El Carrito de Eneas

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Irrisión y endecasílabos

 

A mediados del 2001 yo estaba avanzando en la escritura de El despertar de Samoilo, una suerte de obra en verso para marionetas o para la radio, una larga historia de gigantes, ogresas, sombras orientales y muertos vivos. Era un trabajo difícil, porque implicaba una bruta inmersión en mi pasado, y por otra parte era un trabajo de mucho tecleo, como supongo que ha de ser escribir una novela. Y salía de mi estudio medio tarado después de horas de encierro luchando con mis demonios, y me encontraba con una ciudad más rara todavía que mi paisaje interior: la ciudad que se caía a pedazos sin que casi nadie pareciera darse cuenta.

Me explico: el estudio donde voy a escribir queda en una zona de comercios textiles, que desechan mucho cartón, en particular las bobinas de cartón en torno las cuales se enrollan las telas. Ahí empezó en Buenos Aires el fenómeno de los cartoneros, y resultó ser que los diarios, que son tan afectos a buscar tendencias y fenómenos novedosos, tardaron meses en pescarlo. Yo salía a la calle y veía pilas de cartón y bolsas y bolsas de polietileno apiladas en las esquinas y gente cuidando esas bolsas. A veces, después de la primera ola de cartoneros a los que traían en destartalados camiones desde el conurbano, venían familias enteras a rebuscar entre lo que había quedado; y muy tarde, quizás lo más desolador, quizás una mujer de edad, sola, con una bolsa de ir al mercado buscando lo último de lo último, algo para comer o para llevarse.

Al principio parecía una escena de un sueño, una pesadilla a la vez animada y suspendida, horrible y calma. Aparte del aspecto simbólico y político de cientos de personas —hacia noviembre ya fueron miles— viviendo de lo que las otras tiran, era, como en Metrópolis de Fritz Lang, una ciudad subterránea que de pronto asomaba a la superficie de otra ciudad; y sobre todo, estaba la luz blanca de los faroles de la calle sobre las bolsas medio destripadas de polietileno negro, y la basura regada por todas partes, y todo aquel mundo atareado en torno a los desperdicios. Pensé que aquella luz blanca me estaba pidiendo que escribiera algo, no tenía idea qué.

Lo primero que se me ocurrió fue la idea de que en un carrito de cartonero podrían estar grabadas, como en el escudo que Venus le regala a Eneas, las escenas de aquella ciudad que se derrumbaba. De aquel escudo de Virgilio (como de sus antecedentes en Hesíodo y Homero) lo que me fascinaba era el momento en que el poeta se olvida de que se trata de escenas grabadas en una superficie y empieza a darles un desarrollo temporal, empieza a contar acciones, como si tuvieras unos cuadritos de historieta que de pronto se transforman en pantallas donde se ve una película: o sea, aparece una zona intermedia entre descripción y narración, tal vez análoga a los sueños donde no es seguro que haya una sucesión temporal de acciones y escenarios, donde de pronto todos los momentos y lugares parecen darse en simultáneo.

La luz helada sobre las negras bolsas me daba un color, la idea de la ciudad representada en un carrito de hierro me daba una estructura, y sin embargo todavía no empezaba a escribir. Hice algo que no hay que hacer, contarle a varios amigos que tenía una idea, sabiendo que me exponía a toparme con la famosa objeción que le hizo Mallarmé a alguien que le dijo que tenía una idea para un libro: “Los libros se hacen con palabras, no con ideas”. Pero yo quería obligarme a escribir aquello, y contar “la idea” era generar una situación forzada, una situación en la que quedaría en ridículo si al final no lo escribía.

 

Sin embargo, los días pasaban y no conseguía escribir la primera línea. Una noche en que me había dicho: mañana empiezo, no sé cómo pero empiezo, esa noche encontré en el Quijote la descripción que el hidalgo le hace a Sancho de lo que ve en medio del polvo que levanta un rebaño de carneros por el camino: ve allí todos los ejércitos de la Tierra, de todas las épocas, y le dan ganas de plantarles un desafío (ustedes recordarán que lo hace y termina, como casi siempre, apaleado).

