Fernando Vallejo, el portero dueño del edificio

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Y aquí me tienen otra vez humildemente abriendo y cerrando comillas como un portero. ¡Sí, pero qué portero! Un formidable y todopoderoso portero, como el del “honorable” Senado de la República a quien el 20 de julio un hombrecito furibundo le exigía:

–Déjeme pasar que yo soy amigo del Presidente de la República.

Y le contestó el portero:

–Podrá ser amigo del Presidente de la República pero no es amigo mío. Y no pasa.

Almas en pena chapolas negras

 

Durante su primer decenio en México, mientras intentaba realizar sus películas, Vallejo trabajaba simultáneamente en otros dos proyectos: se había empeñado en analizar las fórmulas retóricas comunes a la literatura de Occidente y en rescatar del olvido la vida y la obra de Barba Jacob, cuyos pasos erráticos consideraba hasta entonces precedentes de los suyos. Producto de ese trabajo son sus dos primeros libros, que si bien son monumentales y comportaron un gran esfuerzo de recopilación y composición, no se pueden considerar obras de creación literaria.

Por la transcripción de unos apartes de una carta que Vallejo le escribió a alguien de su familia se sabe que a la mañana siguiente de haber terminado el rodaje de su segunda película, reanudó la escritura de su primer libro, al que durante casi tres meses no le había dedicado tiempo. Logoi: una gramática del lenguaje literario apareció tres años después, en 1983, en la colección Lengua y Estudios Literarios del Fondo de Cultura Económica. Vallejo lo concibió como un método para enseñarse a sí mismo a escribir.

En Logoi Vallejo plantea que a pesar de que no se conoce ningún precedente de las epopeyas homéricas, son tan magistrales que hacen pensar que no se trata de un principio sino de la culminación de una tradición literaria, pues los refinados procedimientos y formas no pudieron haber surgido espontáneamente. En un comienzo, los poemas homéricos se transmitieron de forma oral ya que fueron compuestos antes de que los griegos adoptaran la escritura fenicia y sólo siglos después se transcribieron. Lo interesante de todo este largo proceso de siglos es constatar que tanto la poesía como la prosa son lenguajes artificiales y difieren mucho de la lengua hablada. Vallejo destaca que el lenguaje oral es práctico, busca la comunicación inmediata, se da entre los interlocutores en frases dispersas muchas veces interrumpidas o elípticas, de modo que la entonación o la situación suplen el sentido. Mientras que el lenguaje literario, por mínima que sea la aspiración artística del autor, fluye en un continuo discurso de oraciones, periodos y párrafos estructurados en la totalidad de un texto. “A los fines prácticos e inmediatos del habla se opone la intención ordenadora y estética de la literatura; a los múltiples interlocutores, el autor único; a los infinitos matices de la voz, el silencio uniforme de lo escrito; a las largas pausas de la vida, la continuidad de la prosa o del poema”.

Vallejo analiza las diferencias entre el español hablado y el escrito, sobre todo en los libros, salvo las de las novelas porque están muy imbuidas del lenguaje coloquial. También estudia las variaciones léxicas, morfológicas y sintácticas de la prosa y las ejemplifica con citas en griego, latín, italiano, español, francés e inglés de obras de la tradición clásica. Aunque excepcional, Logoi no es un libro de lectura sino un diccionario de retórica literaria, dedicado a Rufino José Cuervo.

En Logoi examina las variedades de aposición, las progresiones y gradaciones, el asíndeton, las omisiones, las elipsis, las repeticiones, las anadiplosis, las antítesis, las enumeraciones, las simetrías y los quiasmos, las construcciones nominales, la personificación, las metáforas, la comparación, la sinestesia, el léxico literario, la perífrasis, la morfología literaria, los pasados literarios –el pretérito en vez del imperfecto y viceversa–, las coordinaciones y yuxtaposiciones literarias, el ritmo, etcétera.

Logoi llegó a ser la piedra angular de su escritura. Por fin se sentía seguro para empuñar la pluma. No estaba dispuesto a crear personajes ficticios por considerar que esto era un artificio manido, sino que le atraía la historia de las figuras centrales de la literatura colombiana, sobre todo la de su coterráneo Barba Jacob, cuya obra prosística era desconocida por hallarse desperdigada en México y en otros países de la región, en contraste con su obra poética, que era popular en Colombia y que él conocía desde niño. Tal vez la vida tan desordenada y con tantas vicisitudes que había llevado este poeta impelía a Vallejo a hurgar en ella.

El biógrafo asume una infinidad de búsquedas, de retos, tras el camino ya recorrido por alguien, camino que le corresponde reconstruir como si se tratase de un palimpsesto. Vallejo no volverá a leer novelas y con ello dejará de “vivir” de manera pasiva las aventuras de los personajes ficticios, en cambio será el agente que actúa en la realidad en busca de un autor, en el que residen las experiencias de una vida, que intentará sublimarlas en la obra.

 

El mensajero (1974-1984, 1990-1991)

Vallejo dedicó diez años a rastrear las huellas del poeta Porfirio Barba Jacob –que vivió y murió en México– para escribir su biografía, si bien no ininterrumpidamente, pues además de la escritura de Logoi estuvo ocupado entre 1977 y 1981 en la realización de sus tres películas.

En realidad escribió dos biografías distintas de este poeta, de las que hay varias ediciones. La primera se titula Barba Jacob el mensajero y fue publicada en 1984 por Séptimo Círculo, editorial creada por el autor a nombre de David Antón. Este nombre alude al infierno de la Comedia dantesca, en el que el hombre debe purgar el pecado de la lujuria, y no a la colección de la editorial Emecé que dirigían Borges y Bioy Casares. En esta misma editorial publicó en marzo del año siguiente Los días azules. Ninguna editorial se interesó en publicar la biografía de Barba Jacob, por eso el autor creó su propia editorial que además le permitía trabajar con la independencia que le brindaba no tener compromisos contractuales. Que el tiraje fuese de tres mil ejemplares indica que confiaba en el éxito comercial de su biografía; si no, al menos tenía la seguridad del valor que el conocimiento de la vida del poeta aportaría a la comprensión de su obra, y de aquí que merecería la pena difundirla.

