Imágenes y pensamiento de Manuel Rodríguez Lozano

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I

Manuel Rodríguez Lozano (1896-1971) pertenece a la generación de pintores que viene después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, y a la promoción de artistas, pensadores y escritores mexicanos que se congrega en torno a la revista Contemporáneos como Salvador Novo, Jaime Torres Bodet y, aunque no forma parte del grupo, Daniel Cosío Villegas, cuyos retratos hizo con penetrante pincel clarividente y mirada enriquecida por su saber artístico. Junto con Gerardo Murillo, el Dr. Atl, Rufino Tamayo y Rodríguez Lozano no sólo renovó y modernizó la herencia pictórica recibida sino que le dio nuevos espacios y modos tanto a la pintura de su época como a la actividad artística que no le ocultó sus secretos y a la que se entregó desde su juventud con curiosidad encarnizada y pasión inteligente. Como Agustín Lazo, Rodríguez Lozano se distinguió como un pintor culto e ilustrado, solitario y solidario, simpatizó con el archipiélago de escritores y poetas constelados en las revistas del grupo, como Falange —animada por Jaime Torres Bodet, quien considera a Rodríguez Lozano “el mayor de todos los pintores mexicanos”, y Bernardo Ortiz de Montellano—; Ulises —promovida por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia y la misma Contemporáneos. Provenía de una familia acomodada de la ciudad de México en el final de la época porfirista donde era común el trato con escritores y artistas como Amado Nervo y Justo Sierra. Entró al Colegio Militar pero antes de concluir su carrera optó por la diplomacia, de la que pronto desistió; siendo todavía cadete, a los 17 años, se enamoró y casó con la provocadora e hipnótica belleza llamada Carmen Mondragón —también pintora, también proveniente de una familia acomodada y educada en Francia—, viajaron a París, en 1913, tuvieron un hijo, lo perdieron y se divorciaron luego de ocho años de matrimonio, tomando cada quien su rumbo personal. Ella sería la modelo y luego enamorada del polifacético Dr. Atl, quien la bautizaría como »Nahui Ollin» —Ciclo Nuevo, en Náhuatl. Además de su primera y única mujer —pues Rodríguez Lozano pronto descubriría sus inclinaciones homosexuales— algunos consideran que fue su primera discípula. Rodríguez Lozano fue desde muy temprana edad reconocido como un maestro y un guía, un ‘dómine’ de las artes capaz de modelar las vocaciones de pintores más jóvenes como el joven Abraham Ángel, »el Modigliani mexicano», Julio Castellanos y otros. Elegante y dandy, carismático, persuasivo, crítico, educado y ante todo conocedor de su oficio y de la época que vivían las artes —en Francia conoció personalmente a artistas como Pablo Picasso y Henri Matisse y André Salmón—, Manuel Rodríguez Lozano, simpatizó y, por así decirlo, participó del espíritu del cuerpo colectivo congregado en torno al teatro Ulises y animado por la mecenas, escritora y mujer de mundo Antonieta Rivas Mercado, quien, desde luego —interrumpe el oyente y lector— se enamoró de él, pero —dice el otro— pronto se desengañó. Juntos dieron vida al efímero en el tiempo y perdurable en el imaginario Teatro Ulises en confabulación con Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y con Celestino Gorostiza, Gilberto Owen, Julio Jiménez Rueda, quienes dieron vida escénica a las obras de Claude Roger Le Normand, Lord Dunsany, Eugene O’Neill, Jean Cocteau, Charles Vildrac, entre otros. Manuel Rodríguez Lozano acompañó el proyecto con sus vestuarios y decorados hilvanados por un espíritu desenfadado, casual y moderno. Y es que Manuel Rodríguez Lozano comulgaba con la práctica de una guerra festiva o de una idea carnavalesca y a la par rigurosa del quehacer artístico vanguardista, cosmopolita y aristócrata, pero con vocación quizá romántica de artista popular, de artista conocedor de México.

