Jon Bilbao: Estado de reposo

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He terminado las ochenta páginas de Los extraños, y me encuentro más convencido que nunca de que las novelas cortas de Jon Bilbao se leen mejor como novelas cortas que como relatos largos. Es decir, he tenido antes la sensación de que algunos de los relatos de Jon Bilbao poseen un nivel de perfección tal que habrían podido ser piezas editoriales autónomas, de no ser porque seguimos acostumbrados como lectores a la división entre novela y libro de relatos. Un libro grueso genera cierta confianza, y para que los relatos puedan competir con las novelas por lo general se fusionan en ciudadelas denominadas colecciones de relatos. Son una forma de decirle al lector: “lo sentimos, no es una novela, pero al menos hay varios de ellos, y si los lees corridos pueden generar un efecto semejante”. Sin embargo, Impedimenta ha anunciado que los ejemplares de la primera edición de Los extraños se han agotado en tres días. Aunque tal vez haya explicaciones más elaboradas, estoy dispuesto a creer que su éxito se debe en buena parte a la mezcla de su extraordinaria calidad literaria y a la limpieza del formato. El libro anterior de Jon Bilbao, Basilisco, pese a sus innegables méritos, no se sentía “limpio”, daba la impresión de que habían convertido a la fuerza una colección de relatos en una novela. Dentro de Basilisco había una novela corta de alrededor de cuarenta o cincuenta páginas, que había sido parasitada por otros bloques narrativos inconclusos. Estos otros bloques terminaron funcionando para mí como tumores que afectaron la integridad del conjunto. Los extraños, pudiendo haber sido más extensa, pudiendo albergar a muchos otros personajes y subtramas, eligió podar todo lo que no fuera indispensable, y a diferencia de Basilisco, cuya ambigüedad yacía en la sumatoria, ofrece esta vez la ambigüedad de la sustracción.

Me ha sido difícil no recordar, mientras leía Los extraños, otro relato de Bilbao: “Bajo el influjo del cometa”, contenido en la colección de relatos del mismo nombre. Ambas historias tratan del efecto de ciertos objetos celestes en una ciudad y específicamente en una pareja que vive dentro de esa ciudad. La solidez de “Bajo el influjo del cometa” está en cómo captura lo extraordinario siendo asimilado por lo mundano: las casas se quedan sin electricidad, se hacen tediosas filas en los supermercados… el paso del cometa se contempla entre diminutas y mezquinas molestias comunitarias y entre horas y horas de aburrimiento. La pandemia ha demostrado luego que esta es la visión más realista de un apocalipsis. Las luces en el cielo de Los extraños atraen a colonias de ufólogos que en última instancia reavivan el turismo, pero que causan molestias a los habitantes del lugar. Lo que debiera ser lo más importante de la historia se convierte, en apariencia, en lo secundario. Como mismo la pareja protagonista de “Bajo el influjo del cometa” observa a sus vecinos, la de Los extraños observa a sus huéspedes, con curiosidad y aborrecimiento. Como mismo la pareja de “Bajo el influjo del cometa” sigue su vida ordinaria cuando se va el cometa y vuelve la electricidad (“¿Sabes qué?, dijo ella. Tengo hambre”), la de Los extraños regresa a trabajar. La escena final de Los extraños reproduce la del inicio, y parece querer mostrarnos el triunfo definitivo de la banalidad.

