Benjamin, Proust, Kraus y Hašek: la caída hacia la Primera Guerra Mundial

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Primer escalón: de Benjamin a Couto Castillo

Hay un fragmento de Walter Benjamin que figura en los apuntes para “París, capital del siglo XIX”. Podría ser el núcleo del Passagen-Werk. Su posición marginada le da el carácter de lo efímero, una marginalidad que al mismo tiempo lo predestina, dado el contexto de una obra en movimiento continuo, como centro posible. En medio de una serie de intentos por estructurar un conjunto de citas y paráfrasis que se opone a la estructura, porque ésta es su objetivo y genera su existencia hipotética, se halla una reflexión formulada y cerrada cuya lógica y clarividencia deslumbran. Traduzco tres párrafos que corresponden a las páginas 1213 y 1214 de la edición alemana de 1982 al cuidado de Rolf Tiedemann: “(Iniciamos una nueva época en la historia del comercio con antigüedades y construimos un nuevo reloj que indicará cuándo las cosas hayan madurado para poder ser coleccionadas.) // Construimos teóricamente el despertar, es decir, imitamos en el ámbito del lenguaje el truco que, de manera fisiológica, es lo decisivo en el despertar. El despertar opera con el engaño. Con el engaño, no sin él, nos separamos del área del sueño. // El despertar es el caso ejemplar de la memoria: el caso enorme e importante que nos permite acordarnos de lo más cercano e inmediato. Lo que Proust pretende decir con el cambio experimental de los muebles, no es otra cosa que lo que Bloch intenta expresar con la oscuridad del momento vivido.”

Igual que la versión española que publicó Akal en 2005, reproduzco la palabra alemana Fall como “caso”. Se pierde el doble sentido del original: Fall también puede ser “caída”. Quiero creer que Benjamin opera a conciencia con ambos significados: el despertar es una “caída ejemplar de la memoria”, una caída hacia la conciencia que, de esta manera, se convierte en un estado inferior a la supuesta inconciencia del sueño.

Sabemos que Benjamin aceptó la dialéctica marxista sólo con titubeos y no sin resistencia. Theodor W. Adorno, su amigo a distancia que jamás pudo superar la barrera sentimental que en alemán implica el uso del Usted hasta en correspondencias íntimas, lo solía regañar y doctrinar al respecto. Benjamin, a pesar de percibir al más joven Adorno como maestro, no quiso renunciar a su afición por los lados oscuros del romanticismo alemán y de la mística judía. Había de existir un método para reconciliar la ilusoria exactitud de la historiografía marxista con la anhelada flor azul de los románticos. Creo que el caso / la caída hacia el despertar revela la dialéctica específica del historiador y filósofo Benjamin. La influencia de Novalis y de Friedrich Schlegel es clara: morir es despertar, es caer hacia una oscuridad que es la verdadera luz.

Las pesquisas históricas que forman el Passagen-Werk operan de esta forma un tanto mística, un tanto dialéctica. Cientos de autores decimonónicos tienen la palabra, miles de citas y paráfrasis integran el libro que, aunque Benjamin aporte muy poco de su propia pluma, es, de manera íntegra y absoluta, la obra del filósofo alemán. Es posible que Benjamin viera esta colección de material como el estado inicial de una obra a escribir. Saludo que, excepto pocos textos redactados, no la haya escrito.

Hablan los contemporáneos de Napoleón (el grande y el pequeño), hablan los visitantes de varias exposiciones mundiales parisinas, hablan el Barón Haussemann y las víctimas de sus construcciones, hablan las barricadas y sus defensores. Y hablan, por supuesto, los pasajes con sus tiendas; cafés; prostitutas, y con los que miran las mercancías expuestas, brillantes en un inicio, polvorientas y nostálgicas después; observan en los cafés y compran a las prostitutas. No son testigos del pasado, son el pasado que susurra hacia el futuro. Benjamin primero, nosotros después escuchamos las voces y despertamos hacia su presente que ellas no pueden percibir, el que nosotros entendemos como pasado que ¾dialéctica y mística¾ forma nuestro día a día.

Podríamos tener el privilegio, gracias a las búsquedas mítico-dialécticas del inventor de la capital del siglo XIX, de vivir a plena conciencia ese día a día, la historia que se desarrolla con nosotros y ante nuestros ojos como un fenómeno que, en estos momentos del siglo XXI, nuestros antepasados del XX están construyendo. Las barreras temporales se borran, caemos hacia el pasado que es conciencia, que es memoria, que es presente.

