Eduardo Espina. El mundo es primero una palabra

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(Eduardo Espina, Libro albedrío, Rialta Ediciones, Santiago de Querétaro, México, 2021, 348 pp.)

 

En 1954, luego de incontables vicisitudes políticas, un par de amigos editores de Pedro Salinas (que ya había muerto para entonces, en 1951) logra reunir y preparar para impresión un libro que el poeta español había trabajado desde 1948: El defensor. En la “Advertencia”, el también catedrático en París y Cambridge, expone la preocupación central de estos textos: “por el riesgo en que se ven hoy día algunas formas tradicionales de la vida del espíritu que yo estimo sumamente valiosas”. Estas “formas tradicionales” a las que se refiere tienen que ver con la defensa de cartas y epístolas como consuelo de distancias y ausencias; de la lectura como adarga que se blande contra la irracionalidad; de las minorías literarias como voces críticas (y hasta impopulares) que se oponen a seguir la marcha de las ideologías totalitarias. Y, finalmente, una defensa que se empareja indisolublemente con los tópicos mencionados: la salvaguarda apasionada del lenguaje. Son muchas otras geografías las que tocan estos ensayos, pero estas nos bastarán para establecer paralelismos temáticos y estéticos con otro autor y otro libro.

Libro albedrío es, a su manera, un libro equidistante de El defensor. No podía ser de otra manera tomando en cuenta que las crisis civilizatorias son cíclicas y la actual es, también a su manera, un reajuste, una actualización de aquella que Pedro Salinas denunció en la primera mitad del siglo XX. Una posible correspondencia, que tampoco es gratuita, consiste en que ambos libros inician con una apasionada defensa de la lectura, del tiempo dedicado a leer, de su revaloración como un “acto trascendente, de radical transversalidad” (p. 14). Aquí, los ensayos de Eduardo Espina, en su dedicada defensoría, se resguardan de lo academicista, atrincherados en una prosa que no pierde el estilo de decir ni de caminar mientras desbrozan temas que parten generalmente de un registro anecdótico, circunstancial, y bordean territorios limítrofes con lo metafísico (que en este caso no adormila, sino avispa al lector).

Este trayecto, que rehúye de lo docto y se acompasa con algo de humor, toma lo cotidiano como un detonador de emociones (extasiarse en la serena contemplación de mariposas, pinturas, pájaros, arquitecturas…) que Espina sabe coludir con sus obsesiones estéticas. Y una de ellas es recuperar el tiempo leído, el que se asigna a la lectura como una actividad amenazada por los dictados virtuales; aquellos que vulgarizan el placer de recordar y recrear ciertos pasajes, ciertos versos: “la Era del Olvido y la Desatención”, como la llama, ha empujado el acto de leer hacia un despeñadero visual (virtual) atestado de hipertextos. No leemos, vemos palabras. Y aquí es donde nace el paralelismo que establecimos en un principio con Salinas: la defensa de la lectura es también custodiar el registro histórico de nuestro paso por el mundo: “Que cada uno haga lo que pueda __y esté a su alcance__ para postergar el final definitivo de la civilización bien escrita” (p. 39).

La controversia acerca del destino de la lectura frente al imperio de las pantallas no es nueva, ni concluirá pronto. Ya en el año 2000, en su visionaria Ciberia. La vida en las trincheras del hiperespacio, Douglas Rushkoff advertía que la real potencia de la utopía informática sólo sería alcanzable si no renunciaba a acompañarse de los íntimos sueños y las expectativas espirituales del ser humano y sus producciones culturales. Y otra vez nos topamos con la defensa de esas “formas tradicionales de la vida del espíritu” a que se refería Salinas y que refrenda Espina cuando acusa la predominancia de un fake reader ajeno a la realidad y complejidad del pensamiento. Un falso lector apenas funcional, agramático, de analfabética mirada y comprensión, pero “orgullosamente” funcional.

Sin embargo, los ensayos de Libro albedrío no son alocuciones quejosas de cuanto se cierne __negro y frívolo__ sobre la poesía y el lenguaje. Pese a las sombras que avizora en un presente de capacidades limitadas para el goce literario y estético, los textos aquí reunidos son más bien una arenga festiva, instigadora, que apelan a la subversión desde un educado y casi monástico espíritu contemplativo. No hay contradicción en esto: el místico ha llegado a su revelación rebelándose. Su variedad temática es un reflejo voluntarioso de un bien plantado oficio; tenacidad que se siente obligada a encontrar en las vetas de lo cotidiano los motivos de su prosa, de su ansia poética; albedrío para recoger (y saber escoger) al paso las meditaciones justas que ayuden a “renombrar de nuevo todo” (p. 46), o a encaminarse en línea recta, derecho y sin ascensos místicos, hacia la concepción de la escritura como una “salida de emergencia metafísica o llegada a deshoras a una meta física” (p. 55). Turismo extremo el que propone Espina, pero ¿cómo, si no, adquiere el poeta plena conciencia de su libertad, de su albedrío?

