Emily Brontë y sus amores perros

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Emily Brontë (1818−1848) tuvo una personalidad introvertida. A pocas personas les abrió su corazón y, desde pequeña, cultivó un retraimiento que la hacía replegarse sobre sí misma. Esta mujer, de labios carnosos y bien dibujados, hablaba poco de sus anhelos y sus convicciones, como si ambas cosas le parecieran una pérdida de tiempo. Prefería refugiarse en la introspección.

Aunque respetaba —y cumplía al pie de la letra— las reglas de la cordialidad, jamás fue efusiva. Detrás de su carácter apacible había una frontera de opacidad y reserva, y bajo su apariencia de concordia, casi de bonhomía, se ocultaba una mujer con ideas claras, y hasta testaruda. Emily no tenía amigas. Era intolerante, malhumorada, y sin embargo “también era muy responsable y trabajadora”, de acuerdo con la biógrafa Winifred Gérin. Lo cierto es que, detrás de esta muchacha silenciosa, se escondía un alma fuerte, apasionada y, en muchos aspectos, inquebrantable.

Desde pequeña, la quinta hija del reverendo Patrick Brontë, demostró tener un carácter fuerte y un gran dominio sobre sus emociones. Sólo había dos cosas que podían turbarla: la enorme admiración que sentía por su hermano Branwell y el gran apego que abrigaba por los perros.

Para compensar un poco la perdida de sus hermanas mayores, María y Elizabeth —quienes habían sucumbido ante la tuberculosis, a los diez y a los once años, respectivamente—, el pastor del polvoriento pueblo de Haworth decidió llevar a casa un perro. Se trataba de un pequeño setter que corría por la casa y por el patio alegrando un poco la triste atmósfera de aquel hogar que, además de ser una llanura pelada y carecer de árboles, estaba justo al lado de un cementerio. Las pequeñas hermanas Brontë y su hermano, que no sabían más que de muerte, aburrimiento y enfermedades, se mostraron felices con la mascota. No obstante, transcurridas algunas semanas, el cachorro murió de moquillo y los niños quedaron con el corazón destrozado. Aunque, posteriormente, Patrick llevó un terrier, las niñas, pensando que un día el animal también moriría, tal como ya lo habían hecho su madre, sus hermanas e incluso el otro cachorro, se mostraron reticentes. Lo más que hicieron, una que otra vez, fue restregarle la cabeza de un modo espasmódico, con energía y sin sentimiento. La única que volvió a demostrar su adhesión sin tapujos fue Emily. Y era bien correspondida: en cuanto el podenco la veía, de inmediato, corría hasta ella como una exhalación, ladraba, daba brincos y la seguía por todas partes. Charlotte, dos años mayor que ella, acabó prefiriendo el silencio de los gatos a la exuberancia del perro.

La adhesión canina de Emily perduró toda la vida. Tuvo mastines, beagles y hasta un simpático spaniel de campo. Y escarnecía a quienes no los toleraban. En Cumbres Borrascosas, Lockwood, uno de los protagonistas, es dibujado como un timorato que, mientras espera a su casero, el señor Heathcliff, se arredra ante la presencia de un puñado de perros: “Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino”.

A los veinticinco años, Emily apareció en la casa con un bulldog al que llamó Keeper. La familia estaba un poco alarmada. Pese a su pelaje suave y su pequeña talla, la bestezuela tenía unos ojos centellantes en los que cabrilleaba la llama de la ferocidad. Y sus recelos, al final, terminaron materializándose. A los pocos meses, Keeper se transformó en un animal temible y, salvo su dueña, nadie se atrevía a enfrentarlo. Con el carácter retorcido por los mimos y la condescendencia, el perro tenía la costumbre de echarse a dormir en la cama de Emily. Y nada podía ahuyentarlo.