No hay pintura si no hay dibujo. No hay dibujo si no hay observación y concentración, examen, crítica y pensamiento, ascesis formal y estética. Era y es Manuel Rodríguez Lozano —como anónimamente decía el catálogo de Clardecor en 1949— un pintor que pinta. Pintor, gran pintor, dibujante, gran dibujante, por añadidura hombre de gusto exigente, observador, crítico. Quizá extrañe que el secretario de educación del general Álvaro Obregón —José Vasconcelos Calderón— lo haya invitado a formar parte del proyecto pero que él no haya aceptado participar en él. Sin embargo, como se sabe irónicamente, no se libraría de ser, a pesar de todo un muralista, pues casi dos décadas después de aquella convocatoria que hiciese Vasconcelos, aconsejado por Pedro Henríquez Ureña a los pintores mencionados, Manuel Rodríguez Lozano terminaría pintando en el penal de Lecumberri una de sus obras más hermosas y significativas: La piedad.

Por su formación artística europea y su conocimiento de la pintura renacentista en sus diversos exponentes, particularmente en los primitivos, Rodríguez Lozano hubiese podido participar en aquella convocatoria, pero su olfato le dijo que ese era un sendero peligroso, pues corría el riesgo de confundirse con los exponentes de la cultura oficial, que por aquel entonces prosperaba bajo el liderazgo indiscutible de Diego Rivera y José Clemente Orozco. Rodríguez Lozano era un dandy disidente, un generoso sin sosiego, una inteligencia desafiante de usos y costumbres —un duelista— cuya maledicencia ingeniosa temían los mismos ingeniosos maledicentes, sus amigos escritores de Contemporáneos. Su reticencia a reclutarse entre los compañeros de viaje de esa otra cultura católica —en el sentido de universal— que fue la de la revolución soviética y comunista, le costó relaciones, lo aligeró de complicidades, le afirmó amistades —por ejemplo las de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, quienes fueron sus anfitriones en giras artísticas por Francia y Argentina. Se sabe que hizo amistad con Pedro Henríquez Ureña y que juntos hicieron excursiones, viajes y visitas a sitios arquitectónicos—, y quizá hasta le costó la cárcel, acusado falsamente por sus malquerientes de un robo de grabados valiosos, entre otros de Alberto Durero, autor, por cierto, de un Autorretrato que actualizaría con el suyo Rodríguez Lozano. En las artes plásticas, el síndrome de Pierre Menard, que quiere rescribir el Quijote, tiene mayor tradición… La re-escritura, el cruce, la recomposición de cuadros y pinturas tiene en Manuel Rodríguez Lozano un amplio papel, pues, por un lado, muchas de sus obras se encuentran en abierto diálogo con las creaciones de otros pintores tanto hacia el pasado (es el caso de La Pietà de Villeneuve-lès-Avignon o Lamentación de Cristo de Enguerrand Quarton (c.1455)) como, por otro lado, hacia el presente porvenir en las obras de sus discípulos y amigos, como Ángel Torres Jaramillo, “Tebo”, Julio Castellanos (quien hizo el retrato de MLR), o el poderoso y efímero pero inolvidable Abraham Ángel, Nefero, para no hablar de Nahui Ollin, quien, con el nombre de Carmen Mondragón, fuera su primera y única esposa, antes de asumir plenamente su identidad homosexual.

