V. S. Naipaul: el energúmeno de tiempo completo

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Lejos de aquella mueca irónica que desencajaba su rostro siempre que escupía un sarcasmo, V. S. Naipaul casi nunca sonreía. Y las pocas veces que lo hacía, dejaba escapar un sibilante gruñido debido al asma que lo aquejaba. A los cuarenta años, este hombre hosco dijo que su vida era un auténtico suplicio y que escribir, más que regocijarlo, le producía un enorme tormento.

La mayoría de las noticias biográficas —repetitivas y superficiales— informan que, en 1966, el novelista vivió en Uganda, en calidad de escritor residente, y fue docente en la universidad de Makerere, en Kampala. Pero eso sólo es una verdad a medias. Lo cierto es que Naipaul rara vez aparecía por el campus universitario. Él mismo, en La máscara de África: Un viaje por las creencias africanas, apuntó: “Mis obligaciones no estaban muy definidas, y vivía más o menos retirado, absorto en un libro que me había llevado, en el que trabajaba a diario con ahínco, y prestaba menos atención de la debida a África y a los estudiantes de Makerere”.

En su calidad de profesor visitante, Naipaul llegó a gozar de una sustanciosa beca económica concedida por la Fundación Fairfield, un oscuro patronato auspiciado por la CIA. Pero, haciendo caso omiso de los supuestos compromisos académicos que debía cumplir, el escritor prefería empeñar su tiempo recorriendo el continente “desde la costa oriental, a través del continente, hasta el centro”, a bordo de un Peugeot, tal como él mismo cuenta en la novela Un recodo en el río.

Pese a lo que muchos sostienen, África nunca le gustó. Aunque durante sus viajes tuvo oportunidad de observar de cerca el vasto y exuberante paisaje que divide a Europa del mar Mediterráneo, Vidiadhar Surajprasad Naipaul jamás se sintió compenetrado con el espectáculo que ofrecía aquel lugar: “a medida que me adentraba en África, me decía: ̔Pero si esto es una locura. Voy en dirección equivocada. No puede haber una vida nueva al final de todo esto̕”.

En otras ocasiones dijo que temía que la jungla —un lugar que describió como “pestilente, lluvioso y atestado de gorilas, culebras y cocodrilos”— se lo devorara. Mientras exploraba “el África tropical, una región horrendamente inhóspita”, manifestó que, a diferencia de la mayoría, él no sentía “tanta ternura hacia la gente de la selva”. La gente que vivía en aquella espesura, de hecho, lo intimidaba.

Cuando se vio obligado a establecerse en Uganda, por motivos estrictamente económicos, se negó a interactuar con los naturales y con los emigrados y, en líneas generales, calificó al país como “absolutamente soso y carente de interés”.

Durante su estancia, se mofó de los políticos regionales, se burló de la moneda local e ironizó a la prensa africana. Cuando observaba a los diplomáticos envueltos en el típico Kanzu, el traje nacional de Uganda, su mordacidad se desbordaba: “¿Cómo se atreven estos señores a aparecer vestidos así, con esas ridículas indumentarias? ¿No se dan cuenta de que su ropa es una horripilante parodia de los kaftanes?”

Dueño de un indomable carácter virulento, también satirizaba a los expatriados que, recibiendo sueldos excesivos, se prestaban a tratar condescendientemente a aquellos jóvenes africanos y “aparentaban darles una educación que jamás alcanzarían”. Se burlaba de los otros profesores y de las ideas políticas que esgrimían. Juzgaba que eran socarronas y poco sinceras. Le causaba gracia que aquellos señores se consideraran liberales e intelectuales cuando, según él, “eran realmente homosexuales que se dedicaban a corretear por todas partes a los jovencitos”. Detestaba el deporte y se burlaba de los corredores sudorosos y le resultaba extraño que hubiera gente que se sometiera a aquellos suplicios.

