Descubrir a Lichtenberg

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En su notable prólogo a los Aforismos de Lichtenberg, publicado por el Fondo de Cultura Económica, Juan Villoro cita a John Gross, para el cual un aforismo es en definitiva una máxima subvertida, una inquietud que se disfraza de teorema. Villoro duda entonces que las anotaciones de Georg Christoph Lichtenberg tengan vocación aforística, puesto que no tratan de condensar y estilizar una idea, por más inquietante que esta resulte. Por el contrario, constituyen generalmente textos más o menos incompletos, bosquejos para matar el aburrimiento, que bien pudieron ser interrumpidos por la cena lista o las ganas de dormir. Elias Canetti, admirador de Lichtenberg, definió el apunte como el producto espontáneo y contradictorio de una tensión interna. Su brevedad es fruto del descuido y no del trabajo minucioso. Haciendo un homenaje digno al científico alemán, Villoro distingue que el aforismo está movido por una energía centrípeta, unitaria, mientras que el apunte lo está por una energía centrífuga.

Haber llamado Aforismos a los cuadernos de apuntes de Lichtenberg, por tanto, tuvo un indiscutible valor comercial en su momento, pero constituyó una definición inexacta. Un clásico libro de aforismos sería El arte de la prudencia, de Baltasar Gracián, o mucho mejor: las Máximas de La Rochefoucauld. Las Máximas están escritas con una organización más o menos visible, y se nota que cada una de ellas fue pulida hasta quedar reducida a lo mínimo, sintáctica y conceptualmente. La utilitaria numeración y el hecho de que en su gran mayoría puedan ser formuladas con los recursos de la oración psicológica (apenas hay puntos y seguido dentro de una misma máxima) son pruebas de ello. Las escandalosas formulaciones de La Rochefoucauld, como la que asegura que sentimos la vanidad de los otros a causa de la nuestra (de cuya lucidez cabría intuir unas cuantas nociones de psicología), podrán compararse con las de Lichtenberg en cuanto a propósito, en última instancia, pero nunca en términos formales.

Roland Barthes hace una distinción entre las máximas de La Rochefoucauld, propiamente dichas, y sus reflexiones, fragmentos añadidos con posterioridad, que carecen de lo abrupto y lo espectacular (notemos el parecido con las categorías de Juan Villoro, que distingue el aforismo del apunte). En el ritmo abrupto del aforismo se esconde un misterio. Casi podría decirse que el aforismo constituye un truco de magia, en el que se intenta convencer de algo mediante la no predictibilidad, mediante la sorpresa. La reflexión, opuesta a la máxima, bebe del ensayo y por tanto es explicativa, es menos literaria, por así decirlo. La máxima agrada más al esteta que la reflexión, está hecha para lectores que ya no estén buscando aprender nada, sino sorprenderse.

Lichtenberg tiene apuntes diminutos que corresponden a la forma de la máxima, es decir, del aforismo, como cuando dice que el asno es ridículo porque recuerda al caballo, y que sin embargo el caballo recuerda al asno y no es ridículo. Una verdad sobre estética, tal vez sobre lógica, sobre cómo pensamos, se deja entrever en ese caso tan peculiar: el no intentar argumentos, el no negociar, hace paradójicamente que el aforismo nos domine mejor. No tiene que ser cierto lo que dice, pero nos parece más cierto.

Otros apuntes de Lichtenberg, pese a ser todavía más breves, no brillan como aforismos, tal es el caso cuando dice que hay polillas en los engranajes de su reloj de madera. No sabemos en qué momento hizo la anotación, si a medianoche o justo después de levantarse, resalta por su llaneza y de ella es mejor no esbozar demasiadas teorías. Lo importante es que hay algo más que requiere el aforismo, y es una especie de universalidad del detalle, la capacidad de conseguir que, desde un punto del mapa, se ofrezca una mejor visión del mapa en su totalidad. Las máximas de La Rochefoucauld lo hacen de maravilla, regresando al ejemplo que nos resulta más útil. Pueden ellas prescindir de cualquier circunstancia, cada una existe por sí misma (retomaremos este punto luego).