Es por esto que a pesar de involucrar las inconfundiblemente inhumanas luces en el cielo, no se trata de una historia de ciencia ficción. A Jon Bilbao no le interesa mostrar criaturas de otros mundos. Las de este pueden ser lo bastante raras (si el lector me permite el lugar común). En vez de seguir la tradición literaria de la ciencia ficción, Jon Bilbao sigue la de Raymond Carver (¿no constituye Los extraños una imaginativa variación de “Vecinos”?). La ciencia ficción pasa a convertirse en un estampado, en un arabesco plano que sirve de fondo a la historia de los protagonistas. La portada que preparó Impedimenta representa bien la tripa del libro: los platillos voladores pulp están en el centro de la imagen, pero son diminutos, son sólo un detalle, la mayor parte de la imagen en sí está constituida por el camino, el cielo, las nubes y la vegetación. En Basilisco, el género western era mucho más que un estampado, había un cruce entre el western y una narración carveriana. Y en cierto sentido Los extraños es una continuación del marco carveriano de Basilisco: aparece la misma pareja, Jon y Katherina, que ahora tienen más espacio para desarrollarse como personajes (si no recuerdo mal, Jon y Katherina habían aparecido también en uno que otro relato de Bajo el influjo del cometa). Un lector papanatas puede pensar que Jon Bilbao simplemente dibujó con lápiz dos platillos voladores sobre un óleo ordinario de un paisaje, y que se llamó a sí mismo un gran artista, pero lo cierto es que ha elegido el paisaje correcto, y ha elegido el lugar correcto para dibujar los platillos voladores, y nadie puede negar que los dos garabatos transforman una típica historia carveriana en algo inquietante y poderoso. Porque habría que ser muy ingenuo para pensar que el poder estaría en unas naves meticulosamente pintadas, como si mostrándole al espectador una imagen que nunca hubiera visto se despertara una emoción que nunca hubiera sentido, cuando en realidad la capacidad de presentir ese poder, de experimentar esa emoción, ya está en el espectador o el lector, y el artista solo tiene que invocarlo haciendo el garabato correcto en el lugar correcto, no a golpe de esfuerzo, sino de talento.

Y hace falta un gran talento para subvertir con éxito una de las principales vertientes narrativas de nuestro tiempo, es decir, hace falta un gran talento para escribir sobre una pareja de adultos de clase media pasando una temporada en casa de los padres de uno de ellos, en una zona suburbana, conviviendo con un primo lejano y su asistente, y aun así levantar una tensión narrativa, y hacer sentir al lector que la historia no está cayendo en un lugar común.

Me explico. Hace algunos meses, después de leer La edad del desconsuelo, la novela de Jane Smiley, acuñé un término auxiliar en mi mente, “escritura del desconsuelo”, para englobar las novelas y relatos contemporáneos que reúnen las características siguientes: 1) los protagonistas viven con sus parejas en relaciones relativamente disfuncionales y atraviesan la crisis de la mediana edad; 2) las interacciones de los protagonistas suelen reducirse al ámbito doméstico, con los hijos de ambos, con vecinos, o con otras parejas que también atraviesen la crisis de la mediana edad; 3) el frecuente oficio de escritor de uno de los dos protagonistas; 4) el típico estilo minimalista. La escritura del desconsuelo no posee bordes definidos, y no constituye necesariamente un término peyorativo. La propia novela de Jane Smiley sobre una pareja de dentistas me ha parecido bien escrita, y he encontrado en ella fragmentos notables, no tengo en sí ningún problema con La edad del desconsuelo, simplemente me sirvió para conceptualizar un fenómeno. Si el lector frecuenta una parte de la literatura contemporánea norteamericana, o una parte de la literatura contemporánea en español, quizás haya entendido a qué me refiero. Como he dicho, no tiene bordes definidos, pero en términos generales la prosa parece haberse “domesticado”, parece haberse acomodado como tema central de la narrativa contemporánea el desconsuelo de la clase media, y como principal estilo el de Raymond Carver.

La escritura del desconsuelo fluye entre las compras de la semana, la espera de los días de pago, la incomunicación de la pareja, la mediocridad de las horas, experiencias que sin lugar a dudas son comunes y que son compartidas por un público considerable. La escritura del desconsuelo, si bien no constituye en apariencia la apuesta más segura en términos comerciales para los editores (todos sabemos qué tipos de novelas son las más vendidas), sí constituyen la segunda apuesta más segura, la que mejor combina la posibilidad de guardar alguna decencia estética y la de vender un número aceptable de ejemplares. De alguna forma lo que ha sucedido en términos editoriales ha sido que la narrativa se ha polarizado: es difícil encontrar un libro de buenas ventas que conserve valores literarios, y es difícil encontrar un libro con valores literarios que tenga buenas ventas. En el medio está la escritura del desconsuelo: es fácil y rápida de leer, no cae en experimentaciones radicales, carece de cursilerías y se permite reflexiones agudas y escenas conmovedoras, quirúrgicamente controladas. Puedo declararme un ávido lector de la escritura del desconsuelo. He comprobado cómo puede asimilar sutilmente temas mayores, cómo se siente natural y honesta, y cómo raras veces suele decepcionar. El único problema es que por momentos todos sus escritores se parecen.