La portada, diseñada por Octavio de la Torre, es copia de una pintura medieval de una serpiente de siete cabezas que Vallejo encontró en una enciclopedia. Trece años después, Planeta la reeditó con algunas correcciones del autor y el mismo título, en la portada aparece un retrato en primer plano de Barba Jacob. A diferencia de la anterior, esta edición contiene un índice onomástico.

La segunda biografía apareció en 1991, fue publicada por Planeta con el título El mensajero. La novela del hombre que se suicidó tres veces. La editorial se tomó la libertad de inventarle un subtítulo, alusivo a la frase de un artículo de Guillermo Ochoa, citada por Vallejo en la biografía, en el que el autor da cuenta del hallazgo de una libreta de apuntes del “hombre que se suicidó tres veces” y algo a todas luces incompatible con el género de la obra: no es una novela. Ese mismo año la editorial Alfaguara publicó esta biografía con el título El mensajero. Una biografía de Porfirio Barba Jacob. Alfaguara ha adelantado dos reediciones en 2003 y 2008 y una reimpresión en 2013 con el mismo título de la primera versión. Era tanta la identificación que Vallejo sentía con el poeta que hay unos retratos suyos en el que aparece ataviado como Barba Jacob en la portada de la segunda biografía.

La explicación del título “El mensajero” está en El hombre que parecía un caballo, considerado por la crítica el mejor relato del guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, amigo de Barba Jacob al que conoció con el nombre de Ricardo Arenales y lo consideraba el poeta más grande de América (incluso superior a Rubén Darío y a Gabriela Mistral, a los que también conoció personalmente) y recreó en ese cuento lleno de simbolismos llamándolo Aretal: “Yo comprendí, asomándome al pozo del señor Aretal, que éste era un mensajero divino. Traía un mensaje a la humanidad: el mensaje humano, que es el más valioso de todos. Pero era un mensaje inconsciente. Predicaba el bien y no lo tenía consigo”.

Seguir los rastros del poeta era una empresa tortuosa pues éste había sido un trashumante que vivió en diferentes poblaciones de México, Centroamérica y Suramérica, y si bien gran parte de su vida transcurrió en la capital mexicana, fue de manera discontinua. Al escudriñar sus pasaportes, se puede corroborar que en efecto Vallejo empezó a viajar en 1973 tras las huellas desperdigadas por los diez países de América donde vivió Barba Jacob. Vallejo visitó Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Cuba, Perú y Colombia, países en los que Barba Jacob fundó periódicos, revistas y suplementos literarios y colaboró con artículos editoriales de gran impacto en la opinión pública. Entonces tenía treinta años y era un completo desconocido, de tal suerte que en su búsqueda anónima recurría al directorio telefónico e iba al domicilio de las personas que eventualmente pudiesen darle alguna información sobre el poeta, que por fortuna había gozado de fama –tanto por sus poemas y artículos periodísticos como por su escandalosa vida– y tuvo infinidad de admiradores que siempre lo recordarían.

Barba Jacob murió en Ciudad de México a la edad de cincuenta y ocho años, de modo que treinta y un años después de su muerte todavía era posible encontrar a algunos de sus amigos, parientes y conocidos en “una carrera contra la muerte” (como Vallejo la llamó) para alcanzar a entrevistarlos y así conseguir un testimonio de primera mano. Casualmente, dos de ellos murieron pocas horas antes de que Vallejo localizara su domicilio, tras haberlos buscado durante años. Vallejo no escatimó esfuerzos para consultar bibliotecas y hemerotecas y cuanto documento encontró, en especial la correspondencia que su biografiado envió y recibió. Asimismo, leyó la primera biografía de Barba Jacob que se publicó, escrita dos años después de su muerte por Juan Bautista Jaramillo Meza, su amigo íntimo. Vallejo dice en la segunda biografía que en realidad no la escribió sino que intentó escribirla porque es “un librito tan devoto como apurado por salir del paso con suposiciones e inventos”. En la embajada colombiana en Ciudad de México encontró unos documentos oficiales, pues al final de su vida les pedía ayuda económica a los altos dignatarios del gobierno y a su vez ellos le gestionaban partidas para sus gastos hospitalarios y su eventual repatriación.

A pesar de que el hondureño Rafael Heliodoro del Valle, autor de muchos libros y artículos periodísticos, reunió una de las bibliotecas más grandes de México y dejó miles de recortes de periódicos de toda Hispanoamérica, entre los que se cuentan varias bibliografías insólitas, una de ellas sobre Barba Jacob, Vallejo no pudo contar esta valiosa información porque su viuda se los dio a la Biblioteca Nacional de México y allí quedaron guardados en cajas durante años, pues su director, Ernesto de la Torre Villar, no le permitió consultarlos. De otro modo Vallejo se habría ahorrado años de búsqueda en las hemerotecas de varios países.

La investigación que Vallejo hizo del poeta le permitió trazar su itinerario vital. Una vez reconstruido el escenario, comenzó a poblarlo con los personajes que formaron parte de la trama. Es notorio el afán de Vallejo de ceñirse estrictamente a los hechos y de mencionar la fuente de donde proviene la información, por ello, en la medida de lo posible, escudriñó y confrontó las versiones de los testigos presenciales y las fechas para corroborarlas o desmentirlas. Construyó una cronología no sólo con paciencia sino también con suspicacia, ya que debía atenerse a la comprobación de hechos y, en caso de conjeturar alguno, explicar sus sospechas para no traicionar la confianza establecida con el lector de contarle los sucesos verídicos, sin invención alguna. Su único compromiso como biógrafo es su sinceridad, si bien la verdad no siempre era evidente sino que se debía hallar por un método deductivo. Este simple ejemplo demuestra su afán de limitarse a los sucesos verificables: Rafael Delgado Ocampo, a quien Barba Jacob presentaba como su hijo adoptivo pero que en realidad era su acompañante, le aseguró a Vallejo haber estado presente en el momento de la muerte del poeta, sin embargo, tras comparar varias versiones logró averiguar que la única persona que estaba con Barba Jacob era Concepción Varela, esposa de Delgado.