Esta red de vasos comunicantes con las obras pictóricas de sus seguidores y discípulos hace de Manuel Rodríguez Lozano un caso único y singular en la aventura de la pintura iberoamericana. Se da en él una ida y una vuelta artísticas que explican su feroz y fecunda independencia y, sí lo hacen —como apuntó con tino Octavio Paz— “un pintor insobornable”, inmune a las presiones y apremios circunstanciales, también dan cuenta de su porosidad y flexibilidad ante la presencia de los conjurados afines. En ese sentido, cabe leer el tramo que Xavier Villaurrutia le dedicó en su ensayo “La pintura mexicana moderna”:

La pintura de Manuel Rodríguez Lozano puede gozarse o no plenamente, el espectador podrá condenarla al cielo o al infierno, pero esta incapacidad de equilibrio no se podrá ejercer jamás frente al papel de incitador que representa en la nueva pintura mexicana. Bajo sus inspiraciones, Abraham Ángel despierta y crece. A su lado, Julio Castellanos encuentra estímulo y fervor. Otros jóvenes acuden a su taller en busca de incitaciones. Muerto Abraham Ángel en plena adolescencia, su pintura es la expresión del estado juvenil de su mente: gracia y fervor. Sus cuadros tienen la frescura y la malicia de nuestros retablos populares. Sus colores parecen extraídos de nuestros frutos y son los de las telas que visten, armoniosamente, nuestras clases populares. En Julio Castellanos no triunfa la pasión del color ni la del movimiento. Sus elementos plásticos están subordinados a una quietud que parece naturalidad e inocencia. Ni una ni otra cosa. Castellanos compone y ordena de tan graciosa manera que la razonada composición de sus cuadros se advierte apenas. Y su inocencia aparente respira tan lejos del milagro que ya constituye un milagro nuevo: el de la virginidad que ha sabido conservarse a través del tiempo y por encima de los rigores de la técnica, con un aire del tiempo y por encima de los rigores de la técnica, con un aire de inocencia. Nada se ondula, nada se quiebra en esta pintura serena. Nada turba en estos cuadros en que el aire parece detenerse, como nosotros, a mirar una composición armoniosa y a seguir la melodía de un excelente dibujo.

El otro factor que consolida su condición insobornable, intransigente con el mercado, la moda, el encargo pre-diseñado, es su lealtad a la raíz terrena, a la raigambre nativa y nacional y a la pureza que está en abierto diálogo con la Revolución. Sus cuadros de cierta época —y quizá de todas sus edades pictóricas— se distinguen por la lúcida obediencia a lo que cabría llamar —variando la expresión de André Gide— los alimentos afectivos de la tierra: la delectación enamorada y amorosa en los horizontes limpios, aunque oscuros, en las siluetas verticales, en las líneas austeras de los paisajes semidesérticos del altiplano explican por qué un poeta tan difícil y exigente como Luis Cernuda le dedicaría a Manuel Rodríguez Lozano sus Variaciones sobre tema mexicano, por Porrúa y Obregón en México, en 1952, en la serie México y lo mexicano. Rodríguez Lozano acompañó a Luis Cernuda, como antes lo había hecho con José Bergamín, en sus viajes y visitas por el país, y lo enseñó a ver y a oír la otredad latente y soterrada, del ethos mexicano que no es »pobre» en el sentido miserable del proletario europeo, sino dueño de una como pobreza medieval y acaso franciscana, por no ir más allá de nuestra cultura sucursalizada por no decir indú. La obra de Manuel Rodríguez Lozano, pintor y artista demasiado mexicano, demasiado humano, colinda por esas vertientes con cierta pintura de los primitivos italianos a los que tanto admiraba —siguiendo a su admirado Bernard Berenson—, como Cimabue y Masaccio, Piero Della Francesca. Precisamente, esa vecindad con el arte y con la raigambre mexicana la manifiesta José Bergamín en el prólogo que escribió al único libro que sobre Rodríguez Lozano se le publicó en vida, por la Universidad Nacional en 1942:

