El arte de hacer libros colgados: César Aira y Fabio Kacero

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Foto: Daniel Mordzinski

I.

Un escritor es una máquina de manías, y no es improbable que sean éstas –su naturaleza, su intensidad– las que en secreto lo vayan definiendo como escritor. Las manías no son garantía de nada, pero para un escritor pueden ser el umbral de una poética. Una obsesión severa quizá va delineando la manera en que eventualmente, o en paralelo, será escritor.

El narrador de Artforum –a quien para simplificar las cosas el lector creerá que es el mismo César Aira– cultiva al menos dos: coleccionar la revista homónima y coleccionar lapiceras. A las dos manías les da un uso; no se trata de un coleccionismo estático, estéril. Las dos entran, de modos oblicuos y de modos obvios, en el oficio de escritor. No habría que olvidar que estamos ante el autor de textos que incursionan apasionadamente en el arte –Mil gotas, Picasso, Duchamp en México–, que dice que su escritura se parece al dibujo, que llegó a declarar al dibujo, en Continuidad de ideas diversas, como superior al arte literario.

Medio centenar de páginas le sobran a Aira para condensar lo más profundo, afectuoso y cómico que se pueda decir de la relación apasionada con los objetos que se persiguen y miman con desesperación. El narrador rastrea la revista con una obsesividad distendida, pero el movimiento geológico de las librerías de usados dilata la aparición de ejemplares de la Artforum en un juego de espejismos. Amigos lo convencen de trocar una expectativa constante por una espera programada. Resignando su método –la idea de la suscripción va contra la poética de lo accidental en Aira– se suscribe a la revista. Los números no llegan. El correo resulta igual de azaroso que salir a rastrillarla por la ciudad. (El azar, sus amenazas y traiciones: reaparece la bala perdida, ya presente en su relato “El cerebro musical”.)

Las especulaciones –como suele suceder con el autor de El tilo– acerca de su posible paradero entran en una espiral en ascenso. Entra en juego otra vez la matemática demente de Aira. Recrudece su debilidad por la estadística y el cálculo (que siempre involucran alguna curva del tiempo). Semejante vocación para causar gracia con la matemática inútil y las equivalencias absurdas sólo se conocían en Beckett. La espera del golpe de suerte –ilustrado con otro tópico recurrente, la pobreza– es la única luz.

Nuestro héroe intenta disimular su pasión con elegancia; es lo que hace su autor con la literatura. Esta fijación, como tantas veces en Aira, lo pone entre la euforia y la melancolía (¿pero hay otros estados recomendables?). Aira es diestro para lo autobiográfico (o para dar la apariencia de lo autobiográfico); ostenta un gran sentido del ridículo. El terror que tienen Aira y sus narradores a tomarse en serio, por otra parte, da risa. (Quizá resulta más cómico si se lo lee autobiográficamente, lo sea o no, se lo conozca personalmente al escritor o no).

Lo que viene a desatar el conjuro es armar el número propio de Artforum, a mano. El artesanado: otra manía de Aira es la de las lapiceras y es tal vez –aunque más no sea para estar a la altura de los instrumentos adorados que usa– la que lo hace escribir como lo hace. Uno podría animarse a decir que al menos uno de los secretos de Aira es que sigue escribiendo a mano. (Escriba a mano o no, su letra es para un escritor el tema de su vida.)

Según dos cuentos de César Aira –“A brick wall” y “Picasso”– un papel no puede plegarse sobre sí mismo más de nueve veces. En su obra ha logrado plegarse y desplegarse y reinventarse unas cuantas veces más. Da vuelta una idea o una escena como un guante, y es lo que hace en dos capítulos de este libro, que del derecho o del revés no pierde su forma.

 

Artforum, César Aira. Blatt & Ríos, 63 págs.

 

II.

El artista argentino Fabio Kacero fue cortejando los libros como en un acercamiento a Almotásim –ese espejismo divino al que no se llega nunca– hasta que entendió que sólo un salto mortal le permitiría salir del laberinto: escribir su propio libro. Un libro verdadero. La calidad de Salisbury es tal –y no porque a un artista se le exija literariamente menos– que ahora parte de su obra artística podría verse como meras bromas. ¿Pero entonces se trata de un escritor que posaba de artista? Otra puesta de Kacero: el escritor que mató al artista.

No es raro que un artista contemporáneo se ponga a escribir, ya que la mayoría de las cosas que hace el arte contemporáneo se pueden contar, describir, sin necesidad de llevarlas a cabo, y el resultado de leerlas es el mismo que el de verlas; hoy debería bastar, entonces, con ser escritor para ser artista.

La paciencia que hay en las obras plásticas de Kacero está presente en sus relatos, avanzan sin prisa y no tienen una duración prefijada. Es la paciencia que le exige volver sobre ciertas obsesiones. Esos ritornelli y esas reescrituras son lo que más se parece a su obra plástica. La inscripción recursiva sobre una superficie lisa. Son estas repeticiones y variaciones las que le dan al libro una forma única. Escenas que producen ecos de un cuento a otro y los encadenan de un modo evidente o subrepticio. Un relato de Kacero se cierra sobre sí mismo, o se prolonga en un reverso de sí mismo, o en otra versión. Tanta repetición parece anticipar una obra clausurada, suficiente, y sin embargo corre aire por los escenarios de Kacero, afines al Buenos Aires del film “La invasión”. Aparecidos, fantasmas, préstamos de recuerdos, enroques de identidades. Tentados por las simetrías y las sincronicidades fantásticas, los relatos de Salisbury ostentan dos líneas principales: la autobiografía fantástica y la antropología delirante.

Kacero no necesitó viajar en el tiempo para encontrar un prototipo, le alcanzó con un contemporáneo. Como si hubiera elegido al escritor argentino actual de mayor consenso para sustituirlo, volverlo redundante con un gesto duchampiano. El ready-made era la obra del otro. No era difícil adivinar que el verdugo de César Aira sería un artista. Una obra tan cercana a otra la reemplaza por última. Es mejor porque es más “nueva”, como diría el propio Aira.

No es una ofensa para Kacero decir que varios de estos cuentos no hubieran sido posibles sin el desinteresado aporte de la lectura de Aira. La obra precedente de Kacero anula la posibilidad de pensar que lo guía la ingenuidad, aunque tal vez la proliferación de inventores geniales y fallidos, magos e indios se deba simplemente –otra vez Almotásim– a los trazos que un espíritu ha dejado en otro. Está claro que lo de Kacero no es una parodia; en todo caso una afinidad espiritual total, que es aún más misteriosa. El juego de los parecidos –lo igual pero distinto, y al revés– es un difícil truco de magia. La predilección por esa clase de figuras pone de inmediato a Aira y Kacero como creadores del siglo diecinueve –el uso de la coma ociosa los delata todavía más– y sin embargo los lleva a invenciones que descorren los velos de lo ruidosamente actual. Paradójicos efectos de sus discordantes máquinas de tiempo.

 

Salisbury, Fabio Kacero. Mansalva, 192 págs.