Un seguidor de Montaigne

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El sueño fue tu diáspora.

“Día noche día”

I

En uno de sus cientos de artículos publicados en los diarios, Christopher Domínguez Michael se refiere a Antonio José Ponte como el autor del libro que ha marcado la prosa de su generación, El libro perdido de los origenistas (2002). “Lo mejor que cualquiera de nosotros haya escrito hasta ahora”, palabras más, palabras menos, dice con la arbitrariedad propia del crítico literario, pero también con una honestidad inusitada. ¿Será porque Ponte está demasiado lejos, geográficamente hablando? ¿Será entonces porque a sus libros los asiste, desde siempre, la cualidad de una entelequia, o de una prosa “fantasma” que viene de un lugar indeterminado en el tiempo y el espacio, la Cuba del periodo revolucionario? Será por eso.

Como sus predecesores, la generación de Orígenes de la cual trata, hasta ahora, la parte más sustantiva de su obra, Antonio José Ponte escribe de Cuba. Y escribe de Cuba aunque no escriba de Cuba, porque la literatura de la Isla y sus aspiraciones —a un tiempo suficientes y expansionistas en todo lo que a literatura se refiere— están ahí, en la sintaxis y en el léxico de sus ensayos y sus cuentos. Lezama Lima hablaba de Cuba todo el tiempo, aunque estuviera escribiendo de otra cosa totalmente distinta, ya fuese en un poema o un ensayo. Eliseo Diego, un poeta tan distinto de Lezama y sin embargo compañero suyo en los años de Orígenes, también: nunca salió de la Isla pese al carácter prolongado de sus exilios; y de sus regresos. Sucede lo mismo con los descendientes directos o indirectos de la generación de Orígenes. Pienso en el novelista Eliseo Alberto —hijo del primer Eliseo— o en el poeta José Kozer. Todo el tiempo, uno y otro están recreando universos enclavados en sus respectivas infancias; pero sobre todo, cada uno a su manera está recreando un habla: el habla y los modos de ser en una isla a la que nunca volvieron o a la que nunca volverán.

A diferencia de sus compañeros de generación —los escritores de la Diáspora cubana—, Ponte no salió de Cuba sino años más tarde, cuando ya era un escritor formado (a partir del año 2007 estableció su lugar de residencia en Madrid). Sus años decisivos los pasó en casa, en busca y en diálogo con su pasado literario. Así lo confirma el primero de sus libros en prosa, Un seguidor de Montaigne mira La Habana, publicado en Matanzas, en 1995. “Un seguidor de Montaigne” no es precisamente un ensayista, sino un escritor que se aboca a la prosa como a la poesía: sin derrotero fijo. Amo de la digresión y del conjunto, el seguidor de Montaigne otea hacia dentro, hacia La Habana interior. En este sentido, seguir a Montaigne también significa seguir a Lezama, y no claudicar en el intento de encontrarlo todo en el país de origen.

Tal vez los primeros libros de Ponte sean sus mejores libros; tal vez Ponte es uno de esos escritores que producen lo mejor de su obra en su juventud, para replicar sus efectos en una edad donde lo que priva es la nostalgia. ¿Cómo saberlo? Un seguidor de Montaigne mira La Habana es más que una promesa: es una indagación en la infancia y en la memoria de la Isla, pero sobre todo es un acto deslumbrante: el autor, de presumiblemente veintitantos años, propone una gramática personal de la cual se han desterrado las referencias. En sus libros de ensayo, Ponte omite hasta donde le es posible las notas al pie, los astericos, las citas puntuales, no porque sea ingrato con el pasado del cual proviene, o con el circuito que siempre nutre las ideas de uno, sino porque todo esto de lo que él habla forma parte de una conversación de años. Y todo esto de lo que él habla observa una pendiente, cada vez más inclinada hacia la historia. El seguidor de Montaigne es un tusitala que congrega a sus amigos alrededor de la fogata nocturna para rememorar la historia del pueblo. Pero rememorar la historia del pueblo es remorar la historia de uno mismo. “Imaginar el origen de una vida se vuelve imaginar el origen del mundo”, dice. Entre todas las voces que se oyen en los ensayos primerizos de Ponte, el autor se identifica con una sola; y esa voz —la suya propia— es la piedra fundacional de su estilo.

II

Las comidas profundas (1997), pese a la notable sencillez de su prosa, es un libro desolador. Su punto de partida es la carencia de algo sustancial para la vida, el alimento. Así, el escritor empieza por reconocerse a sí mismo como escritor en La Habana: no tiene qué comer y escribe sobre un mantel de hule que tiene estampados dibujos de frutas. Empieza por hablar de la piña y de Carlos V: cuando el emperador la vio por primera vez, sintió una fascinación que terminó en eso, el deseo de no comerla. La fruta le pareció inexpugnable y la hizo a un lado. A eso Ponte lo llama “el rumor de las comidas profundas”, las comidas cubanas, algo que en esencia no está más que en la imaginación, en lo que se desea, a fuerza de no tenerlo.

Un seguidor de Montaigne mira La Habana y Las comidas profundas no dejan de ser libros de juventud, aspiraciones vacantes de su sentido último, concreto. Castillos en España… “Para referirse a alguien que hace planes imposibles, castillos en el aire, los franceses acostumbran decir que es dueño de castillos en España”, escribe en el inicio de ese libro, encantador y terrible a un tiempo.

En cambio, el crítico mexicano Christopher Domínguez tiene razón cuando observa un producto mucho más acabado, mucho menos verde, en El libro perdido de los origenistas. “Podemos afirmarnos en calidad de frutas, maduramos”, escribe Ponte en la página 15 de la primera edición de Las comidas profundas (Éditions Deleatur, Francia). Y eso ocurre en efecto con el autor, atento observador de sí mismo.