»Miramos, vemos, contemplamos un México prodigioso en la pintura de Rodríguez Lozano. Un México entera, exclusivamente mexicano. La palabra perfección (…) vuelve a nuestra mente. Pero no como deformación formalista —permítaseme la paradoja— sino como formación viva en trance de cambio permanente. Aquí no estamos ante el cadáver formalista de que nos habló el maestro ruso. No hay lección de anatomía posible. La obra numerosísima del pintor lo atestigua. Se produce ésta por etapas que, a modo de musical fuga, se entrelazan y giran en laberinto, volviendo sobre sí para escaparse y retornando luego hasta agotar su expresión exacta. Cada cuadro de Rodríguez Lozano son tres o cuatro, o, a veces, ocho o diez o doce en que el pintor va expresando lo mismo, diferente y nuevo cada vez. Y una infinidad de dibujos que le acompañan.  Es como un barroquismo por oposición a lo barroco (…) su sensibilidad expresiva es tanta que por serlo, tan viva, merece llamarse absolutamente verdadera en el sentido quevedesco de la palabra, de la que pudo decir nuestro poeta »que adelgaza y no quiebra»[1]

Pintor cabal, íntegro, la obra caudalosa de Manuel Rodríguez Lozano —como lo muestra esta exhibición que incluye 121 obras y repasa sus edades pictóricas— se vierte en diversos tiempos que son estilos y que son otras tantas estaciones de su quehacer plástico: 1) El fauvismo a la mexicana —lo cual no sólo lo vincula con Dufy y Braque sino con Otto Dix y Oskar Kokoschka, y los pintores del Jinete Azul tan centrados en la liturgia de la decadencia europea con cuya mirada enlaza directamente Rodríguez Lozano, el contemporáneo de los Contemporáneos— como puede verse en sus retratos que no sólo captan, cazan al personaje, sino que logran recrear su personalidad; 2) El horizonte titánico que lo lleva a conciliar las tentaciones de la pintura mural de cuyo proyecto se excluyó oficialmente y que sólo se puede recorrer con la mirada en bicicleta —para citar la certera voz de Toño Salazar—, con las preocupaciones más técnicas, exentas de ‘jicarismo» y folclorismo, por el problema del dibujo y el color, del espacio y la perspectiva múltiple que es quizá uno de sus rasgos más personales; 3) La contemplación de la experiencia mexicana como una duermevela versátil que le permite al pintor practicar en forma casi imperceptible la convivencia con las presencia interiores y entrañadas con los signos externos, forenses, que traducen en representación la voluntad del mundo en cuadros de incomparable fuerza emblemática, como el de »Las musas» que, años después, lleva al fotógrafo Spencer Tunick a traducir el cuadro en una instalación viviente; 4) Al ahondar y profundizar en esta etapa de duermevela versátil, en los años cuarenta y cincuenta, Rodríguez Lozano no sólo pulsa la universalidad de su pasión mexicana —en el sentido religioso— a la que encontrará en su experiencia en la cárcel una nueva voluntad de poder plástico y creativo al medirse con lo innombrable que representa la desolación y la belleza de la guerra, ese es el parentesco que recorre y afirma a la Revolución con el Holocausto (uno de los primeros cuadros pintados en el mundo con ese tema). Manuel Rodríguez Lozano —hay que recalcarlo— no perdió nunca de vista que México estaba en el mundo y que la historia planetaria también se actualizaba en nuestro país y cultura. En ese marco conceptual, se explica de sobra que Manuel Rodríguez Lozano haya sido amigo y guía, par, lector y espectador de los artistas europeos refugiados en México y, muy en particular, de los emigrados escritores y pintores de la España peregrina como Ramón Gaya, José Moreno Villa, o los mencionados Luis Cernuda y José Bergamín a quienes de múltiples modos acompañó en vida y obra. Uno de los primeros cuadros sobre el Holocausto, uno de los primeros artistas que se atrevió a decir con formas artísticas la realidad atroz de lo que había pasado en la guerra, se atrevió a pintarlo y a decir, este dandy disidente, que no le tenía miedo al pensamiento.

En todas estas edades pictóricas resalta su ascética maestría en el arte del dibujo, la limpieza penetrante y reveladora con que evita la caricatura para desnudar o sacar de adentro hacia afuera lo que trae el personaje. En este aspecto me llaman la atención los retratos de Jaime Torres Bodet y de Daniel Cosío Villegas —el segundo casi de perfiles fáusticos y un si es no es macabro—, mientras que en el segundo campea una serenidad contenida que un dibujante de la plaza —pero Rodríguez Lozano no lo era— nunca hubiese podido captar.