Lo curioso es que, al día siguiente de su muerte, ocurrida el 11 de agosto de 2018, las notas de prensa salieron a decir que durante su estancia en Kampala, capital de Uganda, el escritor trinitario había sido un intelectual y un hombre de letras muy querido y respetado en aquella región. Agregaban —como si en esa nimiedad existiera un mérito intrínseco— que el narrador había soportado con gran estoicismo el caluroso clima tropical.

Pero ambas cosas eran falsas.

Los profesores que tuvieron ocasión de tratarlo aseguraban que durante su estadía en el continente, Naipaul no sólo se comportó con la arrogancia de un colonizador, sino que, además, era un sujeto burlón y quejoso que, a la menor complicación, puso pies en polvorosa. El clima, por otra parte, le pareció “pésimo”. Y agregó: “El calor húmedo hacia que el aire pesara como plomo. Las nubes sombrías cubrían el cielo… Los relámpagos se encendían y se apagaban a los lejos; en alguna parte del bosque estaba lloviendo. ̔Yo me dije: ¡Vaya un lugar para vivir!… No es posible convertir estas tierras en bienes raíces. Todo esto no es más que un matorral̕”.

Pero su clamor, en realidad, era un melodrama. La verdad es que el autor de El curandero místico no padeció ninguna suerte de inclemencias meteorológicas. No se necesita haber viajado a Uganda para saber que mentía. Basta hacer un breve recorrido geográfico para descubrir sus chapucerías. Cualquiera que tome un mapa u observe la tabla climática, podrá notar que, debido a su altitud, la capital ugandesa mantiene una temperatura media anual de 27.1 ° C. Es decir: esta nación, ubicada en la parte más cálida de África oriental, goza de un clima inmejorable.

Por lo demás, la frontera con Ruanda, donde Naipaul decidió fijar su residencia —y donde habitaba una casa amplia y bien sombreada—, estaba rodeada por una hermosa cadena de volcanes y era vigilada por un cielo amplio y azulado. Las onduladas colinas y las exuberantes zonas húmedas de la región, donde incluso era posible admirar una gran variedad de antílopes, propició que los ingleses le encontraran grandes semejanzas con los montes de Donegal, en Irlanda.

Pese a todo, a V. S. Naipaul continuaba refunfuñando. Alguna vez llegó a decir que durante su estadía había padecido en carne propia “el desprecio y el ultraje por ser un indiano”. Pero era una más de sus añagazas. No fue así. Por el contrario: durante su estancia en el viejo y desaparecido Reino de Buganda, el novelista no sólo recibió un trato hospitalario, sino hasta deferente. De hecho, Uganda, que jamás había sido colonia sino un protectorado, era un lugar, hasta cierto punto, apacible que acogía bastante bien a los inmigrantes y a los refugiados. A diferencia de lo que había ocurrido en otras partes del continente, a nadie se le había ocurrido echar a los blancos a patadas. Pese a todo, Naipaul —que jamás pudo desprenderse de su esnobismo— se sentía confinado y se quejaba de la reclusión en que vivía. Pero más allá de este supuesto ostracismo, al autor de Los simuladores le complacía —y aprovechaba bastante bien— aquella fama de proscrito y exiliado.

Pese a su popularidad de escritor multicultural, este hombre nacido en la vieja y polvorienta provincia de Chaguanas, uno de los municipios más recónditos de Trinidad y Tobago, jamás logró encajar bien en ninguna parte. Y en África menos que en ninguna otra parte.

