los Estados Unidos, este pequeño engrane inserto en el funcionamiento de cualquier supermercado cobra una vida diferente.

Bag boy, nos dice Lorenzo García desde la mirada de una tercera persona muy cercana al protagonista, y parece curioso utilizar un nombre así para un personaje como el de este breve libro fragmentario. En primer lugar, la palabra bag, la cual hace referencia al bolso que usa durante la jornada laboral; es como llamar a una persona con un sobrenombre relacionado con su actividad –ahí viene la botana, las bebidas, cuando se acerca el mesero con nuestra orden–. Después, boy nos recuerda la forma de designar a los afrodescendientes, esclavos o no: es el “muchacho” que oían los considerados inferiores, sin importar juventud, adultez o ancianidad. Tomando en cuenta esto, el bag boy de García Vega se escucha casi genérico y su personaje podría ser cualquiera.

Algo que refuerza esta idea es la poca presencia de nombres o de indicadores de un tiempo exacto: un viejo mitómano, la vecina protestante; y si bien vemos transcurrir los meses a través de la lluvia, de objetos abandonados que después desaparecen, es escasa la exactitud, excepto por la mención del presidente de Argentina, Carlos Saúl Menem, que gobernó aquel país entre 1989 y 1999, y de la última boda de Elizabeth Taylor, que está en la portada de todas las revistas y se llevó a cabo el 6 de octubre de 1991. Estos detalles nos permiten situar la historia de Cuaderno del Bag Boy a principios de la década de los noventa.

Inmerso en tal ambigüedad, tenemos a un protagonista bastante singular: en el transcurso del libro cumple sesenta y cinco años y su mirada y pensamientos asemejan a un caleidoscopio. Llenos de iridiscencias que apuntan hacia su objetivo durante lapsos breves, se ocupan ora de la gente que llena los sitios por donde transcurren, ora de registrar citas de escritores.

De este modo, el autor fallecido en el 2012 esparce en las páginas de su Cuaderno nombres como el de Sade, Simone de Beauvoir, Keats, José Martí, Sylvia Plath, Joyce Mansour, Borges, Hitchcock. Algunos fragmentos son una idea fugaz que describe el entorno –“¡Oye los pájaros! A veces, también los ve sobre el tendido eléctrico. Personajes de Hitchcock”– o se refieren a sus inquietudes –Decía Keats: “los poetas no tienen identidad”, escribe Lorenzo García en una solitaria línea–; otros se relacionan con la vida del personaje, como el que alude a la filósofa francesa en los párrafos iniciales: “Ese reumatismo, esa artritis se deben a la senectud, lo sabemos, y sin embargo, no somos capaces de descubrir en ellos una nueva condición. Seguimos siendo lo que éramos, con reumatismo además”, decía Simone de Beauvoir. Esto lo traduce el bag boy de la manera siguiente: “Ese cuestionamiento de la identidad lo atribuimos a la senectud y, sin embargo, no somos capaces de descubrir en ella una nueva condición: con falta de identidad, seguimos siendo lo que éramos”.

El fragmento anterior, también, es un ejemplo de la prosa de García Vega: directa, además de fragmentaria, y pese a ello, capaz de entregarnos imágenes como la de una noche de bisutería o un yo onírico “paseándose al borde de la vigilia, como si fuera, a cada instante, en el estanque de la realidad”. En esa prosa, llena de referencias, sueños y reflexiones del bag boy, nos encontramos con trozos de su día a día: lo vemos ir y venir por Playa Albina, como el autor denominó a Miami en sus obras, acudir a una biblioteca en su tiempo libre, hacer las compras, empujar el carrito de los clientes, meter la mercancía en una bolsa; lo imaginamos de pie, cerca de la cajera, disimulando al recibir una propina que está prohibida, a diferencia de lo que ocurre con los empacadores que trabajan en los autoservicios mexicanos, cuyo único ingreso consiste en esas propinas. Ahí, cerca, se respira de igual forma la altanería de ciertos clientes: “El racimo de plátanos se debe colocar boca arriba”, dice –ordena– una mujer; otra, de cabello castaño, que parece no saber sonreír, le pide meter las mercancías en bolsas de papel. “¿Cómo será su sexualidad?”, se pregunta el personaje en una especie de venganza silenciosa, dominado el odio hacia esa clienta.

