Fábulas y fabulaciones

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por Daniel Samoilovich y Eduardo Stupía

 

 

Una vez por mes el sabio rey de Samoa administraba justicia personalmente en algunos casos difíciles qué el mismo elegía; ese día, ya por la mañana, temprano, se instalaba en una choza que había hecho decorar con una hermosa imagen de la Luna: para que ésta lo iluminara en la noche oscura de los asuntos humanos. Apenas se hubo sentado en el estrado, se presentó una Cosa Pálida que hablaba torpemente el samoano:

— Vengo a reclamar justicia.

— ¿Quién eres? No recuerdo haber elegido tu caso.

— No lo has elegido. Me he colado en la fila de los elegidos, no por falta de celo de tus guardias, sino porque atravieso las paredes; no soy un ser viviente; soy el alma de un misionero alemán.

— Alma o ser vivo, eres bastante desvergonzado. Primero trataré los casos que había elegido. Si me sobra tiempo, me ocuparé del tuyo.

Así que mientras el Rey atendía sus casos el espíritu se desvaneció; nadie sabía si se había ido o sólo se había invisibilizado, pero en cualquier caso cuando el Rey hubo terminado volvió a aparecer e insistió:

— Vengo a reclamar justicia.

— Habla. ¿Quién te ha agraviado?

— Una víbora —dijo el Alma del Misionero—; me picó y me mató.

— Has de saber —dijo el Rey— que la víbora al picarte hizo algo que estaba en su naturaleza. No puedo condenarla por eso.

— ¡Había prometido no picarme!— dijo el Alma.

— ¿En qué circunstancias hizo esa promesa? —preguntó el rey, que empezaba a interesarse por el caso. De hecho, había pasado una mañana más aburrida que de costumbre: herencias enredadas, límites de granjas, viudas llorosas pero llenas de mañas, empresarios sin escrúpulos pero cuidadosos de no transgredir la letra de la ley. —¿Prometió no picarte motu proprio, o tú se lo pediste?

— Yo se lo pedí.

— ¿Por qué se lo pediste?

— ¡Porque picaba a todos los demás!

— Y a esos otros, ¿también les había prometido no picarlos?

— Por supuesto: ¡había que ver la cara que ponían cuando al final terminaba picándolos!

El rey se levantó:

— Saquen a esta cosa de aquí —dijo a los guardias.— Tal vez no les resulte fácil, pero sáquenla. Bárranla, emplúmenla. Y si no pueden, retiren la imagen de la Luna y quemen la choza.

Esta historia, que el propio rey de Samoa, Mailetoa Laupepa, le contó a Robert Louis Balfour Tusitala Stevenson, recuerda que la picardía de los pícaros es soportable, pero la de los idiotas no.

 

***

Se presentaron a un campeonato de kitsch el Bonsái, el Ikebana, varios memento mori, el Feng Shui y un Jardín Japonés con puentecitos curvos sobre lagos artificiales donde lentas navegaban unas carpas gordas como ballenas. Tras largas deliberaciones, el Feng Shui fue declarado campeón. Las carpas obesas protestaron ruidosamente; su pedorreo sonaba, lúgubre, entre los puentecitos del Jardín.

 

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La fuerza y arraigo popular del Nudismo Alemán es inigualable. Hasta el gobierno de la antigua RDA, que se avino a muy pocos deseos populares, tuvo que transar con él. Los obreros y obreras más destacados por su entrega al trabajo recibían como premio un fin de semana pago en un hotel nudista con piscina; helos ahí, en fotos persistentes como las más negras pesadillas, ahí, los laboriosos héroes y heroínas en bolas, con sus medallas estajanovistas colgadas del cuello.

 

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En su segundo viaje a la China —viaje del que algunos incrédulos reniegan, pero bueno, también hay quienes niegan el primero así que no les haremos caso—, de regreso a la corte del Kublai Kan, Marco Polo le mostró la baraja italiana que había sido creada a partir de los naipes redondos del Oriente; el Kan se interesó por una de las figuras, y dijo:

—Parece noble personaje, éste.

—Es el Rey —explicó Polo— y esto que tiene al lado es una moneda de oro.

—Será la carta más importante, supongo.

—Depende del juego— replicó Marco, y se puso a explicarle el juego del truco. El Kan no salía de su asombro:

—O sea que estas dos copas pueden más que el Rey de Oros. ¿Qué contienen?

—Hostias. Son copones de misa.

—Pero esas hostias, ¿por qué pueden más que el Rey? ¿Son venenosas?

—En absoluto. Son el cuerpo de Dios.

—Comprendo. Entonces la carta más poderosa será esta otra con un Rey que tiene en su mano el Copón con el Cuerpo de Dios.

—En absoluto. Esta, por ejemplo, le gana —dijo Marco, y mostró el tres de oros.

