Juan Carlos Canales: entre la voz y la escritura

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Juan Carlos Canales, Segunda teoría, buap/Ediciones de Educación y Cultura, Puebla, 2020, 100 pp.

Leí en días recientes dos volúmenes cuya voluntad poética los enfrenta entre sí. En envolturas que a primera vista inducen a pensar que tampoco les son propias, generan la impresión de haber sido sorprendidos en un intercambio de disfraces.

El primero, víctima de la parálisis ocasionada por la pandemia, comenzó su andanza comercial hace unos cuantos meses: Segunda teoría, de Juan Carlos Canales, es un libro de empaque elegante aunque el autor despliegue en sus páginas una escritura recoleta. Esta circunstancia evoca, sin proponérselo, el título de su primera publicación, Soy a mi manera (1982), el cual, amparado en un verso de Hugo Mayo, plantaba de este modo ––desafiante, sin ninguna duda–– a su autor y simultáneamente, en una suerte de reto, afirmaba su singularidad. El segundo, Nueve pájaros en una esfera de cristal, de Jorge Esquinca, se distingue por su apariencia franciscana. Breve de páginas y de materialidad notoriamente modesta, diríase que doblemente franciscana pero sin preconizar la indigencia.

De ninguna manera sugiero que, para ganarse el aprecio de los lectores, la poesía deba presentarse en ediciones señaladas por la precariedad o por alguna otra extravagancia. Tampoco estoy afirmando que lo contrario sea vacuo por definición. Mi gusto por la sobriedad gráfica me ha conducido, más bien, a valorar una contingencia ajena a los autores que eventualmente perturbaría el examen de su contenido.

De Nueve pájaros en una esfera de cristal ya me ocupé en otro momento. Segunda teoría presupone la existencia de un volumen a partir del cual, a la manera de Roberto Juarroz, nos encontraríamos ante un orden seriado. Publicado en 2004, Teoría, más que Sobre el caos, de 2001, despliega ya los recursos retóricos que configuran un propósito de cumplimiento posible sólo a lo largo de una vida. Mientras más larga, mejor. Ambos títulos, separados por al menos tres lustros, exhiben la morosidad, que es hija de la paciencia ––un atributo digno de ser rescatado en los tiempos nuestros––, con la que han sido confeccionados.

A menudo la palabra “teoría” suele impresionar y, en ocasiones, despertar franca hostilidad (Paul de Man consigna el malestar que cree advertir respecto a la teoría literaria), pero deberíamos tener presente que el término también quiere decir “contemplación”. Al hacer uso del vocablo en los volúmenes publicados en 2004 y 2020, Canales, él mismo harto proclive a la teoría (esta vez sí en el sentido de “especulación”), se inscribe en una práctica que no ha hecho sino meditar, sin dejar de ser lírico, sobre la condición humana. El omnipresente “nosotros” mayestático, más allá de que en efecto responda a una elección plenamente consciente, aspira a que la experiencia del hablante, sin dejar de ser íntima, alcance una dimensión colectiva.

Salvadas las distancias ––apenas una suerte de iceberg es la empresa de Canales––, bien podría decirse que él y Roberto Juarroz comparten, así sea tangencialmente, la misma estrategia. Ejemplar en su búsqueda, Poesía vertical se conserva en la lengua española como una fuerza motriz. Al frente de iniciativas solitarias y distantes del gran público, cosa nada laudatoria pero tampoco lamentable, el arco que traza su presencia va de 1958, año en el que fue publicado el primer tomo, a 1997, fecha que ampara la Decimocuarta poesía vertical, lanzada al mercado de manera póstuma.