Por si fuera poco, a sus virtudes como pintor, como pintor educado y en permanente proceso de renovación, dueño de una provocadora soltura, a su voluntad de estilo pictórico y plástico, hay que añadir su interés inteligente por la pintura, el dibujo y el arte como ideas, No maravilla entonces que haya dejado una herencia reflexiva y crítica escrita, la recogida en el libro Pensamiento y pintura, y en sus aforismos reveladores no sólo de una agudeza ingeniosa, sino de una fluidez intelectual transparente de una experiencia de la modernidad que sabe ir y venir de adentro hacia afuera y que he llamado antes su condición versátil. Tal familiaridad, porosidad o intimidad con el mundo interior está detrás del gesto nada intrascendente que lo lleva a renovar el mítico de Adella Bert Maugard y a exhibir las obras del grupo de niños pintores mexicanos cuyas producciones se exhiben con gran éxito en Buenos Aires, París, hasta la cauda de discípulos y alumnos como Abraham Ángel, Julio Castellanos, Francisco Zúñiga, Ángel Torres Jaramillo, »Tebo», o la misma Nahui Ollin, y que deja constancia no sólo de su impronta personal, sino de algo más sensible y definitivo, su capacidad de diálogo y de interacción, de saberse a sí mismo sal y levadura. Pintor y maestro de pintura, gran señor del dibujo, curador y organizador de exposiciones, crítico de arte, hacedor del arte en decorados y vestuarios, maestro e interlocutor, a Rodríguez Lozano la vida no le ahorró ninguna experiencia, ni siquiera la de la cárcel pues —Presunto culpable— fue acusado injustamente de un robo. Esa experiencia decantó su fuego interior, lo hizo disidente en otro grado, provocador en otra dimensión, insobornable siempre en todas. Esa experiencia de cinco meses lo llevó a pintar una poderosa Piedad en el Desierto, a reunir los escritos que luego publicara en el libro Pensamiento y pintura. En la cárcel se diría que  durante cuatro meses y medio trabajó más que nunca y que ahí limpió sus pinceles para entregarse a la pregunta dibujada y puntada que plantean el dolor y la soledad…

No sabemos nada de la infancia de MRL, salvo que entró siendo casi niño al Colegio Militar. Sin embargo, sí sabemos que, en su condición de homosexual, Rodríguez Lozano no tuvo hijos, pero tuvo que asistir al duelo por dos seres muy queridos, Abraham Ángel, “el Modigliani mexicano”, y Antonieta Rivas Mercado, la dama de corazones de la revolución cultural mexicana, que se suicidó (con la pistola de José Vasconcelos Calderón) en París, en Notre Dame, un 11 de febrero de 1931. Esos duelos fueron como el tesoro de su humildad artística, encarnaron la gramática intocable de su íntimo quehacer manifiesto.

Y, si a esas muertes se añaden las bajas —por locura, o muerte— de su primera esposa Nahui Ollin, a quien la vida convertiría en una loca de la calle; el suicidio trágico de Jorge Cuesta, la partida prematura de su querido cómplice Xavier Villaurrutia, se habrá de ver y sentir cuántas experiencias sombrías tuvo que destilar Rodríguez Lozano para transfigurarlas en forma y color, en dolor dibujado. Ahí están sus líneas firmes y angulosas que recortan sus figuras en un espacio inmanente que las vuelve, si no sagradas, intocables. Si bien hay en sus dibujos y en sus retratos una intuición para traer a la superficie las cifras y pliegues más recónditos de la experiencia de la muerte, su gran tema es el despertar: la vigilia y el acecho, la atención, las guardias de la pluma y del pincel. La lucidez, la experiencia —dolorosa sin patetismos— que transmiten los cuadros de Manuel Rodríguez Lozano no es la de un dolor ciego, sino que, se diría, la de una visión clarividente que va más allá de las apariencias y cala como una sonda en la sensibilidad para hacerlo consentir, compadecer la misma intemperie que experimenta el autor del cuadro. Por eso se puede decir que a Manuel Rodríguez Lozano hasta las piedras le duelen. Es algo más que un pintor estoico y sufrido. Hay algo de franciscano, de primitivo y órfico en este pintor mexicano que se encuentra con las vanguardias pero que no se queda ni en ellas ni con ellas y que las lleva hasta un límite de lo decible y de lo representable, sin perder nunca el sentido del espacio y de la proporción.

