Armando González: El poeta y el pugilista

1899

Cada nueva propuesta de Armando González Torres es una confirmación del equilibrio. Ya sea que hablemos de poesía o que nos remitamos al ensayo (sin pasar por alto el aforismo, esa breve forma que se beneficia de una y otro), se advertirá en ellos de inmediato, antes que la voluntad de estilo, la búsqueda del equilibrio. En esta lógica, bien podría decirse que, para serlo, el estilo de González Torres privilegia en todo momento la armonía. Quien se proponga su lectura, tendrá que estar menos preocupado por las ganancias que obtenga y más dispuesto a dejarse llevar por el simple y llano goce de leer. La sed de los cadáveres, ¡Qué se mueran los intelectuales! y Sobreperdonar son algunos de los títulos, necesariamente introductorios, para ingresar a su obra.

Los signos vitales. Anacronismo y vigencia de Octavio Paz participa de ese equilibrio, no únicamente por el despliegue de la forma sino por algo mucho más definitorio: la familiaridad que, con la materia, mantiene el autor desde hace mucho. Su conocimiento del tema debe remontarse al último lustro del siglo xx, si no es que un poco más allá, puesto que el año 2002 está inscrito en el colofón de Las guerras culturales de Octavio Paz. En el libro mismo se asienta que su escritura comenzó en 1995. Las pasiones que se consuman de este modo suelen tener orígenes difíciles de fechar porque aparecen como pulsiones muy anteriores al instante en que, por decirlo de alguna manera, se coloca la primera frase.

El empeño de González Torres es encomiable por lo que se propuso como por la conciencia de las limitaciones que implicaba esa labor. Su propósito consistió en rastrear “los signos vitales de Paz”. El resultado, luego de retoques aquí y allá, está contenido en este libro de “reseñas y artículos, realizados con motivo de la aparición de nuevos títulos sobre el poeta, reediciones de su obra o efemérides de su vida y de sus libros”. Puestas así las cosas, debe deducirse que el autor habría desplegado una suerte de vigilancia sobre la producción editorial mexicana. Paralelamente se habría ocupado, durante esos años, de registrarla mediante comentarios, artículos y reseñas publicados, muchos de ellos, en la prensa nacional.

Los signos vitales, libro organizado en tres partes (Padres e hijos, Afinidades y querencias, El poeta y el pugilista), está presidido por el sentido de la síntesis: reseñas y artículos breves e ideas perfectamente resumidas. Por esto, no resultaría exagerado pensar en el volumen como una muy arbitraria guia de consulta rápida o, si se quiere, como un catálogo de los temas esenciales en Octavio Paz. Lo ceñido de algunos textos ––he aquí una asociación libérrima y caprichosa de este redactor–– aproxima su escritura a la “solapa” de libros. Ésta, se dice, habría sido una forma inaugurada por Alí Cumacero: una síntesis nerviosa y elegante a la vez que persuasiva con la que se buscaría seducir al posible comprador. (El comentario de De una palabra a otra: los pasos contados y el correspondiente a La llama doble responden, por ejemplo, a esa estrategia.)

Antes de emitir juicio alguno, González Torres busca, primero que nada, comprender. (Parece verdad de Pero Grullo, pero es necesario señalarlo.) En cada uno de sus textos hay una especie de lección sobre el arte de leer. Como si escuchara el “mensaje” encerrado en las páginas del libro, se allega todos los argumentos que esgrime el autor para resumirlos y exponerlos. Sin ir más lejos, tras un dilatado examen, concluye que Los hijos del limo es el mejor libro de Octavio Paz. De acuerdo con esa aproximación, estaríamos ante el “libro más importante para identificar y definir la poesía moderna”.

Primero supuse que la poda ––evidente, sin duda–– de las notas que González Torres envía a la imprenta obedecería a exigencias editoriales establecidas por aquellos editores que, contra toda lógica, pretenden imponer la escritura breve y la lectura rápida. (Dicho sea de paso, me parece que semejante despropósito atenta contra la libertad del lector, en tanto éste se ve obligado a elegir entre lo breve y lo muy breve. Pero no sólo eso: convertiría un suplemento o una revista, pongamos por caso, en una miscelánea de brevedades.) Después descubrí que González Torres disfruta esa forma constreñida y que, cuando es necesario, también se embarca en libros de mayor aliento. Las guerras culturales de Octavio Paz, ya referido antes, posee esta cualidad.