Bueno, allí en el polvo del camino manchego lleno de ejércitos fantasmagóricos yo tenía mi comienzo. El resto fue, como quien dice, coser y cantar. En dos meses tuve un primer borrador completo.

Aquellas hordas imaginarias determinaron un tono épico, pero épico de derrota, no de triunfo. De pronto, apareció sola la idea de que Buenos Aires era Troya, es decir: esto se acabó, estas son las ruinas de algo que antes hubo. Es que el cartoneo es algo terminal, un punto donde van a hundirse muchas cosas, desde la jornada de ocho horas por la que los trabajadores, desde principios del siglo XX, lucharon tanto, hasta las condiciones controladas de salubridad y la prohibición del trabajo infantil. La ley, las leyes, caducan ante el desastre, no se pueden ejercer y aparece algo completamente diferente de lo que pensábamos que era la Argentina. Si se desprende de allí una lección, no estoy seguro, y menos todavía de cuál sea esa lección; el libro culmina con una “solución del enigma troyano” que en realidad no es tal, sino una serie de preguntas bastante amargas pero que yo no sé formular sino según mi propio carácter, más proclive al humor que a la tristeza — aunque bien se sabe que uno de los humores es el negro, por otro nombre llamado melancolía.

¿Fue voluntad divina que Troya palmara? No lo sé. Como dice el epígrafe del libro, tomado de una canción de Paul McCartney, “You say why, and I don’t know”. En todo caso yo no quería explicar la ciudad o el país, yo sólo quería hacer algo con el reflejo blanco del alumbrado contra las bolsas negras de consorcio; yo no quería meterme con algo tan vasto como la Argentina, pero la Argentina se metió conmigo; si no fuera un chiste un poco idiota —lo es—, diría que se me metió como se te mete una basurita en el ojo.

 

Un tiempo después de que el libritico El carrito de Eneas estuvo terminado (en 2002) y publicado (en 2003 en Buenos Aires, en 2004 en Ciudad de México), merced a varias sagaces observaciones de mi amigo Osvaldo Méndez me di cuenta de que a Cervantes yo no le había robado una cosa, sino dos. Al asumir como modelo la descripción que el Quijote le hace a Sancho de lo que ve en el polvo que se alza en la meseta, había tomado algo aún más definitorio que el tono épico y a la vez ridículo de la alucinación del hidalgo: a saber, el modo demorado, ininterrumpido, en que esa alucinación se despliega en su discurso. El Quijote enumera largamente todo lo que ve sin que Sancho lo interrumpa, y eso es muy importante porque es en el silencio de Sancho donde el Quijote monta su escena; una escena que es, hasta que decide arremeter, una hiperbólica fantasía verbal. Yo me quedé con ese momento en que alguien habla a otro que no responde; el que habla argumenta, duda, describe con detalle, hace preguntas, llama la atención del otro con todos los medios a su alcance, y nada, no hay réplicas. El discurso sin solución de continuidad, desbordado, es uno de los protagonistas del poema; y el que lo hace posible es el silencio de su interlocutor —que en mi poema resultó extremado porque ese interlocutor no calla por un rato sino por toda la eternidad (es, de hecho, de piedra, es una gigantesca estatua de Neptuno sedente).

Ahora bien, hablarle a una estatua es típicamente una cosa de locos ¿no?, algo ridículo más allá de que lo que se le cuenta sea también ridículo, o absurdo, real o irreal. Tal vez ahondando en esa redoblada irrisión, irrisión más demorados endecasílabos, lidié, junto a mis personajes, con el espanto y la locura. Osvaldo llamó a esto “la peripecia quieta de los personajes”. Quieta, y así retornaba yo a la quietud y el pasmo, a la imagen congelada que desde el principio me había obsedido, la de la luz de mercurio sobre las bolsas negras.