Como si se tratara del segundo rostro de tal odio, el bag boy muestra empatía y preocupación por quienes, igual que él, deben soportar malos tratos con una sonrisa, apegándose al lugar común de “el cliente siempre tiene la razón”. Así, leemos que almorzó en una cafetería junto a una vieja. El autor no nos dice si se trata o no de una anciana; pero eso no importa, hay desprecio en ese término y a los lectores nos queda la imagen de una mujer prepotente, de “la vieja esa”, la de los insultos que una cajera debe tragarse. “¿Hay maldad o sólo enfermedad?”, reflexiona el personaje de Lorenzo García, para luego decir que la vieja se parece a la esposa de un artista famoso que conoció en su juventud. “Feo todo”, remata, mientras fuera de la página, el lector se queda pensando en la pregunta, ¿maldad, enfermedad?, decidiéndose, quizá, por algo cercano a la maldad.

Existen otros personajes, fugaces como siluetas, en torno al hombre que trabaja en el Publix empaquetando compras. Más clientes, jóvenes que llenan el espacio con sus charlas incomprensibles y sus patinetas, una muchacha que se palmea las rodillas mientras oye la música violenta de un audífono y espera el transporte público. Están, además, otros adultos mayores, tanto compañeros de trabajo como personas ajenas al ámbito laboral.

Estos últimos se asfixian en una atmósfera de soledad, sin importar la categoría a la cual pertenecen. Así lo percibimos al leer sobre la pierna enyesada y la infección de la vecina protestante, cuyos pensamientos se ocupan sólo de Dios; así lo refleja Marcia, una compañera del Publix, sesentona, que tiene un globo de cumpleaños y extiende sobre la mesa un mantel de plástico con un “Happy Birthday” impreso, esto frente a una compañera que come con desesperación e, intuimos, sin tomar mucho en cuenta a Marcia. Tenemos, además, esas posibles manías que las personas desarrollan con la edad, como el viejo que se queda dormido en una silla plástica, quien asegura ser hermano de uno que fue vicepresidente de la república de Cuba; “se llega a saber que el que fue Vicepresidente de la República no tiene ningún hermano vivo, así que el viejo que duerme la siesta en el Publix es un mitómano”, escribe el autor en una prosa severa para con quien o posee una memoria inexacta o se inventa una vida lejos de esas siestas suyas.

Hay otros comportamientos, por así llamarlos, propios de la gente mayor: crear con recuerdos, con canciones, un refugio dentro de los tiempos idos, siempre mejores, cuando había salud en el cuerpo y los cabellos no eran ni grises ni pocos. Tenemos un ejemplo en Secundino, portorriqueño de unos cincuenta y pico de años, a juzgar por el bigote y el cabello en apariencia teñidos, quien siempre canta canciones que el protagonista nunca ha oído. “¿Serán viejas músicas?”, se pregunta el bag boy, que a lo largo del Cuaderno regresa a épocas muy lejanas: “Recuerda el año 1936. Un daydream con la linterna que usaban los acomodadores de los cines de entonces”, “Vuelve aquel tren de la infancia […] ¿El tren se iba por una curva? ¿Qué curva? Iba con su padre. Hace más de cincuenta años que su padre ha muerto”. Estas vueltas al pasado se ven subrayadas por la distancia que el personaje pone con respecto a los jóvenes; “Es un hecho que la gente joven resulta insoportable”, “Badajos incompletos, como si ya, de la fábrica, llegaran incompletos. Torpes muchachos bilingües que trabajan en el Almacén del Publix”, nos dice la pluma de Lorenzo García, pero ni así es posible emborronar la realidad, una realidad que incluye permanencias en el hospital, análisis y quejas como las de Araceli Forné, una maestra que se lamenta por volver a la horrible cueva donde vive, por la ausencia de una hija “tremendamente enferma del ánima” que no puede visitarla en el home para viejos pese a vivir cerca.

Al lado de estas quejas, el autor coloca una presencia mucho más oscura, la de la muerte. Además de la de la madre del bag boy, que terminó en uno de esos cuartos de enfermos, está Laureano, fallecido a causa del cáncer de piel. “Nunca fue su amigo, sólo dos veces se encontró con él. Sin embargo, a partir del momento en que Laureano se agravó, no pudo dejar de pensar en él”, nos dice el narrador, y esas muertes presagian la del protagonista, cuya diabetes lo hace reflexionar obsesivamente, decirse que “Siempre la vida engaña (en cuanto a la certeza de morir), a no ser que se tenga un cáncer o venga un ataque al corazón”.

Así, no importando que sus inquietudes por escribir sean un latido a lo largo de todo el libro, el bag boy morirá. Como nosotros. Incluso es posible que el hombre desee ese final con prontitud; así lo parece en otro encuentro más con la vecina protestante, quien al quejarse de sus achaques estomacales lo hace recordar lo que Pablo decía: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” ¿Quién?, sólo la muerte misma; nadie más.

Lorenzo García Vega, Cuaderno del Bag Boy, Editorial Casa Vacía, 2016. 90 pp.