Si Rodolfo Usigli y José Bergamín, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Luis Cernuda y Rafael Alberti, Miguel N. Lira, Alfonso Reyes y Octavio Paz lo supieron reconocer como »alguien de la familia», hasta un leal adversario ideológico, como Luis Cardoza y Aragón, fue capaz de reconocer la substancia corrosiva de sus pasos pintados y sus avatares vividos.

II

En la obra de Manuel Rodríguez Lozano se da una tenaz búsqueda de la limpieza, la nitidez y la pureza de línea, color, composición, figuración cristalina. Esta aspiración pasa —como señala Jaime Moreno Villarreal en el hermoso y certero ensayo que abre el catálogo de esta exposición Pensamiento y pintura,* »Los duelos de Manuel Rodríguez Lozano». Conjuga el pintor los temas del duelo, la muerte, el luto, la confrontación o el enfrentamiento y —añadimos nosotros— la separación. Esta conciencia de la separación, de la ausencia reciente es, a mi ver, uno de los motivos que recorren la obra de este pintor, a quien Xavier Villaurrutia dedicó uno de sus sonetos más famosos. En diversos cuadros de los años treinta se reitera con obsesiva y significativa —típica en el sentido analítico— asiduidad la figura del cuerpo yacente de Santa Anna, “Santa Anna muerta», »La muerte de Santa Anna» donde la mujer recién muerta aparece ora desnuda y expuesta, ora vestida, sola, acompañada. ¿Qué significa? ¿Qué puede significar esta reiterada presencia de la madre muerta de la Virgen María en la obra de un pintor laico, crítico, controvertido y provocador, homosexual y militante como pocos de la ciudadanía del arte en el espectro de la ciudad? Según el Evangelio apócrifo de Santiago, Santa Ana, la esposa de Joaquín, era una mujer ya mayor cuando se puso encinta de la Virgen, que es la madre del protagonista por excelencia, Jesucristo. Quizá no se necesita ser muy incisivo para conjeturar que el duelo desplegado por Manuel Rodríguez Lozano —bajo y con el asentimiento y complicidad de su mecenas Francisco Iturbe— al pintar una y otra vez a Santa Ana muerta, expresa o traduce una suerte de liturgia laica, por la partida de la Abuela, la Gran Madre, pues Santa Ana es la abuela —la ascendiente humana del Señor— y desde esa condición se aparece como un signo de pureza y de purificación. Madre de la madre, pero también personaje humano cuya santidad estriba precisamente en su humanidad. La pregunta de por qué el Mecenas Francisco Iturbe y Manuel Rodríguez Lozano convinieron en que el pintor hiciese esta serie sobre la muerta madre de la Virgen no puede reducirse solamente a la anécdota de la reciente desaparición de la madre de Iturbe.