Su incomodidad frente a la gente que lo rodeaba, lo hizo caer en generalizaciones: “Resulta desalentadora la furia desatada de los africanos, su impulso desenfrenado para destruir, sin preocuparse por las consecuencias”. Por su parte, los africanos opinaban que Naipaul se comportaba como un inglés típico. Los expatriados ingleses, por el contrario, veían en sus modales a un trinitario inconfundible. La comunidad india de Kampala, en cambio, lo miraba como un brahmán enraizado. Paradójicamente, el hombre que muchas veces declaró que “la mezcla de los pueblos forja su alianza”, observó siempre el comportamiento de un extranjero. Jamás mostró ningún interés en las lenguas bantúes y el suajili le resultaba impronunciable. A pesar de que la articulación de las vocales —e incluso todas las consonantes— era muy similar a la del español, el vanidoso egresado del Queen’s Royal College era incapaz de nasalizar las palabras más simples.

El quisquilloso Surajprasad se negaba a comer en la calle y, cuando alguien le ofrecía un platillo desempaquetado, la rechazaba firmemente y explicaba que detestaba los alimentos que no estaban envasados. Su enorme lista de abominaciones —que incluía el polvo, el salitre y la humedad— también abarcaba los olores que imperaban en el ambiente. Aunque las verduras en descomposición lo exasperaban, había otra cosa que lo irritaba todavía más: la hediondez corporal: “¿Por qué nadie se lava? ¿Tan caro es el jabón aquí?”, solía preguntarse, indignado contra los “apestosos africanos”.

Un día, mientras recorría un mercado, afirmó que había presenciado una pelea que lo aterró y le puso la piel de gallina: “En el primer momento creí que se trataba de una riña común y corriente junto al puesto de verduras… Pero después… no creí lo que estaba viendo. Caían los grandes cuchillos como si no cortaran y como si la gente no estuviera hecha de carne y hueso. No podía creerlo. Crecía la intensidad del tumulto. Parecía que un hatajo de perros hambrientos se hubiera arrojado sobre el puesto de un carnicero. Vi cuerpos destrozados, brazos y piernas desprendidos y ensangrentados, tirados en el suelo. Así fue. Al día siguiente todavía estaban allí los cuerpos, los brazos y las piernas ensangrentados”.

Pero el escritor jamás vivió semejante experiencia. En realidad, la anécdota le fue contada por un joven compatriota durante una excursión en Daulat, y él, sin mayores averiguaciones, había decidido autentificarla. Tras estas vivencias —unas reales y otras ficticias—, solía afirmar que su estancia en Uganda constituía un grave error y se arrepentía profundamente de haber aceptado el traslado.

Además de personificar la peor intransigencia del colono, Surajprasad blandía una delirante misoginia que le resultaba muy difícil controlar. Una tarde, mientras el escritor leía uno de sus manuscritos en voz alta, afuera de su casa unas jóvenes tocaban alegremente los bongós. Completamente alterado, y con la sorna que lo caracterizaba, llamó a las mujeres “zorras” y, con una sonrisa cáustica, declaró que lo mejor sería “azotarlas para que aprendieran ciertos modales”.

Gran parte de su ira la derramó sobre Patsy, su primera esposa, a quien el novelista solía humillar públicamente, llamándola “llorona” y “debilucha”. Pat, quien era menuda, curvilínea y circunspecta, poseía un rostro terso y pálido, enmarcado por un cabello largo y oferente. La mujer tenía la mandíbula ligeramente prominente y el labio inferior colgante, en actitud de quien piensa demasiado. Pese a que era decididamente hermosa y gozaba de una viva inteligencia, frente a Vidia su papel siempre estuvo reducido al de cónyuge tolerante y optimista.

Naipaul, que era descrito por varias personas como un racista virulento, opinaba que los débiles y los oprimidos eran nefastos y, más que auxiliarlos, había que patearlos. Algunos domingos llevaba a su criado Andrew al mercado. Le compraba media libra de langostas fritas y, mientras el tipo se atracaba comiendo y embadurnándose las mejillas, Naipaul se divertía observándolo. Frente a ese espectáculo, el prejuicioso novelista creía que su presunción era correcta: “los africanos no podían dejar de comportarse como unos trogloditas”.