Es por esta condición de universalidad que el aforismo puede extraerse de obras más largas. Si bien escritores como Oscar Wilde (para poner un ejemplo bastante conocido) poseen libros magníficos, son recordados, quizás, por frases aisladas e inolvidables de esos libros. En ellas no se resume la obra, necesariamente, sino que se construye una obra propia, un extrañamiento dentro del extrañamiento. Wilde manejaba tan bien esta doble funcionalidad, la frase que encaja y a la vez desencaja, que es imposible pensar que no lo hiciera a plena consciencia.

Aquel que ha intentado escribir reconocerá el temblor peculiar que precede a la línea aforística. Shakespeare, de cuya obra Lichtenberg fue un entusiasta difusor (uno de los primeros en Alemania), obviamente se dejaba llevar por la emoción de estos hallazgos, casi se podría decir que escribía buscando aforismos. Y bueno, como sabemos, algunas de esas ocurrencias se han vuelto expresiones comunes en el inglés. Millones de personas que no conocen Hamlet todavía hoy las repiten. Hay algo de este ingenio por el ingenio (llamémoslo así por un instante, aunque suene a blasfemia) en ciertas ocurrencias de Lichtenberg. Pienso en la isla que, según él, nadie ha descrito en mucho tiempo, porque las extravagantes costumbres de sus habitantes hacen que los editores piensen que se trata de sátiras contra los países de los que ellos vienen. Esta divertida broma carece de los requisitos necesarios para llamarse aforismo, pero nos seduce con la misma picardía que uno. Las bromas son a menudo apuntes travestidos de aforismos, en paródica pose de universalidad.

Tenemos entonces que pese a ser vendido como un autor de aforismos, y pese a haber fabricado, en efecto, tanto aforismos como lo que podría llamar variaciones aforísticas, Lichtenberg no era un aforista. Los cuadernos de Lichtenberg carecen de las condiciones mínimas para ser leídos como diarios (cosa que uno agradece, pues cierra la puerta de antemano a cualquier atisbo de narcicismo o trivialidad, enfermedades casi naturales dentro del género), pero, sobre todo, tampoco pueden ser leídos como típicos cuadernos de escritores, dígase los de Henry James o los de Gustave Flaubert. En estos dos se ensayaban, más que nada, argumentos de obras mayores, con sus posibles variantes bien comparadas y discutidas. Se trataba de diarios de escritura literaria, mientras que Lichtenberg apuntaba la reflexión pura, la que no era necesariamente el borrador de otra cosa.

Considero más apropiado comparar los Aforismos con los cuadernos de un escritor como Samuel Butler, que hace casi un siglo llegaron por azar a las manos de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En una página del diario de Bioy se anota el comentario, referido a Butler, de que si cada hombre inteligente anotara con regularidad sus reflexiones, al final de su vida, tras unos arreglos mínimos, dejaría un libro fabuloso. Hay muchas tentaciones que suelen impedir esos libros, como el oficio de periodista o la escritura de diarios, devoradores de ocurrencias, además del problema indiscutible que es pasarse la vida escribiendo un texto que ni siquiera tenga un lector seguro, salvo familiares y amigos. Lo extraordinario, volcando la idea de Bioy, es que libros serenos y sin pretensiones como el de Lichtenberg o el de Butler lleguen a nosotros.

Wittgenstein escribió sus Investigaciones filosóficas con imperturbable paciencia, pero según su propia confesión los apuntes que integran el libro eran solo los esbozos de una obra de mayor envergadura. Una vez resignado a la imposibilidad de esa gran obra, acomodó los apuntes lo mejor que pudo y los dio a la imprenta. Wittgenstein no tenía intenciones literarias, pero al menos tenía un proyecto inicial, algo que daba unidad a los fragmentos disímiles. Lichtenberg no lo tenía, como tampoco Samuel Butler. Su escritura partía de la completa espontaneidad, y las categorías en las que hoy aparecen separados los apuntes fueron posteriores a su muerte. Es por esto que no se advierte continuidad entre fragmento y fragmento, a diferencia de lo que sucede con las Investigaciones filosóficas o con las ya mencionadas Máximas de La Rochefoucauld.