A diferencia de Juarroz, Canales, nacido en 1959 y quien se desempeña como profesor universitario (un profesor con intereses diversos, por cierto) es deudor de un pensamiento fuertemente arraigado en el siglo xx: de Sigmund Freud a Jacques Lacan, de T.S. Eliot a Maurice Blanchot, de Paul Valéry ––pasando por el estructuralismo–– a Martin Heidegger. Gracias a ese tejido de oposiciones y matices, la poesía de Juan Carlos Canales aparenta una fractura expuesta. El exilio, que no sufrió en carne propia pero que padece como suyo, es angustiosamente uno de sus temas. Tras la noche, ya sea en el sueño o en la vigilia, porque “más que dormir, nos/ dislocamos; dejamos/ de ser un cuerpo para hacernos/ un montón de huesos”, descubre el hablante que no cesa el desplazamiento que es el exilio. Y “las ruinas que han sobrevivido/ al torrente de las palabras,/ las apretamos contra/ el vientre como quien retiene/ una promesa”.

Para fortuna del comentarista ––un “personaje siempre sospechoso”, escribió Maurice Blanchot––, del merodeador, mi punto de vista no indaga en cuánta asimilación tuvo lugar de una disciplina o de otra, sino que se pregunta cómo esa franja de habla, o lengua (ese segmento de realidad lingüística), ha sido incorporada al discurso poético. Apenas formuladas estas líneas, sin embargo, me temo que convendría mejor sustituirlas por resonancia, ya sea de orden visual o auditivo. Al fin y al cabo, todo “en el mundo existe ––decía Mallarmé–– para llegar al libro”.

A diferencia de los dos volúmenes anteriores a Segunda teoría, éste se organiza en cuatro secciones cuyos poemas no rebasan las treinta líneas. Por lo demás, cada una de estas partes invita a ser leída como la sucesión de fragmentos que constituyen un poema y éste, a su vez, como segmento del poema-libro. En la medida en que el conjunto responde a una pequeña dosis de voluntad, digamos aformal ––al menos en la primera parte, la más extensa––, originada en el ir y venir de la voz a la escritura, resultaría innecesario hablar de una métrica más o menos regular.

Los cortes arbitrarios del verso no obedecen a otra lógica que no sea la de la respiración. Cada poema (cada fragmento o como se le quiera llamar) arroja al ser leído cierta música, próxima al murmullo, que prolonga su armonía. De hecho, un ejercicio llevaría a descubrir que algunos fragmentos, cortados en “versos”, bien pudieron ser, sin ningún demérito, poemas en prosa. Aunque plantear el paralelismo parezca un tanto abusivo, tal procedimiento recuerda a José Lezama Lima, quien achacaba al asma lo veleidoso de su puntuación.

No es extraño que entre Teoría y Segunda teoría se atraviese únicamente una especie de velo que autoriza la transformación de algunos poemas. Teoría, por ejemplo, comienza con “Es de noche. Despertamos/ en la boca abierta de Dios,/ y su saliva nos ahoga/ sin asfixiarnos”; Segunda teoría, por su parte, lo hace de esta manera: “Es de noche./ Uno cae al sueño/ como se cae/ a un abismo”. Un experimento lúdico y por lo consiguiente caprichoso, que nadie verá con malos ojos, permite realizar el montaje de ambos textos y convertirlos, bajo el mismo orden de aparición, en las estrofas de un solo poema.

Apuntaré, por último, que la fuerza de Segunda teoría ––la fuerza y la debilidad–– se halla en las tres partes restantes, que son breves. De ritmo tenso, con una musicalidad sostenida por la repetición, el poema se torna una pieza poderosa:

Irrumpe, desata,

des-ata,

fractura.

Fracturándose se abre un hueco.

Propio de un hueco es ahuecar.

Lo que ahueca guarda,

Esconde, vela;

velar es cuidar.

Lo que cuidamos aguarda.

A-guarda

lo que espera

ser nombrado.

Con Segunda teoría, más allá de las etimologías, el autor efectúa al mismo tiempo un acto de fe. De Canales, como de algunos cuantos poetas, podría decirse que escribe cuando la fatalidad lo obliga.