Son muchas las anécdotas y descripciones minuciosas de esta índole que aportan un elemento de rigor que da credibilidad a los sucesos narrados. Se podría argüir en contra que los novelistas también se han valido de estos artificios para hacer creer al lector que los hechos narrados sucedieron en la realidad, pero no tendría sentido que el biógrafo los inventara. De ahí el énfasis que hace Vallejo en la fidelidad de lo que ha leído u oído. Por eso en las situaciones contradictorias confronta las distintas versiones y las presenta para que el lector juzgue.

No sería raro entonces que el esfuerzo tan denodado que le ha costado averiguar la verdad lo llevara a sentir aversión por los dones de la ubicuidad y la omnisciencia del narrador de la novela tradicional. En la primera versión, Vallejo sigue los lineamientos de la biografía tradicional aunque ciñéndose con rigor a los hechos constatables, pero en las últimas páginas introduce de repente un narrador en primera persona: “Crucé el patio, subí la escalera y tomé por el corredor de las macetas florecidas”. Este hallazgo le hará reescribirla siete años después. Poco más de quinientas páginas había empleado en escribir esa biografía que luego desecharía, pero su invención le revelaría las posibilidades estéticas de narrar desde la primera persona contando sus propias experiencias. Esta misma técnica la empleará en las dos biografías que luego escribirá (la del poeta José Asunción Silva y la del filólogo Rufino José Cuervo), las tres consideradas por la crítica las más completas y referencia obligada a la hora de estudiar la vida y la obra de estos tres ilustres autores colombianos.

Uno de los propósitos de Vallejo al escribir esta biografía era rescatar del olvido la importancia de Barba Jacob en México y Centroamérica. Así descubrió una labor periodística valiosa no sólo por sus habilidades argumentativas sino también por el valor literario de sus artículos: “Nadie en el periodismo mexicano escribía como él. Más aún: en el largo siglo que iba corrido de periodismo en lengua española yo sólo lo comparo a Mariano José de Larra. Ni siquiera a Enrique José Varona. Los artículos de Larra y de Varona están recopilados en antologías: los de Arenales sepultados en el polvo de las hemerotecas”.

En esta primera biografía sus juicios sobre los colombianos ya empiezan a ser drásticos y de un humor corrosivo: “Bogotá en 1927 tenía doscientos veinte mil habitantes y era una ciudad de ladrones. Hoy tiene cinco millones, camino de seis, y es una ciudad de ladrones: la capital de un país de ladrones. Los pueblos como las personas difícilmente cambian. Siguen siendo los mismos. Cuestión de identidad. O determinismo, si se quiere”. O refiriéndose a un fragmento de una carta del poeta en el que dice que si sumara el dinero obtenido por sus poemas, con el cual había podido subsistir, sería una suma cuantiosa, Vallejo se pregunta la razón de esas consideraciones mercantilistas y aduce que la causa era que se hallaba en Antioquia, “tierra zafia y vulgar que lo ha medido todo con el rasero del interés. ‘Raza de mercaderes que especula con todo y sobre todo, raza impía’, dicen unos versos de Gregorio Gutiérrez González, el más grande poeta que tuvo Antioquia antes de que naciera Barba Jacob”. Frases provocadoras y al margen del tema tratado, pero no carentes de sentido, con las que les arrostra a sus paisanos no sólo el exilio del poeta sino también el suyo propio.

Vallejo no pierde ocasión de manifestar su inconformidad por las arbitrariedades de que tiene noticia. Por eso México, su país adoptivo, tampoco queda exento, también lo afecta: “por atávica imposición de la naturaleza, el pueblo mexicano ha sido, es y será hasta la consumación de la raza irremediablemente irresponsable”. Aunque, por lo general, la crítica se dirige a los gobernantes, a veces de forma severa pero con tono jocoso y buscando desenmascarar los vicios o las debilidades inconfesables, como cuando relata la ocasión en que Barba Jacob le dio a fumar un cigarro de marihuana al que luego sería presidente de México, Luis Echeverría, y que le causó un trastorno mental consistente en una especie de locuacidad o “incontinencia verbal”, padecimiento que, según Vallejo, sufren los presidentes mexicanos tras dejar el poder.

Es preciso señalar que son varias las similitudes entre el biógrafo y el biografiado –ambos escritores, antioqueños, en cierto sentido desterrados de Colombia, y mexicanos por adopción–, pero en lo que más son afines es en el desparpajo con que asumen su homosexualidad, sin hacer el menor caso de los prejuicios de la mayoría.

En un ciclo de conferencias que dieron varios escritores entre febrero y abril de 2000 en la Casa Refugio Citlaltépetl de Ciudad de México y que fueron compiladas y publicadas en 2002 por la editorial Tusquets de México con el título Figuras del exilio, en la que cada uno de ellos hablaba de un autor que hubiese vivido en el exilio, Vallejo presentó a Barba Jacob y a sí mismo así:

Yo soy del departamento de Antioquia, lo menos malo de Colombia. De allá también era Barba Jacob. Con muy buen tino, Barba Jacob se fue de Antioquia y de Colombia pronto, de muchacho, como yo, y tras de andar por muchos países, como yo, vino a dar a México, donde pasó varias temporadas, como yo, y donde murió, como yo. Porque han de saber que aunque parezco vivo ya hace mucho que me morí, y si estoy ahora aquí es por el placer inmenso que me causaba en vida hablar en público y por aprovechar la ocasión de dirigirme a estas multitudes. De joven, cuando andaba en el mundo de los vivos, oí hablar mucho de Barba Jacob. ¡Quién no en Antioquia! Barba Jacob era un personaje legendario, y como tal casi nada sabíamos de él: que se llamaba Miguel Ángel Osorio, que firmó sus versos con los pseudónimos de Ricardo Arenales y Porfirio Barba Jacob, que había sido maestro de escuela, borracho, homosexual, irresponsable y marihuano, y nada más. Pero eso sí, si tampoco sabíamos de él, no faltaba en cambio en esas noches alucinadas de las cantinitas de Antioquia en que reinaba el aguardiente y el machete, uno que se pusiera a recitar sus poemas.