Hablamos ya de variedad temática en estos ensayos, pero esto implica más un sentido de divergencia que, como creo realmente es, de convergencia. Todos los caminos llevan al Centro. Y sobre ese eje giran las tramas que el poeta urde desde un margen donde realidad e imaginación ya no son reconocibles, o son aparentemente conciliables: cine, literatura, historia, pintura… entomología. Pero al final de cualquier disquisición, del merodeo anecdótico y prosístico, el autor termina volviendo al tema original: la poesía. Hay una fascinación por los signos (no tanto por los significados), por los símbolos (como en Baudelaire, pero no necesariamente sujeto a interpretaciones) que encuentra en el camino de retorno, ellos son la guía para volver: la cuerda que ata entre árboles, la marca en la piedra, la pose o el gesto de la figura en el cuadro, el nombre del mes (tiene que ser abril, ¿si no cuál?) que no aparece en el calendario pero sí en la memoria humana. Hay que reaprender casi todo, parece decirnos Espina, porque la mirada ha olvidado nombrar lo elemental: “El tiempo se olvida de transcurrir, hace a un lado consecuencias asociadas a la forma de actuar y dejarse percibir. En ese impulso en fuga, vértigo propio de un acto sensorial, presenciamos la disolución de una vida simbólica ocurrida en los detalles” (p. 101).

Sería gratuito y flojo calificar Libro albedrío como una obra “rara”, de esas cuyo carácter aparentemente inclasificable dificultan ubicarla en el librero; sobre todo porque ya de entrada el autor nos advierte que “nació libre”, pero no se piense que es porque apela al desorden, al caos, a lo ocurrente o concurrente; más bien la declaración inicial subraya un rasgo escritural que elige la imaginación desde su yo irrazonable (que no irracional) y que delinea a voluntad estas prosas y poesías. Es una elección, no una sucesión indeterminada de palabras; el tono mismo, la composición sintáctica lo son.

El humor, la gracia o la ironía no pueden ser ajenos a ningún afán liberador. Y menos en la escritura. Pero a veces, en el límite de la exageración, devienen aseveraciones malogradas: “[Lezama Lima] es un poeta del barroco clásico adaptado a las modalidades sonoras del castellano de América, pero hasta ahí nomás”. Lo lapidario de la caracterización lezamaniana encierra más inexactitudes que palabras: ¿esas “modalidades sonoras” son solamente eso, una adaptación? Porque, digo, no se me ocurre cómo el universo poético del poeta cubano pueda reducirse a lo sonoro cuando el logos de la imaginación y la teoría de la imagen son referencias más certeras para definirlo aunque sea con tanta prisa ¿o no? Y el final “hasta ahí nomás”… bueno, una simple cláusula que clausura sin mayor voluntad crítica. O esta otra, refiriéndose a Juan Ramón Jiménez: “uno de los poetas más elementales y sobrevalorados de la historia en cualquier idioma. Con más jotas que cante jondo, Jiménez quiere pasar por inteligente y connoisseur de los intríngulis de la modernidad […]”. El resto de la cita es redundante. Pero no hay sustancia argumentativa y puede valerse la provocación en aras del albedrío y la libertad de la escritura, sin embargo, lo de las jotas y el jondo solo es una jitanjáfora jocosa.

En descargo, confieso que como lector disfruté de los recorridos que Espina hace con educado ojo sobre ciertas obras clave del cine y la pintura, tomándolas como motivo de sus meditaciones circulares sobre lectura, lenguaje y habla. Un cuadro de Gerard Dou nos vuelve a la actividad lectora y la generación de sus “posibles certezas de la percepción” (p. 95); el ensayo sobre las Venus y cupidos de Giorgione, Tiziano, Spranger, entre otros, añaden al acto, al desafío contemporáneo de ver una carga sensitiva que crea sus propias mitologías, su narración las más de las veces trágica de la modernidad. Y no es casual que cine y pintura se sucedan con tanta obsesión: uno sirve al autor para conectarse con el paisaje cotidiano, con la historia inmediata, y la otra lo devuelve a su campo metafísico.

Habría que agregar una fuerza más que irrumpe (mejor dicho, interrumpe) el estado meditativo de Espina: los ciclos catastróficos de la naturaleza, su registro desde la cultura visual y su inventario poético. “Estamos atrapados en contrastes, preparados para contemplar sin pánico __es la idea que ha proyectado el cine catástrofe en infinidad de películas__ el fin del mundo desde sus mismos inicios, con la única condición de que sea en vivo y en directo. La TV nos ve” (p. 322). La literatura y el arte, desde sus orígenes, han dado cuenta de la catástrofe (“espectro de una persistencia que altera los pronósticos de la razón”, como bien define el autor), pero contrariamente al rastro de muerte que ésta deja a su paso, no se han quedado a vivir entre las ruinas ni se ahogaron entre cadáveres y maderos flotantes; lo que la naturaleza arrasa, las palabras o el pincel lo adaptan para enaltecer el espíritu humano, por muy trágico o sublime que parezca.

“La poesía no es otra cosa (en mi caso, del resto no hablo) que una tarea sagrada para asegurar la supervivencia del hoy en el ahora mismo más inmediato”, dice Eduardo Espina. Y al final, en una época o en otra, lo proclame un poeta u otro, el mejor pertrecho para la preservación de la cultura y la civilización es ejercer el albedrío (creativo, intelectual, crítico) en defensa propia.