Las Máximas de La Rochefoucauld, pese a ser extraordinarias, tienen el defecto de que asfixian al lector, puesto que se nota la cercanía en la escritura de unas y otras, hay un hilo bien marcado en el que se van explotando ideas hasta que ya no quede nada que decir. Después del décimo libro, dice Lichtenberg, se tiene una mala idea del escritor, y no porque escriba peor, sino porque ya se dispone de puntos suficientes para completar la trayectoria de su vida. La frase es tenebrosa, nos espanta porque la sentimos como cierta, de repente uno no quiere escribir. Barthes analiza la diferencia entre la lectura de las máximas de La Rochefoucauld por separado (apuntan al lector, son incisivas) y una a continuación de la otra (nos describen más bien al que escribe, sus obsesiones, y eso de algún modo hace que pierdan filo). Pero los apuntes de Lichtenberg, precisamente por su carácter disperso y contradictorio, nunca nos aburren.

He dedicado muchísimas líneas a la categorización de los Aforismos, no porque en realidad piense que es demasiado importante categorizar textos, sino porque este texto en particular ha sufrido mucho en su indefinición. La orfandad genérica es nociva en extremo para los cuadernos de apuntes, sobre todo si sus autores no poseen obras que ya los hayan consolidado en la imaginación popular. Su único plan es confiar en el atractivo de las ideas, cuando no en el ritmo de las frases o en los adjetivos oportunos. Cada apunte nació para dominar el mundo, pero queda un tanto invisible, en la penumbra. ¿Quién sale a buscar esos libros que ni siquiera son libros, sino colecciones de pedazos?

En sus diarios, Adolfo Bioy Casares, en un resignado y noble papel de Dr. Watson, apunta la idea de su amigo Jorge Luis Borges de que el aforismo es un género para escritores cansados. Una idea curiosa, además, si conocemos las costumbres de ese par de amigos: discutir imparablemente fragmentos de libros ya leídos, a veces simples frases, suvenires de viajes extraordinarios ahora vueltos objetos familiares. Llegado un punto, tal vez, todos los grandes lectores se cansen.

Al decir que el aforismo es un género para escritores cansados, por tanto, un poco también estamos admitiendo que es el género de la madurez, el último, la meta pacífica de las bibliotecas. El aforismo y el apunte son las formas últimas del conocimiento escrito, están fuera de clasificaciones más complejas y convencionales, y es por esto que en ellos converge la ciencia, la filosofía y la literatura. Lichtenberg, no lo olvidemos, era también un científico. Dice en los Aforismos, por ejemplo, que la invención del lenguaje precede a la de la filosofía, y es esto lo que la dificulta. Notemos en la idea el interés científico, racionalista, y a la vez el tono patético, desesperanzado de la literatura.

En la literatura, como en la ciencia, hay una búsqueda común de la verdad, aunque hoy solamos separar tanto una de la otra. En aquel momento y en aquel lugar todas las ciencias estaban mezcladas, había una atmósfera que confundía la astronomía y la astrología, la química y la alquimia, y florecieron los hombres universales, los faustos: clavado en el alma de una generación que cambiaría el mundo, Lichtenberg es la duda en estado puro. Literatura y ciencia constituyen formas de enfrentar la curiosidad ante el mundo, la primera es intuitiva, estética, la segunda hay que aprenderla, se basa en fundamentos y metodologías, pero no deja de ser una bifurcación de la primera. No se puede llegar a la tesis científica sin el titubeo de la hipótesis, y no se llega a la hipótesis sin el presentimiento, ese insecto capturado en ámbar en el cuaderno de apuntes, objeto que comparten tanto escritores como científicos.

Alzar el sombrero es una reducción del cuerpo, un disminuirse, dice Lichtenberg. Tenemos aquí otro apunte muy breve, al que le falta la universalidad requerida para considerarse aforismo. Es una observación aguda y sólo eso, pero tras el atractivo literario subyace una teoría interesantísima: que muchos gestos de cortesía, que hoy nos pueden parecer gratuitos, tienen motivaciones secretas, significados que tal vez se remonten a su origen. Lo que en su momento se restringió al apunte de carácter literario podía ser luego la base de un estudio sociológico o psicológico. Ahí lo tenemos. La curiosidad literaria, entiéndase por ello una sensibilidad especial, una búsqueda de fascinaciones, crea lo que con otro rigor y con otros propósitos se consideraría ciencia. Mientras dure la indecisión y la inocencia de una idea, pues también durará su encanto, el carácter literario.

No me había referido hasta ahora, explícitamente, al carácter literario de los Aforismos de Lichtenberg, y creo que vale la pena argumentarlo, aunque sea con la ingenuidad típica que se produce cuando se intenta definir qué es literatura.