Fabienne Bradu recuerda que Vallejo dijo al comienzo de esa conferencia que para emprender la biografía de un autor era necesario “llevarlo en el corazón”. (“Cita”) Ella estaba asombrada: esperaba que Vallejo hablara de la vida de Barba Jacob pero al cabo de media hora sólo había recitado sus poemas. Todo lector sabe que la poesía surge del ritmo interior o élan (como lo llaman los franceses) y que debe pronunciarse en voz alta, y que el ritmo y la rima facilitaron la transmisión oral durante siglos. De modo que el rapsoda no hacía un simple ejercicio mnemotécnico: quien memoriza poemas enteros capta su cadencia y por ende su unidad integral. El director de la Casa Refugio, Philippe Ollé-Laprune, cuenta que Vallejo empezó su charla con palabras duras con el público, al que le recriminaba no saber de poesía. Luego recitó al menos diez poemas de Barba Jacob, tras lo cual retó al auditorio a recitar algún poema del en ese entonces más famoso poeta mexicano, Octavio Paz, pero nadie se atrevió. Después empezó a hablar cabizbajo durante unos veinte minutos. Luego abrió una carpeta y buscó en el texto el punto en que había quedado y a partir de ahí leyó el final de la conferencia. Cuando acabó estaba tan contento como un niño que hubiera hecho una travesura. Ollé-Laprune le preguntó si prefería publicar la transcripción de la conferencia o el texto previo. Vallejo le contestó que pensaba que se parecían bastante y le entregó la carpeta. Esa misma noche, Ollé-Laprune cotejó la grabación y el material de la carpeta: ¡eran idénticos! (“Fernando Vallejo”) La notoria influencia de la memoria musical y poética en la prosa de Vallejo es un aspecto formal que la crítica no ha soslayado aunque tampoco le ha prestado suficiente atención. La premisa principal de Logoi es que el verso nace vinculado a la memoria como la prosa a la escritura. Darle un tono oral a la prosa tomando como materiales los recuerdos personales es integrar, por una parte, poesía y prosa, y por otra, autobiografía y novela, esto es, autoficción, creando una nueva forma literaria. Ésta es la propuesta narrativa de Vallejo.

Si bien a Vallejo se le puede considerar émulo de Barba Jacob, es su antítesis. Vallejo es una persona íntegra. La vehemencia de sus escritos responde a la indignación que le producen los abusos de los demás. No es condescendiente con nadie. El tono virulento resulta la forma más expedita de ser escuchado. Si es cierto lo que afirma Brice-Parain: “las palabras son ‘pistolas cargadas’. Si habla, tira. Puede callarse, pero, si ha optado por tirar, es necesario que lo haga como un hombre apuntando a blancos, y no como niño, al azar, cerrando los ojos y por el sólo placer de oír las detonaciones”, en Vallejo hay un adulto que tiene una puntería certera para denunciar las perversiones de la sociedad y al mismo tiempo un niño que se divierte con el escándalo que causan sus declaraciones. En efecto, despotricando de las azafatas de Air France que atendían el vuelo en que se desplazó a Barcelona el 6 de julio de 1998 para acudir a la Feria del Libro local, en la que Colombia era el país invitado, Vallejo se jacta de su aptitud para el vituperio: “¡Pa’disparar palabras yo!”.

No era ya joven (cuando terminó la biografía estaba próximo a cumplir cuarenta y un años) y se trataba de su primera obra narrativa. Por su recia personalidad tenía claro que no sería condescendiente con nadie ni mucho menos indulgente con el país de sus tribulaciones. Su victoria consistirá en granjearse la inquina de todo aquel que tenga una visión patriotera o acrítica del manejo de las instituciones colombianas porque de esta manera podrá comprobar que su voz tiene resonancia.

A medida que avanza esta primera biografía, se puede observar cómo gana confianza en sí mismo, su tono formal poco a poco se va distendiendo y empieza a usar expresiones coloquiales que le dan a la prosa un tono escueto. Es evidente que se dirige principalmente a un lector mexicano pues usa voces, giros y expresiones típicas del país.

Si la imagen es simultánea, el lenguaje escrito es sucesivo, en algunos pasajes se nota la influencia del lenguaje del guion cinematográfico, y que luego se volverá típica de su estilo narrativo, por ejemplo: “Cruzó el piso, subió la escalera y salió a la calle”, o “Vestido con uno de sus trajes nuevos Barba Jacob subió la escalera, cruzó los pasillos y entró en el amplio recinto precedido por una salva de aplausos”, o “Crucé el patio, subí la escalera y tomé por el corredor de las macetas florecidas”. Este tipo de descripción tiene su culmen en la escena inaugural de El desbarrancadero: “Cuando le abrieron la puerta entró sin saludar, subió la escalera, cruzó la segunda planta, llegó al cuarto del fondo, se desplomó en la cama y cayó en coma”, puesto que desde la primera oración introduce al lector de forma directa y concisa en el meollo del relato.