En Los signos vitales. Anacronismo y vigencia de Octavio Paz figura un ensayo que se distingue por su mayor número de páginas. Se trata de una reflexión sobre Piedra de sol. En palabras de González Torres, el poema “contituye esa suerte de examen formal y resumen vital que afirma a Paz como poeta moderno y universal”. Sólo que al preguntarse sobre el porqué del título, González Torres encuentra una diferencia sustancial ––clave en los tiempos que corren–– entre el intelectual contemporáneo y Paz: éste, voraz en sus lecturas, se interesaba en la arqueología y en territorios del saber que despertaba, no pocas veces, los celos del especialista; el otro, volcado en disciplinas distintas y distantes, genera con frecuencia la impresión de que el arte y la poesía le son ajenos.

No me gusta del todo el uso de la palabra “exilio”: el “largo exilio” es la frase que González Torres utiliza en el comentario a Poeta con paisaje, de Guillermo Sheridan. El siglo xx latinoamericano registra, desde nuestra frontera norte hasta la Patagonia, casos de individuos que debieron abandonar su país porque, de lo contrario, su destino habría sido la cárcel o la muerte. El de Octavio Paz no fue un exilio, ni siquiera durante los años que siguieron a su renuncia como embajador en la India. Por circunstancias laborales o en busca de otros horizontes, como suele decirse, Paz salió de México en 1943. Gracias a esa prolongada estancia en el extranjero, la literatura mexicana se nutriría de la extraordinaria curiosidad que Paz manifestó a lo largo de su vida. Las cartas que el poeta le dirigió a Jaime García Terrés dan cuenta de una febril actividad que benefició no sólo a la Revista de la Universidad de México: Paz escribía, traducía o sugería colaboradores… Como desconocemos las misivas de García Terrés, no sabremos cuánto era iniciativa de éste y cuánto solicitud de aquél.

Los nombres de quienes se han ocupado de Paz son muchos, mexicanos y extranjeros. Los signos vitales, que no aspira a ser un registro exhaustivo, consigna de ellos apenas un pequeño procentaje: de Felipe Gálvez a Evodio Escalante, sin olvidar a Enrique Krauze, Guillermo Sheridan, Malva Flores, Jaime Perales, Víctor Manuel Mendiola, Braulio Peralta, Jorge Terrones e Yvon Grenier. A esta lista se suma Pere Gimferrer, quien mantuvo con Paz una correspondencia ––apasionada y prolija en un principio, lacónica al final–– durante muchos años. Además, dos títulos en los que Paz figura como ente de ficción: Los huesos olvidados, de Antonio Rivero Taravilla, y Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño.

“Los adversarios desconocidos: Roberto Bolaño y Octavio Paz”, escrito en el que, a contracorriente de la opinión contemporánea, Los detectives salvajes a González Torres le parece apenas “la gran memoria mexicana”. Vista la presencia de Paz en su condición avasalladora, en la novela de Bolaño el poeta aparece involucrado en un episodio que nunca sucedió. Es decir, mera ficción. Del mismo modo que ésta no escasea en la elección que, como su bestia negra, los infrarrealistas hicieran de Octavio Paz.

Pese a que la nómina no es poco pequeña, echo de menos el punto de vista de Jorge Aguilar Mora. González Torres menciona, sólo de paso, La sombra del tiempo: ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo, pero no La divina pareja: historia y mito en Octavio Paz. Catalogada como “literatura adversaria”, la interpretación de Aguilar Mora pertenece a esa rama inaugural de la literatura paceana de signo contrario. No figurar en un volumen que se propone el registro de los signos vitales de la obra de Paz es ofrecer, me parece, una radiografía de rasgos imprecisos.

Armando Gonzalez Torres, Los signos vitales. Anacronismo y vigencia de Octavio Paz, Libros Magenta, Ciudad de México, 2018, 144 pp.