Lichtenberg no fue visto como un autor literario hasta mucho después de su muerte, y no salió publicada una edición completa de los Aforismos hasta la ridícula fecha de 1971. Se trata de un hombre con raíces kilométricas en la literatura y la filosofía del que apenas comienza a notarse el follaje, un par de hojas verdes que sobresalen de la yerba. Tal vez gracias a que los cuadernos de apuntes de Lichtenberg, como los de Butler, constituyen una cantera exquisita para escritores. Alejandro Rossi, por quien el propio Juan Villoro o Enrique Vila-Matas conocieron los Aforismos, dice que es un alivio poder expresarse a través de otra persona, y en su artículo se dedica entonces a transcribir los apuntes que le parecen más relevantes. Por ejemplo, cuando Lichtenberg dice de alguien que pertenece a esa clase de gente que siempre quiere hacer las cosas mejor de lo ordenado. Es una cualidad horrible en un siervo, agrega. La frase nos resulta cruel, no hay duda, pero también nos cautiva. Cautivó al sereno Alejandro Rossi, que tal vez pensó eso mismo en numerosas ocasiones. Esta desinhibición, tanto para el que escribe como para el que lee, sólo es permitida por el velo de inmunidad de lo literario. No creo que ningún texto estrictamente científico pueda suscitar un placer morboso y culpable al leerse, en cuanto eso sucede estamos ante un texto literario. El mal es una de las mejores pruebas de lo literario (mis disculpas por haber recurrido a semejante artimaña).

Rossi transcribe además una imagen fabulosa sobre la causalidad, la de la araña que teje su red sin saber qué es una mosca. Es una imagen, como descubre Villoro, que reutilizó (en realidad robó, porque dijo que era suya) Schopenhauer para su obra El mundo como representación. Los años han sido crueles con Lichtenberg, si pensamos lo poco que el mundo lo recuerda. Nietzsche tomó sus Aforismos como el segundo mejor libro escrito en alemán, Kant y Goethe lo admiraban, pese a que fue el primer crítico de ambos, y Einstein, fascinado de manera tardía, dijo de él que escuchaba la yerba crecer. Aquel que se proponga investigar con detenimiento a los lectores de Lichtenberg probablemente pensará que hubo siempre una conspiración: para que lo leyeran unos, los indicados por el destino, y para que no lo leyera nadie más.

Lichtenberg anota que tras comprobar que podía tomar café en una copa de vino, cortar la carne con tijeras y untar mantequilla con una navaja de afeitar, llegó a la conclusión de que el mundo era demasiado dependiente a las apariencias y a las convenciones. Probablemente no se trate de una exageración, basta analizar por dos minutos su vida para darnos cuenta que era muy capaz de comprobar estas variantes en la práctica, no como excentricismo, sino como un legítimo experimento cognitivo. En la adivinación del peculiar personaje tras los apuntes, tanto como en la lectura fragmentada de los mismos, se halla el placer íntimo que a menudo sólo encontramos en la oralidad, es decir, en la literatura breve y aguda de las mejores conversaciones. Los apuntes igualan esa cercanía. Lichtenberg es el amigo extraño y delicioso que nunca tuvimos.

Sin quererlo, la colección de fragmentos azarosos que llamamos Aforismos ha conseguido aquello por lo que se ha esforzado el escritor de vanguardia toda su vida (la liberación genérica), el cronista social (retratar un tiempo), el existencialista (retratar el alma humana), el iconoclasta (burlarse de las figuras más respetadas de una época) y el poeta enamorado (la empatía incondicional). El aforismo y el apunte, copos de nieve del lenguaje, delincuentes literarios, son capaces de sobrevivir en condiciones adversas y escurrirse entre las grietas del tiempo y el espacio. Se decía que las dos personas vivas más distantes que pudiera haber en nuestro planeta estaban a un puñado de contactos de conocerse. Los estudios de las redes sociales contemporáneas han demostrado esa ley estremecedora. Del mismo modo, cualquier lector en cualquier momento está a punto de descubrir a Lichtenberg por un párrafo, por una línea.

 

NOTA: Este texto, en una versión previa, fue publicado originalmente en la revista Upsalón No. 15, en febrero de 2018.