Desde esta primera biografía suele acudir a las enumeraciones: “En la carga del barco venían cuatro sacos de correspondencia, veintiún canastas y veinticinco paquetes”, recurso estilístico explicado con detalles en el capítulo X de Logoi y que en sus obras posteriores usará con suma frecuencia, más con fines rítmicos que descriptivos. También incurre en expansiones líricas: “Allí, en ese lugar humilde y grato, entre las copas de ron y los rasgueos del tiple y de la guitarra, fluyen despreocupadas las horas de su gozosa juventud, mientras llevada por las brisas del mar de Cuba el alma se iba flotando en los ayes de las canciones hacia la patria lejana. Veinte años transcurridos no habían borrado un tono del recuerdo”, que en sus futuras obras tendrá cuidado de evitar, salvo cuando la impresión sea tan fuerte que lo amerite, como la descripción del momento en que siendo niño por primera vez vio el mar:

Lo que sentí del mar primero, antes que su rumor inmenso fue la sal. La traía el aire, el viento, en ráfagas que azotaban los maizales. Después oí su voz: honda, inconmensurable, abismal, viniendo del fondo de las edades. Una curva, otra, otra y entonces lo vi: una explosión seca de azul. No era un azul claro, no era un azul fuerte: era simplemente el azul. Un cuadrado de azul seco, rotundo, en la plenitud de la tarde. Se me saltaba el corazón. Sólo puedo comparar a la impresión del mar otra que vi muchos años después: la de la nieve, en el desamparo, en Nueva York. (Los días azules)

El incipiente estilo narrativo de Vallejo comienza a consolidarse como un monólogo exterior o una corriente de la conciencia en voz alta. El escritor también empieza a hacer consideraciones metatextuales, como algunas reflexiones sobre el género en el que está haciendo sus primeros pinos: “Si la vida de los hombres se dividiera en capítulos como en las biografías, uno en la de Porfirio Barba Jacob podría titularse ‘Parábola del Retorno’ y abarcaría tres años; otro, ‘Parábola de los Viajeros’ y abarcaría veinte. Hay una evidente desproporción, pero la vida sólo es proporcionada en las novelas”. Por ello sus biografías responderán a una estructura arbitraria, guiada más por la experiencia del biógrafo en la búsqueda de información y por las evocaciones que algunos sucesos le suscitan que por el relato cronológico de la vida de su personaje.

No debe sorprender que esta biografía tenga un epígrafe porque se trataba de su primera obra narrativa, tal vez por eso se permitió rendir un homenaje a la corriente filosófica en la que antes se había interesado: “El hombre es un ser temporal y contingente lanzado entre dos nadas”, de Heidegger. Para hacer más comprensible la forma en que Vallejo dota de una estructura a la primera versión de la biografía, es preciso hacer una cronología grosso modo del poeta: Barba Jacob nació en Colombia en 1883 y a los veinticuatro años emigró sin un destino definido: vivió cuatro veces en Cuba, tres en Honduras, dos en Guatemala, dos en El Salvador, una en Costa Rica, una en Perú, dos en México, país este último en el que transcurrió la mayor parte de su vida. Ahora bien, los periodos en que el poeta residió en su país natal y en el extranjero son las cuatro principales fases en que Vallejo divide la biografía, aunque los episodios no siguen un orden cronológico. Al final, después del relato de la muerte del poeta, hay una quinta parte en la que hace una especie de epílogo. Conviene tener en cuenta que la biografía es voluminosa y no está dividida en capítulos ni tiene ningún tipo de guía tipográfica que ayude a seguir la volátil trayectoria de su biografiado, de tal suerte que el lector no tiene otra opción que atenerse al orden impuesto por el autor, por mucho que le pueda parecer tortuoso.

Vallejo comienza la biografía in medias res, esto es, con el regreso de Barba Jacob a Colombia en abril de 1927, procedente de Perú, en compañía de su “hijo adoptivo”. Aunque su permanencia en Colombia fue breve, ya que volvió a emigrar al cabo de poco más de tres años y no volvió jamás, este periodo es muy importante porque muestra el reencuentro con su pasado. El regreso sirve de parámetro para luego remontarse a su primera partida (en octubre de 1907) y reconstruir los años previos a esa época. Vallejo continúa con la estancia en los distintos países en que vivió el poeta (1907-1927), luego relata la infancia y la juventud (1883-1907), luego su segundo exilio voluntario, principalmente en México, hasta su muerte en la capital de este país.

Gracias al abundante material recopilado (principalmente artículos de prensa, cartas entre los poetas y escritores contemporáneos y testimonios de los amigos y conocidos de Barba Jacob), Vallejo puede rastrear el agitado itinerario del poeta y concatenar los sucesos. La tarea no podría presentarse siguiendo un orden cronológico porque se complicaría seguir la trayectoria de la relación personal con cada uno de sus colegas. Por eso no es una narración lineal sino que la trama está tejida con “recuerdos de recuerdos de recuerdos”, como si fuese unas “cajitas chinas” (un relato dentro de otro), como las llama Vallejo en la segunda versión de la biografía.

Llegado a 1942 (el poeta murió el 14 de enero de ese año), Vallejo trae a colación un fragmento de la columna “La fimbria del caos” del Excélsior, en la que aparece un artículo autobiográfico de Barba Jacob escrito en 1935 y publicado póstumamente, a finales de ese mismo enero, titulado “Predestinación”, en el que el poeta imagina encontrarse en un puesto callejero de venta de cigarrillos con un hermano suyo siete años mayor, Rafael Ángel, que murió de una fiebre maligna en 1900 a los veintidós años en la Guerra de los Mil Días (1899-1902). Esta evocación del hermano, que funciona dentro de la biografía como un entreacto, le sirve a Vallejo para introducir una analepsis y citando sus versos remitirse al día en que nació el poeta y a su predestinación.

Vallejo da con frecuencia la palabra a los personajes, como el portero incansable que dice ser, abriéndoles y cerrándoles la puerta a sus invitados. La vida de alguien narrada así parece más una representación teatral en la que entran y salen personajes y testimonios, y en la que el biógrafo parece el coro que comenta los sucesos y a la vez el director, que lleva a cabo la puesta en escena. Esta última labor implica un esfuerzo para darle coherencia, pero como dice que sucede en la novela, en el teatro la vida también es proporcionada, ya que en la realidad los vacíos son insoslayables. Y si el biógrafo interviniera para enmendarlos traicionaría la confianza del lector.

Así como va de un lugar a otro también viaja en su “máquina del tiempo”, hasta que la muerte de Barba Jacob anuncia el fin de la biografía. Vallejo menciona algunos sucesos del presente de la narración o de la escritura que a veces permiten al lector saber cuándo y dónde se encuentra, alternándolos con los hechos que cuenta, de modo que su relato aporta referencias autobiográficas. Por eso se tiene noticia de que el 28 de julio de 1983 terminó de escribir la biografía de Barba Jacob, cuyo centenario se conmemoraba el día siguiente.