En la obra pictórica de Manuel Rodríguez Lozano se manifiesta el arco paradójico en que se encuentra cautiva la cultura mexicana moderna en el siglo XX. De un lado están los deseos y las aspiraciones de afirmar un arte mexicano que no dependa de otros influjos y ascendientes que los perfilados aquí, sin dejar de asimilar el lenguaje plástico y las técnicas del arte que le son contemporáneos; del otro, al querer asumirse como un arte popular y en mexicano, pero siempre y en última instancia laico, el pintor y el artista se ven obligados a dar una nueva visión de los soportes materiales en que se encuentra inscrita y de que está hecha esa cultura. De ahí que se vea cómo, en el caso de Manuel Rodríguez Lozano, se da una transfiguración más que una transposición del lenguaje simbólico religioso hacia una propuesta donde lo sagrado se desborda hacia una dimensión radicalmente ética, desnudamente moral. De ahí que el virtuosismo de este pintor y dibujante que, como decía Manuel Altolaguirre, parece »dibujar en voz baja» esté arraigado en la virtud.

Pintor de lo visto y quizá de lo oído, aficionado a las letras y a las artes, bibliófilo y amateur de cosas bellas, Rodríguez Lozano no sólo deja una obra caudalosa, indiscutible y pionera y adelantada como pocas, su acción artística precursora y talentosa, su generosidad y lucidez lo sitúan espontáneamente como un catalizador artístico y cultural, un mediador audaz y disidente que no pierde de vista, ni en la pintura ni en la vida, el horizonte, el sentido del espacio y de la comunidad, más allá de la cultura tribal del machismo emblemático encarnado en el tormentoso José Vasconcelos. La lucidez interior y exterior, la claridad versátil que campea por sus retratos y autorretratos, la condición clarividente que lo lleva a reconocer al otro y a hermanarse con él en la acción artística hasta el punto de hacerlo figurar como una suerte de patriarca que funda su ley de atracción en las afinidades renuevan el misterio de un artista alérgico al proselitismo, desconfiado de la trampa de las creencias gregarias y capaz de inventar desde esa intemperie otros espacios para la solidaridad: los del arte, la contemplación y la inteligencia que sólo son visibles a su vez en el espacio indeciso de los interregnos.

 

Prótesis:

Presencia de Manuel Rodríguez Lozano en El río de Luis Cardoza y Aragón[2]

 

En esa suerte de biografía colectiva del siglo XX, Luis Cardoza y Aragón hace una evocación imprescindible de Manuel Rodríguez Lozano. Reproduzco algunos fragmentos:

 

La relación con Antonieta Rivas Mercado se antoja confusa: por cartas publicadas se entiende que estuvo apasionadamente enamorada del pintor Manuel Rodríguez Lozano, y no de Vasconcelos. Rodríguez Lozano fue homosexual; Vasconcelos, faunesco. Él es la Malinche en la relación de un abogado brillante, mestizo y pobre de Oaxaca con una criolla porfiriana cuya cabeza fue modelo para el Ángel de la Columna de la Independencia, obra de su padre, Antonio Rivas Mercado, arquitecto académico y millonario aristócrata, a quien corrieron los estudiantes de la dirección de la Academia de San Carlos con la celebrada huelga de 1911, en la cual participaron Orozco y Siqueiros.

Vasconcelos servía de intérprete a este Cortés con faldas, hermosa, inteligentísima, europeizada más que europeizante, patrocinadora del Teatro Ulises de Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Agustín Lazo. Vasconcelos nunca quiso tirar la columna con el Ángel, nuestra columna Vendóme. Al requerir ella a Rodríguez Lozano le reiteraba que él podía hacer con su vida lo que quisiese; se diría que no prefirió al heterosexual. (p. 289)

 

El pintor del grupo fue Agustín Lazo: asimismo Manuel Rodríguez Lozano, Antonio Ruíz; surgió en segunda Julio Castellanos, quien dejó retratos a lápiz de Xavier Villaurrutia, Emilia Revueltas y Gunther Gerzso y nueve óleos excelentes… (p. 386)

 

Divagaciones

… A Castellanos lo conocí en París en 1925. Llegaba de Buenos Aires en donde había expuesto por  primera vez. Lo llamábamos Gandhi por la cabeza a rape, su color moreno y su delgadez extrema. Lo acompañaba Manuel Rodríguez Lozano cuyos discípulos lo sobrepasaron desde el principio. Estoy recordando a Abraham Ángel.