En algunas ocasiones, el papel de invitado especial llegaba a sosegar un poco su tirantez. Cuando era celebrado —y más aún si ese homenaje incluía elogios y aplausos—, sacaba a relucir su lado más solemne. En ese momento, adquiría unos ademanes pomposos y hablaba con un estilo grandilocuente que, debido a su excesiva formalidad y su falta de gracia, las más veces, hacía de él un personaje insufrible.

Aunque Vidiadhar decía sentirse —e incluso se reclamaba públicamente— como un auténtico indio, en lo más profundo de su ser, más que un hombre multicultural, se consideraba como una suerte de proscrito extraviado en el tiempo; incluso se veía así mismo como una especie de alma en pena: “Me sentía como un fantasma, pero no del pasado, sino del futuro. Se diría que mi vida y mis ambiciones ya se habían realizado y ahora estaba contemplando las reliquias de mi vida. Me hallaba en un lugar donde el futuro había llegado y se había ido”.

Pero no siempre lograba contener su encono. Una noche, en casa del periodista y diplomático indio Prem Narain Bhatia —quien entonces fungía como Alto Comisionado en Nairobi, y había organizado una cena para agasajar al novelista—, alguien comenzó a hablar sobre la deportación india que en ese momento estaba llevando a cabo el gobierno de Kenia. Naipaul, como si lo hubieran espoleado con un hierro ardiente, gritó que se trataba de un atropello y que, en respuesta, el gobierno de la India debería bombardear Mombasa. Completamente fuera de sí, dijo que los africanos se estaban comportando “como si estuvieran frente a un país pequeño y miserable. Y que eso, simplemente, no podían tolerarse”. Pese a que Bhatia quiso tomar aquello como una disparatada broma de su convidado, lo cierto es que Naipaul hablaba bastante en serio.

Energúmeno de tiempo completo, Naipaul no se concedía tiempo para las bromas. Detestaba los chistes. Sobre todo si provenían de los ingleses. En general, no soportaba a los payasos, comediantes ni a los bromistas frívolos. Jamás fue un humorista y, por alguna razón, las payasadas de otros lo sumían en una profunda depresión.

Las personas que lo trataron de cerca afirmaban que era un hombre a quien resultaba difícil cobrarle cariño. Argumentaban que les parecía inadmisible sentir afecto por un hombre que, además de la mezquindad de su conducta, era vanidoso, arrogante y se burlaba de todo.

Pero Vidia, como le llamaban cariñosamente desde la infancia, no sólo repelía a cierto tipo de africanos. Medía a todo mundo con el mismo rasero y, sin perder el tiempo en valoraciones individuales, metía a todas las personas en el mismo costal. Incluso se rehusaba a reconocer que hubiera auténticos méritos en el arte y en la sensibilidad de aquella cultura. Sin abandonar jamás aquella actitud de Júpiter iracundo, opinaba que la literatura africana no sólo era “mediocre”, sino inexistente. “No se puede escribir una novela a golpes de tambor”.

Todos los escritores son unos fraudulentos… menos yo

V. S. Naipaul, acostumbrado a no bajar la guardia en ningún momento, se negó a inclinarse ante los prestigios intelectuales. Sospechaba que la mayoría de las celebridades literarias y los autores más prestigiosos, en el fondo, no eran más que “un hatajo de escritores fraudulentos que, mientras se contemplan así mismos en el espejo de la vanidad, imaginan que son realmente importantes”.

Un día lo compararon con George Orwell, y el parangón lo indignó profundamente. No sólo juzgaba insustanciales los libros del autor de La rebelión en la granja, sino que, en general, su obra le parecía “la insípida aventura de un espíritu caprichosamente adolescente que, por alguna razón incomprensible, se había negado a crecer”.

El mismo menosprecio dijo sentir por las hermanas Brontë, Jane Austen, Henry James, Hemingway y el “plomizo naturalismo” de Thomas Hardy. Dudaba del mérito que podían tener los libros de Albert Camus, y “la monótona poesía” de Emily Dickinson lo aburría mortalmente. Pnin, de Nabokov, sencillamente, le pareció “una menuda tontería”.