Después de relatar la muerte del poeta, Vallejo continúa dando cuenta de las noticias de la prensa mexicana, de la comisión colombiana que cuatro años después viajó a recoger las cenizas para repatriarlas y los últimos testimonios de los amigos, a los que tuvo la suerte de alcanzar a conocer personalmente. Vallejo visitó el hotel en que murió Barba Jacob, ahí y entonces es cuando posiblemente surge un descubrimiento decisivo para su narrativa: como portero que infinidad de veces ha permitido la entrada a los amigos que solían visitar al poeta desahuciado recluido en su cuarto –descrito también con detalle–, imagina que él es uno de ellos y entra a conversar con Barba Jacob:

Nadie había llegado a saber tanto de él, y no sabía cómo llamarlo. ‘¿Don Porfirio?’, aventuré, y mi voz sonó tumbal y hueca. Entonces se volvió y en la tenue luz azulina pude distinguir su rostro adusto, volteriano. Iba a decirme algo, iba a hablar, iba yo a escuchar por fin su voz imponderable cuando otra voz, una voz de español cerril resonó a mis espaldas: ‘¿Es el cuarto que va a tomar?’ preguntó el gallego. Y en ese instante el hechizo se rompió.

La realidad lo ha puesto en su lugar, pero ese cuarto que se había conservado intacto a pesar de haber transcurrido cuatro décadas lo había transportado al pasado. ¿Por qué no incorporarlo, si, como dice, él es quien ha llegado a saber de la vida y obra del poeta más que nadie? El autor se ha convertido en narrador y viceversa. ¿Quién es quién? Basta de truculencias, en adelante narrará sus biografías en nombre propio y participará en ellas. Por eso, sólo por eso, se tomó la molestia de reescribir esta biografía. De ese hallazgo a la autobiografía sólo hay un paso. Pero la memoria es imprecisa y además la autobiografía dada su única perspectiva es muy estrecha.

Producto del trabajo investigativo de esta biografía es la recopilación más completa de la obra poética de Barba Jacob que publicó Procultura en Bogotá en 1985, con prólogo y notas de Vallejo, y que en 2006 reimprimió el Fondo de Cultura Económica, como también la de sus cartas, que fueron editadas en un libro independiente publicado en Bogotá en 1992 por la Revista Literaria Gradiva, y el hallazgo de un folleto de setenta y nueve páginas sobre la Decena Trágica titulado El combate de la ciudadela narrado por un extranjero, editado en la Tipografía Artística, fechado en marzo de 1913 y firmado con el seudónimo de Emigdio S. Paniagua, uno de los muchos que empleó el poeta.

Hay un pasaje en el que Vallejo relata un suceso bochornoso que presenció Manuel Gutiérrez Balcázar: en una de sus múltiples visitas a Barba Jacob lo encontró en compañía de uno de los once hermanos de Alfonso Reyes, quien también era su amigo. Barba Jacob con malas palabras lo echó de su cuarto en su presencia. Dispuesto a irse él también, le pidió que se quedara como si nada hubiese pasado. En ese pasaje Vallejo se refiere primero a Alejandro y más adelante a Bernardo, creando una confusión en el lector. Son tantos los errores que quizá por ello apareció en 1997 una segunda edición corregida (aunque no del todo pues quedaron muchos errores), a pesar de que seis años antes que ésta ya había publicado la segunda y definitiva biografía con la que quería invalidar a la primera. Pero más grave aún para él que estos errores es el desliz de extralimitarse en un tipo de apreciación cognitiva, típica de un narrador omnisciente, que luego evitará a toda costa: “Con el corazón palpitante de ilusiones tomó un vapor italiano en Barranquilla rumbo a Costa Rica, Jamaica y Cuba” o “Sopla un aire frío, saturado por la sal del mar que le trae evocaciones de pasados tiempos vagamente vividos”.

La primera versión está escrita en tercera persona y cuenta, como parte del cuerpo del texto, con una cincuentena de cartas que el poeta escribió. En la segunda biografía Vallejo hizo un trabajo en el que lo histórico estuviera mejor contado para ofrecer un libro más ligero, menos intrincado, y lo consiguió a costa de eliminar largos párrafos en los que describía el contexto histórico en que Barba Jacob se movía en México y otros países, así como las cartas de Barba Jacob y también los detalles de algunas aventuras empresariales y literarias del poeta. Además, quitó citas amplias de contradictorios artículos periodísticos que ilustran lo que apenas menciona de paso en la segunda versión: el cinismo ideológico del poeta, la pericia para cambiar radicalmente de opinión en una tribuna pública y la elocuencia de una prosa fluida. A cambio de esto, las opiniones del biógrafo están muy presentes, acotando con ironía las evocaciones de los informantes entrevistados, celebrando el cinismo o reprochándole las mentiras que Barba Jacob escribía en sus cartas.

En la escritura de la segunda versión tardó un año, ya que fue un trabajo de reescritura pero no de investigación, puesto que ya tenía compilada toda la información sobre el poeta. Se diferencia de la primera en un aspecto fundamental: es una reescritura en primera persona, en la que el narrador se constituye en parte del relato, y en la imposibilidad humana de la omnisciencia y de la omnipresencia del narrador tradicional del género de la novela, que será una de las posturas que defenderá a ultranza y en adelante usará en toda su obra.

La segunda versión de la biografía relata los acontecimientos de la vida del poeta cuando éste ya era reconocido en varios países. Aunque todo relato es secuencial, la trama se entreteje con evocaciones, remembranzas y anécdotas de sus amigos y conocidos, por lo general poetas y escritores, cuyos testimonios, escritos u orales, conforman el hilo conductor del relato, de modo que salta en el tiempo tras el desarrollo del asunto o del tema que se trata. No hay entonces una secuencia temporal, sólo testimonial. Las opiniones personales y las continuas digresiones de Vallejo están más presentes en el relato y por supuesto son más críticas, pero así mismo tienen un tono más informal. La infinidad de nombres de personas, de lugares y de fechas (no siempre claras) agobia, pero sería peor que el lector no tuviera una guía para seguir los zigzagueantes pasos del poeta.