Y aquí es donde Job Bilbao hace su giro mortal: escribe de lo que escriben todos sin parecerse a nadie. Ya no me refiero solo a Los extraños o a Bajo el influjo del cometa, sino a otras colecciones de relatos, como Física familiar y Estrómboli. Jon Bilbao parece haber construido su propio género: relatos minimalistas de entre quince y ochenta páginas en los que se le da una larga vuelta a un hecho insólito, gracias al cual se ponen en evidencia los desolados paisajes emocionales de los protagonistas, con frecuencia hombres en conflicto con su propia masculinidad. No es raro que aparezcan amuletos narrativos, como peleas callejeras, órganos separados de sus cuerpos, que traumatizan al protagonista (una cabeza, un brazo), niños que el protagonista no sabe cuidar, perros, arañas, ruinas, yacimientos arqueológicos o minerales, breves imágenes de horror o de sacralidad que interrumpen la experiencia ordinaria. El yacimiento junto a la casa de los padres de Jon en Los extraños es el mismo que aparece en Basilisco, y recuerda a la cueva que los expedicionarios encontraron mucho antes, y recuerda en cierta forma al pórtico de piedra de “Una boda en invierno”. Las piezas de Bilbao pueden ser interpretadas no sólo desde el libro en el que se incluyen, sino dentro del corpus completo de su obra narrativa.

El final de Los extraños resulta lo bastante abierto como para que las páginas del libro se reproduzcan en la memoria del lector y a la vez lo bastante cerrado como para que se sienta la conclusión como efectiva, es decir, no importa que una trama quede abierta si la otra se cierra, cuando de hecho de lo que trata esa trama que se cierra (la de Jon y Katherina) es de cómo la vida sigue aunque queden tramas abiertas, problemas graves sin solucionar. El estado de reposo (o de “movimiento rectilíneo uniforme”) de la realidad, al que se regresa tarde o temprano luego de que hayan dejado de actuar fuerzas externas, es la banalidad: la cualidad más intrínseca de lo real es lo banal. El sentido es una cualidad que necesita de fuerzas extrañas, externas. De lo que trata Los extraños es de esa necesidad humana de llenarse a través de lo ajeno, la imposibilidad de la autosuficiencia, que supongo se hará evidente cuando se llegue a cierta edad: al empezar una relación la pareja es desconocida, y podemos llenarnos gracias a ella, pero entre más estrechos se vuelvan los lazos, entre más conocida se vuelva la otra persona, más rápido se estará volviendo al estado de reposo, y entonces la pareja necesitará que otra pareja externa le devuelva la energía. Es lo que podríamos llamar metapareja: una pareja hecha de dos parejas (¿no mencionaba antes que eran un lugar común en la escritura del desencanto?), no en una dimensión sexual (al menos no necesariamente), ni sentimental, sino en otra, que no podría identificar con exactitud.

Las metaparejas son más volátiles que las parejas, tal vez porque se concentra un mayor número de posibilidades de que algo salga mal. Están las metaparejas asimétricas, como la que se forma al fusionar a una pareja joven con los suegros, o cuando dos amigos o compañeros de trabajo deciden presentar mutuamente a las personas con las que salen (personas que no se conocen entre sí), y las simétricas, como cuando dos parejas cenan juntas sólo por el hecho de ser vecinas, o cuando los miembros de dos parejas se han hecho universalmente amigos (las “metaparejas simétricas universales” pueden llegar a conocerse tanto que vuelven a un incómodo estado de reposo). Lo narrativamente interesante de las metaparejas es que pueden tener todo lo que tiene una pareja, menos la sublimidad romántica. Cuando una pareja se fusiona con otra, ambas pierden su excepcionalidad, se vuelven espejos que se reflejan y que se modifican recíproca e infinitamente.

Otra forma de salir del estado de reposo es la lectura. Espiamos a personajes extraños para llenarnos de sentido. Ponemos especial atención a sus rarezas. Inventamos teorías para explicarlas. Pero en algún punto, cuando el libro termina, unas horas o unos días más tarde, la banalidad retorna. Quedamos sin respuestas, confundidos, no hemos aprendido nada. A veces he tenido la impresión de que han sido los libros quienes nos han espiado morbosamente a nosotros.

 

Jon Bilbao, Los extraños, Impedimenta, España, 2021, 115p.