Básicamente, el autor de El enigma de la llegada sólo acudía a ciertos libros en busca de moldes y esquemas que le sirvieran para edificar su propia obra. Y, justo por eso, se mostraba tacaño con los elogios. El hotel azul, de Stephen Crane, por ejemplo, sólo le merecía cierta consideración porque ahí había encontrado “un puñado de frases sobresalientes”. No obstante, a la mayoría de los libros los despachaba utilizando la misma cantinela: “Aquí no encuentro nada para mí”.

En contraparte, decía admirar a un puñado de autores mediocres: Norman Douglas, Angus Wilson, William Somerset Maugham y al oscuro y desabrido Foster Morris, cuya obra —un solo libro The Shadowed Livery— señalaba como un texto decisivo para su formación intelectual.

Los encarecimientos, desde luego, los reservaba para referirse a sus propios libros: “Miguel Street tiene una enorme fuerza analítica”; “en Una casa para Mr. Biswas ofrezco uno de mis mejores frutos, tanto en el estilo como en el tratamiento de los problemas identitarios”; “en Un recodo en el río tengo un control perfecto del lenguaje y utilizo, a veces, el sarcasmo, como un método de conocimiento”.

Los únicos novelistas que a su juico merecían ser tomados en cuenta eran Thomas Mann y James Joyce. Pero, en general, se rehusaba a encomiar la obra de otros escritores. Convencido de sus propios poderes narrativos, consideraba a sus contemporáneos como autores inferiores. A Paul Theroux, que alguna vez se acercó a Vidia con el entusiasmo de un discípulo, le dio trato de chofer y, cuando tocó la hora de valorar su trabajo, no sólo lo sobajó, sino que le vaticinó un fracaso inminente: “estás destinado a ser un escritor malogrado porque no dejas de producir libros como salchichas”. Cuando el cronista de viajes le compartía alguna de las colaboraciones que había publicado, Naipaul le decía: “¿Y te envaneces de haber publicado en esa revistucha?” Theroux, por su parte, llegó a sentirse atraído por el delicado rostro y los bonitos labios de la mujer de Naipaul. Aunque en La sombra de Naipul asegura que nunca fue más allá de dedicarle una mirada insistente, hay quien asegura que el flirteo entre Patsy y él fue una de las causas que terminó por resquebrajar la relación entre ambos escritores.

A diferencia de sus libros, atestados de metáforas serpenteantes, en su charla habitual Naipaul desdeñaba los circunloquios y prefería el estilo directo. No le gustaba la cháchara y, ante los comentarios superficiales, dejaba escapar juicios atronadores. Aunque era un hombre pequeñito, asombraba verlo caminar a grandes zancadas, rumiando entre dientes y juzgándolo todo.

De la fealdad a la soberbia

Vidia, en su juventud, había sido un muchacho inseguro. No era atractivo y la redondez de su rostro le confería un aspecto abotargado. De hecho, cuando envió sus documentos de identificación para ingresar a Oxford, arrebatado por un fuerte sentimiento de autoconmiseración, le escribió a Kamla, su hermana predilecta: “Yo esperaba presentar ante los ojos de la universidad una pose increíblemente intelectual, pero fíjate lo que les ha llegado. Incluso me gasté dos dólares para que retocaran una foto”.

Se trataba, efectivamente, de un muchacho deslucido, bajito y de complexión gruesa. Para colmo de males, su atuendo, que parecía confeccionado exclusivamente para realzar su robustez, estropeaba más su imagen: vestía ropas holgadas y pasadas de moda que, a simple vista, parecían húmedas y malolientes. Gracias a eso, Naipaul aparentaba ser diez años mayor de lo que era. Sus compañeros —en su mayoría jóvenes de piel lozana y cuerpo estilizado— lo veían y cuchicheaban a sus espaldas. Las risitas lo herían y debilitaban la poca confianza que tenía en sí mismo. En septiembre de 1949, durante una cena escolar —la última recepción a la que asistió antes de viajar a Inglaterra—, le dolió reconocer que no tenía modales en la mesa y que se sentía “como un joven atrapado en el cuerpo de un anciano”.