Vallejo reconstruye la vida de su personaje convirtiéndose en el deuteragonista de la historia, pero no como en el quest –en el que el biógrafo relata cómo descubre los entresijos de una vida peculiar o misteriosa–, sino por la admiración que siente por el talento literario y la empatía con su biografiado, además del hecho determinante de proceder de una misma idiosincrasia y de haber vivido experiencias similares. No es un biógrafo profesional que se interese por cualquier personaje, por importante que éste haya sido para la historia (como por ejemplo Stefan Zweig, famoso por sus biografías noveladas en las que igual relata la vida de un ser despreciable como Fouché o la de un poeta admirable como Verlaine). Cuando califica su biografía de “hagiografía” no es sólo porque quiera rescatar a alguien del olvido sino sobre todo porque quiere exaltar las virtudes intelectuales o morales con base en su propia escala de valores. También al hablar de su propia obra se refiere a la invención de un género: la “autohagiografía”, pero por supuesto se trata de una broma. Aun así es muy interesante la manera en la que desde siempre juntó los géneros biográfico y autoficcional. Así descubre que la manera expedita de narrar una historia será constituirse él mismo en narrador y personaje para contar sus experiencias, sin tener que ajustarse a acontecimientos ajenos y muchas veces inextricables. De este modo todos los materiales estarán a su disposición y podrá manejarlos a su antojo, pero lo hará conforme a los postulados inherentes a los géneros en los que antes ha incursionado –el documental y la biografía–, y a dos de sus tres películas, basándose en hechos, lugares y personajes reales.

La segunda versión de la biografía empieza en 1976, cuando Vallejo entrevista a algunos de los amigos de Barba Jacob y aborda el tema de la impudicia del poeta y de sus amigos “degenerados” (por ser homosexuales, borrachos y marihuaneros). Luego narra cuando en 1980 va por segunda vez a Cuba, a entrevistar a Tallet. En realidad, no se sabe si volvió a Cuba diez años después, como afirma, porque si se hace caso a la edad que tenía Tallet serían tan sólo siete. Vallejo tiende a redondear los años de sus propias andanzas, quizá para no dejarse apresar pues la ambigüedad le da un margen de maniobrabilidad. En esto tendría que aceptar al menos el aserto de García Márquez en su autobiografía: “La vida no es lo que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, mientras que cuando se trata de sus biografiados es minuciosamente estricto, porque el olvido conduce a un vacío imposible de subsanar. Por eso justifica las referencias nominales, temporales y espaciales: “Perdón por los nombres. Perdón por las fechas. Son las tablas de salvación en el naufragio del olvido”.

Aunque Vallejo no ahonda en las razones del comportamiento de Barba Jacob, sigue la evolución de su personalidad: el desasosiego de su niñez por el abandono del padre y la ausencia de la madre, el optimismo y el entusiasmo de su juventud por los primeros triunfos literarios, el desdén por las convenciones sociales, la veleidad de su carácter, su actitud franca pero desvergonzada, los desarreglos de su personalidad por el consumo excesivo de alcohol y marihuana, los cambios impredecibles de su temperamento, la irritabilidad cuando, enfermo y arruinado, ve con amargura su fracaso. Si de joven el espíritu aventurero lo había impulsado a explorar nuevas culturas y a tener experiencias que enriquecían su creatividad, su vida disoluta hizo que todo esfuerzo por concentrase en una actividad se dispersara. Su única razón de ser fue su poesía. Vallejo pinta un Barba Jacob que era alegre, bromista, dicharachero (rasgos idiosincrásicos de los antioqueños), rebelde, irreverente, desafiante, inestable, errabundo, excitable, hipomaníaco, megalómano, desprendido, generoso, despilfarrador, irresponsable, inescrupuloso, hiperquinético, dipsómano y marihuanero. Al estilo de Vallejo, se enumeran aquí unas características, aunque escasas porque él lo habría hecho con prolijidad y además con cadencia. No obstante, como mejor define Vallejo a Barba Jacob no es con los adjetivos que se le pueden endilgar sino con sus actos y la forma de sublimarlos en la poesía.

Vallejo cataloga a Barba Jacob como el último de los modernistas –aunque en broma dice no saber qué significa esto, quizá por su prevención contra la crítica académica–, adherido a las formas de este movimiento, pero lo que a Vallejo le importa es mostrar cómo los poemas de su biografiado son manifestación de su experiencia vital, por eso a lo largo del libro cree descubrir el origen de éstos. Por ejemplo, refiriéndose a una estrofa de un poema, Vallejo anota: “Por sobre las fechas y los hechos externos que la configuran, la biografía profunda de Porfirio Barba Jacob cabe toda en esa simple primera estrofa de su Canción Innominada” (57):

Ala bronca, de noche entenebrida,

Rozó mi frente, conmovió mi vida

y en vastos huracanes se rompió.

¡Iba mi esquife azul a la aventura!

¡Compensé mi dolor con mi locura

y nadie ha sido más feliz que yo!

En la contraportada de la edición de Planeta de 1991 aparece un comentario autocrítico de Vallejo en el que con el seudónimo de Margarito Ledesma hace una parodia de sí mismo. Desdeña el tema obsesivo del yo en vista de que lo personal no le interesa a nadie, de modo que considera que más valdría reemplazarlo por la tercera persona y así mismo cambiar los nombres de las ciudades reales por nombres ficticios. Sugiere olvidarse de una vez por todas de Colombia, pues al fin y al cabo no es sino un “paisito” más en la vasta geografía del mundo y, puesto que ya escribió dos biografías de Barba Jacob, le aconseja no escribir un libro más sobre ese poeta. Le da una preceptiva de contar en orden lógico, con orden cronológico sin disparatar los tiempos, sin que haya muchos nombres ni fechas para no agobiar al lector. Y como principio primordial debe atender al lenguaje para no usar palabras soeces ni transgredir los géneros literarios. Termina con una frase en latín, tomada de un libro de Guido da Pisa sobre el Infierno de Dante, que anima al autor a perseverar en su oficio: “Cape hunc equum, dum tibi virium aliquit superest (Móntate en ese caballo mientras te quede un hálito de fuerzas)”.