Escrito a lo largo de los años y servido del laboratorio que le prestaron los proyectos anteriores, este libro quiere mostrarse como el libro legendario que no escribieron en vida los autores de Orígenes. El libro perdido, el libro que todo el mundo esperaba, suma y explicación de todo lo demás. Lo que todo el mundo desea en la realidad no existe, y por lo tanto hay que inventarlo. Pedro Páramo no existía en la realidad, de ahí que Juan Rulfo sintiera la necesidad de crearlo. De ese modo, Antonio José Ponte siente la necesidad de un libro que explique lo acontecido a los miembros del grupo Orígenes, el más emblemático de la literatura cubana de la primera mitad del siglo anterior; de hecho, el único grupo de la literatura cubana en su conjunto. Ponte, agrimensor en su época de estudiante, traza vínculos secretos, dibuja una tela de araña para explicar, a fin de cuentas, que pese a las diferencias entre unos y otros, esta suma de individualidades constituyó un periodo irrepetible en la historia de la literatura de todo un continente.

Si la prosa de Ponte en sus libros anteriores es remembranza y terciopelo, en El libro perdido de los origenistas esa misma prosa se vuelve eficacia. Con la astucia y la economía de medios de un diletante, Ponte hace la labor de un detective, y ausculta con erudición de relojero lo que cada uno de los miembros del grupo lleva en su maleta. El contenido de sus pertenencias se reduce a su vida, a su obra. En una sucesión admirable de ensayos, Ponte interroga la obra de aquellos origenistas que tienen algo que decirle: Lezama, Eliseo, Virgilio Piñera y de constelaciones anteriores, José Martí y Julián del Casal. Mención aparte merece el estudio y la recuperación de la figura y la obra de Lorenzo García Vega, el miembro más hosco y juvenil del grupo, el apóstata que antes que ningún otro se atrevió a hacer la crítica de Orígenes.

Lorenzo García Vega (1926-2012) salió de Cuba en 1968. Vivió en Madrid, en Nueva York y en la Florida. Trabajó como portero de un hotel y finalmente como empacador en un supermercado. Cuando Ponte estaba escribiendo de él, nadie lo recordaba en Cuba. Era un tema prohibido, no solo por haberse ido sino por haber escrito y publicado, en 1979, Los años de Orígenes, la novela-ensayo que le valió la excomunión por parte de los miembros sobrevivientes del grupo y por el establishment literario cubano. Ponte escribía su ensayo sobre García Vega en la década de 1990, es decir, antes de que Lorenzo publicara parte muy importante de su obra. Sus libros comenzaron a multiplicarse en cascada, a partir de entonces, en editoriales de México, Buenos Aires y España, y los escritores cubanos de generaciones aledañas a la de Ponte empezaron a revalorar su legado. Ponte fue de los primeros, sin embargo, en poner el dedo en la herida. Orígenes significó una generación de oro no solo en la historia de la literatura de la Isla, sino en la historia de la literatura de la lengua española; pero también significó una polémica, una imposición y un lastre para quienes habían tomado la decisión de salir de Cuba, y para quienes habían tomado la decisión de quedarse. García Vega se anticipó a todos señalando el “patriarcado” que había instaurado Lezama Lima e hizo ver la necesidad de marcar una distancia crítica.

Como todo laberinto, el libro de Ponte tiene varias entradas; asimismo, como todo ajuste de cuentas, tiene varios finales. Cito el que a mi modo de ver parece más significativo: “Los años de Orígenes de Lorenzo García Vega pertenece a la tradición cubana del No. A esa tradición imprescindible nuestra pertenecen también las memorias de Reinaldo Arenas”, escribe en la página 99 de la primera edición de El libro perdido de los origenistas, publicada en Aldus en 2002. Y continúa más adelante: “Los libros del No son amargos porque han sido hechos con las raíces más amargas de la tierra. En ellos, esa tierra, ese país se burla de sí mismo, se maldice e injuria y olvida un poco de sí en la burla y en la ofensa. Ese poco de olvido es lo que buscamos al leerlos, un olvido en el que, paradójicamente, el país puede verse con más claridad”.

Así, lo que parecía un libro sobre literatura de pronto se convierte en un libro político que define sus principios desde el mirador de lo que cambia, de lo que no puede permanecer estático: “Un país, un nacionalismo son soportables solo si cobijan también lo negador, las destrucciones. Un país y un nacionalismo no pueden ser proyectos monolíticos”.

Post scriptum

La primera noticia que tuve de Antonio José Ponte fue en 1999. Recibí una postal suya, desde Oporto, con su hermosa letra manuscrita (José Manuel Prieto, en su novela Livadia, le dedica párrafos completos a ese leitmotiv de un ser profundamente aristocrático). En calidad de testigos, a esa carta de presentación la acompañaban dos de sus libros, uno de prosa y otro de poemas. El de prosa era Las comidas profundas; el de poemas llevaba el título de Asiento en las ruinas (1997). De ese delgado volumen he tomado el epígrafe que encabeza este ensayo y creo ver algo más en él, que podría usarse para definir el lugar desde donde escribe Antonio José Ponte: la palabra “ruinas”, que forma parte de un pretérito irrecuperable, y la palabra “diáspora”, que, en su caso, de sueño se ha convertido en una realidad.

Capítulo del libro: Historias, Premio Bellas Artes de Ensayo Literario, de Gabriel Bernal Granados, publicado por la Secretaría de Cultura y el INBAL.