Una mañana, Taby, la vieja y achacosa sirvienta de la casa, con el corazón latiéndole en la garganta, corrió a los brazos de Emily. Entre lloriqueos, le contó que, al entrar a su habitación para asearla, el bulldog había saltado de la cama con la intención de morderla. Y casi lo logra. Espoleada por un enojo que a todos les pareció inesperado, la muchacha subió corriendo a su cuarto y, tomando a la bestia de la piel, la arrastró hasta el comienzo de la escalera. Allí, ante la mirada estupefacta de la criada y de sus dos hermanas, Charlotte y Anne, la muchacha golpeó brutalmente al animal con los puños cerrados, hasta que éste, aturdido y ensangrentado, se dejó caer en el suelo. Acto continuo, Emily lo levantó y, con un cariño maternal, procedió a curarlo. Mientras medicinaba las heridas del perro, ella misma gimoteaba y sacudía la cabeza como si compartiera el dolor de su mascota. Y es que, para la escritora inglesa, las cosas de la vida no eran simples, sino complejas. “El odio no es sólo odio: es también amor”, apuntó en otra parte de Cumbres borrascosas.

Otro día, al ver pasar a un perro callejero enfrente del presbiterio donde su padre oficiaba sus reuniones, se acercó para ofrecerle una bandeja de agua al animal. Por toda respuesta, el podenco le lanzó una mordida. Sin decir una palabra, Emily entró en la cocina y allí, sin contarle a nadie lo ocurrido y haciendo gala de un gran estoicismo, colocó un hierro al fuego y, cuando el metal estaba al rojo vivo, se lo colocó en la herida para cauterizarla. Los testigos aseguraron que la mujer no había gritado y únicamente una palpitación entrecortada estremecía su pecho con la misma cadencia con que se agitaba el corazón de un pájaro herido.

La muerte de su hermano Branwell —cuyo talento precoz se diluyó en las drogas, el alcohol y las cuitas de un amor malogrado, sin que pudiera concretar sus aspiraciones literarias— cubrió de dolor a la familia. Charlotte cayó enferma, pero, al cabo de la semana, se repuso. No ocurrió lo mismo con Emily, quien pareció recibir la muerte del hermano con mayor sensibilidad. Aunque su salud comenzó a declinar visiblemente, no se quejaba de ningún malestar. Cuando alguien le preguntaba sobre su salud, se mostraba irritada. Su respiración, sin embargo, se hacía difícil, y cuando Anne y Charlotte le escuchaban subir a su cuarto, su paso lento y los jadeos que salían de su pecho las alteraban. Pero no se atrevían a socorrerla para no contrariarla. Las hermanas Brontë tuvieron que conformarse con permanecer atentas por si algo se ofrecía. Conforme pasaban los días, Emily languidecía alarmantemente. Su piel, que ya de por sí era pálida, adquirió una consistencia lechosa que la hacía ver aún más endeble. Además de la pavorosa delgadez que iba adquiriendo, se agregaron unos terribles dolores que la punzaban en los costados y en el pecho. Pese a ello, la obcecada muchacha que, hacía cuatro meses había cumplido treinta años, se negaba a que la examinaran los médicos, “esos médicos envenenadores”, como ella los llamaba. Nada pudo convencerla. Ni los ruegos de su padre, ni las lágrimas ni las súplicas de sus hermanas. Su negativa —mejor dicho: su testarudez— era firme.

Su familia —que cada vez sumaba más muertos— sabía que el fin estaba cerca. Como pudieron, intentaron que los últimos días de Emily transcurrieran de forma más o menos tranquila. Charlotte salió a recorrer el campo buscando flores de brezo, que tanto le gustaban a su hermana, pero era diciembre y no logró su objetivo. Encontró, sin embargo, una brizna y se la llevó a la moribunda, que ni siquiera reconoció el color. El 19 de diciembre, Emily, que había pasado las últimas dos semanas en cama, se levantó sin ayuda de nadie, se vistió y se puso a coser. Su respiración, sin embargo, era entrecortada y ruidosa; su antigua mirada diáfana se había tornado acuosa. Al verla tan concentrada en terminar su labor, una última esperanza atravesó el corazón agobiado de Charlotte y de Anne. Cerca del mediodía terminó su costura y murmuró: “Si quieren ir a buscar un médico, vayan. Lo veré”. Pero ya no pudo hacerlo. La autora de Cumbres borrascosas murió a las dos de la tarde de ese mismo día.

Al día siguiente, fue enterrada junto a su madre y sus dos hermanas, Elizabeth y María. Keeper, quien había pasado los últimos cinco años a su lado, siguió el cortejo y, durante toda la ceremonia fúnebre, se acurrucó en un rincón de la iglesia. Terminada la ceremonia, el bulldog volvió a la casa y, deteniéndose ante la puerta de Emily, estuvo aullando y babeando durante varias horas seguidas.