Fragmento del libro inédito Fernando Vallejo: infancia, juventud y madurez (1942-1995)

 

NOTA DEL AUTOR

Llevaba cuatro meses y medio en Puebla recopilando información para escribir una biografía del escritor colombiano Fernando Vallejo, radicado en Ciudad de México. En vista de lo difícil que resultaba encontrar datos confiables o de primera mano en los archivos y bibliotecas de México decidí buscar al autor en su domicilio. Conocerlo personalmente me intimidaba un poco, porque me lo imaginaba hostil y displicente, como es la imagen que él proyecta de sí mismo en sus libros. Desde hacía más de cuarenta y cinco años vivía en el séptimo y último piso de un edificio situado sobre la avenida Ámsterdam en la colonia Condesa.

Un día de diciembre, con tan sólo los datos acerca de su vecindario mencionados en sus novelas, junto con mi esposa fui a buscarlo puerta a puerta, pensando en el dicho estadounidense «If you knock on enough doors, you will eventually sell a vacuum cleaner», preguntando en la portería de todos los edificios de siete pisos que dan a esa avenida. Aunque podría ser una tarea fatigosa, no era inacabable pues la avenida es un circuito de poco menos de dos kilómetros de longitud, que debe su forma ovalada a que antiguamente fue la pista de un hipódromo.

La colonia Condesa parece un vecindario tradicional y tiene un ambiente bohemio. Gracias a que en México la gente no es tan desconfiada como en Colombia, prueba de que no ha padecido los grados de inseguridad de las grandes ciudades colombianas, los porteros se tomaban la molestia de revisar en el listado de residentes si había alguien registrado con su nombre. Nadie. Pero era domingo y no en todos los edificios el portero trabaja ese día, de modo que todavía me quedaban esperanzas.

En la segunda biografía que Vallejo escribió del poeta Barba Jacob encontré una pista que reducía a la mitad el campo de búsqueda: su apartamento daba espaldas al Parque México, parque concéntrico en el interior del circuito. Ya no tendríamos que ir en zigzag cruzando las calzadas y el paseo peatonal del medio que, dicho sea de paso, es muy acogedor porque hay una alameda de enormes árboles que sobrepasan en altura a los edificios del sector. Sabía que dos veces al día sacaba a caminar a su perra al Parque México. Los propietarios de perros suelen establecer una suerte de cofradía que los hace conocidos entre sí, pero encontrar a una persona sin saber el nombre o la raza o ciertas características físicas de su perra sería un azar.

Dos semanas y media más tarde volvimos a Ciudad de México a intentar localizarlo. Había que tener paciencia y perseverancia. Los homosexuales acostumbran ir a sus propios sitios: cafés, bares, clubes. En la colonia Condesa parecía haber varios de estos lugares. Preguntamos en algunos. No lo conocían, si acaso tan sólo que era el autor de La Virgen de los sicarios. Que alguien conociera su más famosa novela no era, por supuesto, una pista que condujera a alguna parte pero me hizo sentir su presencia. Todavía era temprano, tomaríamos un café que nos ayudara a reanimarnos. Quizá en el Café Valdez que hay en ese vecindario, por ser una franquicia colombiana, lo conocieran, si es que frecuentaba ese café. Tampoco. No era uno de sus clientes. Trazamos la ruta que seguiríamos. Tendríamos que continuar preguntando puerta a puerta.

Salvador, el joven portero del primer edificio que encontramos después del receso, estaba fuera, en la acera. No podía creer cuando me dijo que efectivamente ahí vivía y antes de que me diera tiempo para pensar qué le diría timbró y me indicó que le preguntara por el interfono. Esto es inusual en Colombia, pues el portero habría hablado en privado con el residente, mientras el visitante tendría que haber esperado fuera sin haber podido oír la conversación. Contestó su pareja, David Antón. Me dijo que Fernando no estaba. Sentí un alivio. Lo había buscado durante horas y ahora que por fin hallaba su domicilio prefería no haberlo encontrado a él porque no sabía cómo abordarlo. Podía haberlo esperado a cierta distancia para interceptarlo en la calle pero me habría sentido como un paparazzo. No podía hacer más. A lo mejor sería condescendiente conmigo. Apunté el número y nombre del edificio y del que posiblemente era el nombre del arquitecto constructor, grabados sobre una placa de piedra: «Edificio Aneta, B. Albin, 1934». Le dejé una nota con mis datos y el propósito de mi visita. Y me encaminé de regreso a Puebla.

Al llegar a casa, en la tarde, revisé mi buzón del correo electrónico para contestar la correspondencia que hubiese. Cuál no sería mi sorpresa al encontrar un mensaje de Vallejo. Me pedía que lo llamara después los primeros días de enero, fecha para la cual la empleada del servicio ya habría regresado de vacaciones y todo en su apartamento volvería a la normalidad. Cuando lo llamé reconocí su voz aguda, su acento paisa y sus expresiones colombianas. Lo había oído muchas veces hablar y aunque lo que decía me divertía su voz no me agradaba. Me invitaba a almorzar. Me preguntó que si me gustaba el pozole (sopa que nunca antes había probado y que aunque exquisita no he vuelto a tomar).

Llegué a las cuatro de la tarde, la mesa estaba servida desde hacía rato. Había tres puestos ya que David también me había esperado y se uniría al ágape. Los tres teníamos buen apetito o tal vez se debiera a que a esa hora ya teníamos mucha hambre. Brusca, la perra, llamada así por su actitud, interrumpía la conversación trayéndome con insistencia al pie de la mesa sus juguetes para que jugara con ella. A su manera también me daba la bienvenida y se alegraba con mi presencia.

Sin la colaboración y aclaraciones de Vallejo, mi biografía seria tendenciosa. Se crean muchos mitos acerca de los escritores.