A pesar de que su padre se enorgullecía de estar emparentado con la influyente familia Capildeo —una estirpe indo-trinitaria que, entre sus ascendientes, contaba con varios políticos e intelectuales—, lo cierto es que, más allá de aquel frívolo renombre familiar, el joven no tenía ni un clavo en el bolsillo. Para conseguir dinero, y evadir un poco las penurias, V.S. Naipaul comenzó a trabajar como poseso. Décadas más tarde, aquellas faenas terminarían mermando terriblemente su salud.

Su primer empleo —un puesto como oficinista interno de segunda en el Archivo General de St. Vincent Street, en Puerto España— consistía en hacer copias de certificados de nacimiento, matrimonio y defunción. Aplastado por el tedio, el clima y la burocracia, el tipo pasaba la mitad del día sumergido entre volúmenes que “olían a cola de pescado”. No hubo un solo día en que no se sintiera ahogado por “la falta de aire y la luz mortecina de aquella oficina que jamás terminaba de perder su olor a pudrición”.

Desde joven, Vidia tuvo una gran debilidad por las mujeres. Arrebatado por su efusión adolescente, llegó a creer que al lado de una joven podría alcanzar la cúspide de la fortuna: “Lo único que necesito para ser el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra es una chica, pero ¿qué puedo hacer? Nunca le gustaré a nadie, y creo que soy un caso perdido”, apuntó, aturdido por el sentimentalismo y el dramatismo expresivo, en una de las tantas cartas que le dirigió a su familia. Décadas más tarde, buena parte de esa correspondencia, cuyo funesto tono impresionista terminaría fatigando a los lectores, iría a parar al libro Cartas entre un padre y un hijo.

Durante sus primeros años en Oxford, además de precario éxito con las chicas, tampoco supo granjearse amigos. Su padre —que toda la vida se comportó como su coadjutor y su colega— lo consolaba, lo prevenía y, más que nada, lo alentaba a no claudicar: “tus escritos están bien. No me cabe duda de que serás un gran escritor, pero no te eches a perder: cuidado con la excesiva disipación… mantén el centro. Vas camino de ser un intelectual”.

Pero los estímulos del padre —un escritor mediocre que veía peligrar sus propios sueños literarios— resultaron insuficientes. El futuro Premio Nobel de Literatura 2001, seguía triste. Con su habitual acento fatalista, llegó a decirle a Seepersad: “Creo que en el fondo soy un vago. El intelectualismo es simplemente la pereza de moda… Es posible que fracase”.

Muchos años después, comenzó a difundir su gran fascinación por la India. Pero esa simpatía —tan caprichosa e incongruente, como todas sus aficiones— no le impidió proclamar que “los indios eran una panda de ladrones y que la pintura y la escultura habían dejado de existir en ese país”. Cuando viajó a Nueva York —donde le maravilló poder comprar, por un dólar y medio, libros de Huxley, Joyce y, claro, de sus idolatrados Maugham y Norman Douglas— describió el lugar con un enunciado que combinaba lo bombástico con lo pedestre: “se trata de un sitio maravilloso con kilómetros cuadrados de luces colgadas como asteriscos rojos, verdes y azules”.

Finalmente, el energúmeno V.S. Naipaul —un impostado asceta literario con actitudes patricias y un sentido del destino miltoniano— logró atesorar cierta riqueza económica, y contra todo pronóstico, logró la fama y, más aún, consiguió el privilegio de recoger todos los honores mundanos disponibles, incluidos el título de caballero y, como se sabe, también el Premio Nobel de literatura.