—Baratos son vuestros reyes y vuestros dioses —dijo el Kan. Y agregó—. Marco, has hecho bien en mostrarme a mí, que nunca pensaría mal de ti, este juego tuyo del truco, con sus reyes impotentes y monedas doradas y copones de misa. Pero no se lo muestres a mis ministros, pues pensarán que eres estúpido o estás conspirando, o más bien las dos cosas. ¿De acuerdo?

Marco Polo estuvo de acuerdo; era un comerciante, no un ideólogo.

 

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Cierto día, a la Reina de Picas de la baraja inglesa le presentaron una baraja española, que en rigor debiera llamarse italiana, pues nació en Italia a partir de los naipes redondos que Marco Polo se trajo de la China. La Reina saludó uno por uno a sus cuarenta integrantes; luego se quedó hablando con los reyes, mientras el resto de la baraja se mantenía en un discreto segundo plano.

—Vuestra corte es obviamente muy bonita, y más colorida que la nuestra rojinegra. Y las espadas entrelazadas, y los caballeros con una moneda de oro como un sol… pero…, ¿dónde están las chicas? ¿Con quién os divertís?

Los reyes no sabían qué contestar, mas no escapó a la atención de la Reina el rubor que inundó el rostro lampiño de la Sota de Bastos, con sus calzas, sus ojos soñadores y su tremendo garrote. Cambió la Reina de tema, pero el mal estaba hecho: a poco andar la reunión terminó y despidiéronse todos con amabilidad exquisita, que apenas disimulaba su incomodidad.

Esta fabulita enseña que hasta los reyes pueden cometer faltas a la cortesía si no cuidan bien lo que dicen.

 

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Una linda bailarina de la ciudad de Hue

dijo “Ah, pillos, perfectamente sé

qué quieren los señores

que me invitan licores.”

Así dijo, y con ellos se fue.

 

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Disparó cierta vez un artillero en Lucca,

con muy poca suerte y demasiada bazuka,

un obús vagabundo

que dio la vuelta al mundo

y lo mató estallándole en la nuca.

 

 

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La palabra “ancha” es más delgada que la palabra “delgada” y la palabra “corta” es igual de larga (o de corta, como prefieran) que la palabra “larga”. El número cinco se escribe con cinco letras, pero el número menos diez no se escribe con menos diez letras, ni el mil con mil letras. Los nombres de la cu, la equis y la doble ve se escriben sin cu, ni equis ni doble ve (o uve, como prefieran) pero los nombres de las otras letras sí usan la letra a la que nombran. Estos hechos probablemente resultarán interesantes para aquellos a quienes les interesan estas cosas, y resultarán indiferentes a todos los demás.

 

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— Cras, cras —dijo el Cuervo.

— Mañana, mañana —tradujeron sus amanuenses.

 

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Un Astrónomo Distraído enfocó su telescopio al revés y le pareció que la Luna se había alejado unos cuantos millones de kilómetros. Calculó con precisión cuántos, y lo comunicó a los periódicos, los cuales justo llegaron a calzar en la edición que estaban cerrando titulares como “Adiós a la Luna” o, más circunspectos, “Fúgase la Luna al Espacio Exterior”. Mientras tanto, el Astrónomo se había dado cuenta del error, y, fiel a la Verdad y a los Medios de Prensa, avisó de inmediato que la Luna seguía en su sitio. La edición de la mañana, en cualquier caso, ya estaba impresa; sólo cabía dar la nueva noticia en la del día siguiente, donde los titulares fueron: “Regresó la Luna del Espacio Exterior”.

 

 

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Visto en el metro: un tipejo encorvado y feo ataviado con la piel de un noble carpincho que, empero, el sujeto no parece haber derrotado en combate leal.

 

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Una liebre patagónica, un conejillo de Indias, un oso hormiguero y un Homo Sapiens estaban cenando en casa de Juancito, el Perro de la Pradera; casa que estaba, en modo pertinente, situada en mitad de una pradera en el estado mexicano de Sonora. Se los veía a todos muy incómodos y la conversación, como se dice, no fluía; más bien se solidificaba. Una taza se rompió y pareció que, en vez de romperse una taza, la Sibila de las Tazas hubiera anunciado el fin de los tiempos.

Entonces Juancito, el Perro de la Pradera, dijo:

—Está mal que lo diga yo, el dueño de casa, pero vos, estimada liebre patagónica, no sos una liebre, sino un roedor de la familia Cavia, igual que el conejillo de Indias, que dista muchísimo de ser un conejo; el oso hormiguero, por su parte, no es un oso, sino un edentado; en cuanto a mí, está claro que un perro no soy, ni siquiera un cánido de ningún tipo, sino un esciuromorfo.

A partir de ese momento, la fiesta tornóse divertida. Sólo el Homo Sapiens parecía más y más enfurruñado. Serían las tres de la mañana y estaban todos bastante borrachos cuando el bípedo implume dijo:

—¿Y yo?

—¿Vos qué?— preguntó el anfitrión.

— Eso, ¿yo qué?

— ¿Vos qué qué?

— ¿Yo qué soy?

— Oh, querido— dijo Juancito, el Perro de la Pradera—, todos sabemos qué clase de bicho sos vos.