Nadie ha escrito con más ferocidad sobre “Los Tres Grandes” y sus murales que ellos mismos. (p. 535)

 

Estudiosos y curiosos

… Entre los que expusieron: Diego Rivera y Frida Kahlo, son los únicos dos que figuraron entre los “internacionales”, con Kandinsky, Dalí, Leonora Carrington, Klee, Duchamp, Remedios Varo, Paalen, alice Rahon, Luis Buñuel, José Moreno Villa y otros. Los demás, como mexicanos surrealistas de segunda o de tercera: Roberto Montenegro, Agustín Lazo, Antonio Ruiz, Carlos Mérida, Manuel Rodríguez Lozano, Xavier Villaurrutia, Manuel Álvarez Bravo, Guillermo Meza. ¿Por qué toleraron esta discriminación?

 

La Galería de Arte Mexicano comienza cuando había muy pocos coleccionistas, cuando no se especulaba con los cuadros. Los compradores, en muy desproporcionada cifra, fueron norteamericanos. Las primeras colecciones las formaron extranjeros: Salomón Hale, Frances Toor. Más tarde, vergonzosamente tarde, los nacionales. La pintura se cotizaba a precios increíblemente bajos. Francisco Iturbe, que patrocinó el mural de José Clemente Orozco en La Casa de los Azulejos, coleccionaba obras de Orozco, Abraham Ángel y Manuel Rodríguez Lozano. (pp. 557-558)

 

 

  1. LOS REPUBLICANOS ESPAÑOLES

Manuel Rodríguez Lozano, director de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, cuidaba en los talleres universitarios su Revista de Artes Plásticas, tomaba el papel couché para ella, y meses transcurría sin que un nuevo pliego de lo mío entrara a prensas, y si había poco papel, lo exigía para su publicación. Tal proceder atrasó mucho el libro. Rodríguez Lozano, por otra parte, no figuraba en La nube y el reloj, y aún me sorprende se haya impreso.

Cuando el libro apareció, me rogó que viera su pintura nuevamente. Por segunda vez, hube de decirle que no sabría escribir nada. Fue de José Bergamín el texto de la monografía.

Manuel Rodríguez Lozano tuvo contratiempos en la dirección de la Escuela de Artes Plásticas. Hombre de cabal honradez, sufrió prisión durante meses por algunos grabados que se extraviaron en la Escuela, grabados de maestros europeos, en tirajes valiosos. ¿Cómo inmiscuirlo en tal asunto? Por ser director de la Escuela, su responsabilidad quedó comprometida. En la Penitenciaría pintó el mural Piedad (1942), actualmente en el Museo Nacional de Arte, para algunos, de sus obras sobresalientes. No me seduce; es un bodrio. El retrato de Andrés Henestrosa me gusta y como en el de Salvador Novo se evidencia el influjo de Abraham Ángel, su discípulo, muerto en la adolescencia, que fue su maestro. (pp. 565-566)

 

Al matrimonio de Andrés y Alfa Henestrosa fuimos invitados un grupo de amigos, entre ellos José Bergamín, Manuel Rodríguez Lozano. Nunca había estado en la zona de Tehuantepec. El calor abrumaba en el tren. Juchitán es un pueblo de los más característicos del Istmo de Tehuantepec, por fidelidad a sus costumbres y por su naturaleza. (p. 568)

 

[1] José Bergamin, Manuel Rodríguez Lozano, UNAM, 1943, pp. 12-13.

* Manuel Rodríguez Lozano, Pensamiento y pintura (1922—1958), Museo Nacional de Arte, INBA, julio 2011, pp. 262.

[2] Luis Cardoza y Aragón, El río. Novelas de caballería, 1ª ed. 1986, 2ª ed. 1996, México, FCE, Col. Tierra Firme.