En el pasaje citado, Benjamin indica otra de sus fuentes: la novela-mundo de Marcel Proust. En sentido estricto es imposible la lectura homogénea, en bloque, de À la recherche du temps perdu ¾me permito el esnobismo de citar el título original, ya que Proust nos enseña que los sentidos (más el olfato y el oído, que la vista) son los portadores de la experiencia temporal. El tiempo es sensorial, y no hay sonido más íntimo y revelador que el del idioma.

Los siete volúmenes de la novela aparecieron entre 1913 y 1927; se cree que Proust empezó con su redacción en 1906. La Primera Guerra Mundial y una serie de experiencias (sensaciones) personales sin duda cambiaron una y otra vez el rumbo previsto para el texto. El tiempo mismo escribe la novela, su autor y su narrador lo escuchan, huelen y le prestan papel y lápiz. Si la novela folletinesca de entregas cambia su rumbo según las reacciones del público lector, À la recherche… se adapta a las exigencias y caprichos de la historia política, social, cultural e individual.

En 1934, Hermann Broch empezó a trabajar en su novela más ambiciosa, una obra que tiene muchos títulos: Bergroman (Novela de la montaña), Der Versucher (El seductor), pero también Die Verzauberung (El hechizo). El austriaco sigue el ejemplo de Proust: el tiempo escribe su novela. Broch no puede trabajar con concepto o plan narrativo alguno, escribe sobre acontecimientos que están pasando, narra su presente inmediato. Según la fortuna bélica cambiante, varía el tono de la novela: un pesimismo desesperado, cierto optimismo tenue y hasta el triunfalismo ingenuo impregnan sus páginas, forman una estafeta caótica que no permite especulaciones sobre el desarrollo de la trama. Una derrota insignificante de los nazis alumbra la novela, un comentario derrotista de los aliados la hunde en la oscuridad.

Los estragos del tiempo en un individuo pensante son el gran tema del Bergroman. Con la guerra termina la novela, con el final de la novela se reencuentra el tiempo, un hallazgo trágico que, a pesar de la victoria de los aliados contra la barbarie, no permite optimismo alguno: el tiempo reencontrado enseña ¾a Broch y a Proust¾ la posibilidad de la repetición de lo mismo bajo disfraces variados. En este sentido, el tiempo es la montaña que evade al individuo, lo rechaza y, al mismo tiempo, lo amenaza, lo podrá aplastar en cualquier momento.

Sabemos que el hechizo y la seducción que proporcionan dos de los posibles títulos remiten a Hitler y el nacionalsocialismo. Sin embargo, también son configuraciones temporales. Una situación paradójica: el tiempo seduce con la posibilidad de lo atemporal, el hechizo consiste en su propia aniquilación engañosa. El médico, narrador y protagonista de la novela, vive, como muchas otras figuras literarias antes y después de él, la atemporalidad de la fiesta, de un rito vago que apunta hacia lo primitivo y telúrico. Broch agrega una variante a esta experiencia ilustrada por Thomas Mann, Hermann Hesse, D. H. Lawrence, Malcolm Lowry, entre otros. El médico baila, permite que la orgía se apodere de él, pero jamás pierde la conciencia. Es un borracho que se observa a sí mismo, ve sus movimientos torpes y escucha sus balbuceos carentes de sentido. Observa, no se le permite (¿quién?) intervenir, muere de pena frente a su propio ser, se le condena a una pasividad lúcida. Así se posiciona el médico en medio de la fiesta, del rito montañés: sabe que el tiempo y la colectividad engañan, que generan una conciencia falsa y peligrosa; sabe también que el verdadero yo no se aniquila (como quizás Canetti piensa), sino se repliega a ese lugar frustrante del observador impotente, un lugar con tiempo en medio de un nunc stans sin cronos y sin espacio. Sobreviene la resaca, regresa el tiempo y con él la amenaza de la repetición. Hay que sumergirse en otra orgía, expulsar la razón de nuestra conciencia, encerrarla en esa catacumba en la que la realidad penetra a través de una pequeña apertura.

“There is a crack in everything / that’s how the light gets in”, canta un Leonard Cohen ya sabio y se queja de la falta de libertad de movimiento y, aún más difícil de soportar, del estado de una perenne ansiedad que sufre quien está consciente y racional en medio de la inconciencia e irracionalidad. El médico de Broch está atado a su propia conciencia, el tiempo recobrado lo arrolla como la avalancha ingiere al que halle en su camino.

Un recuerdo literario, de los que acechan a los profesores universitarios que entran en la vejez, me sorprende. Hay un cuento, no mucho más de 500 palabras, del malogrado modernista mexicano Bernardo Couto Castillo que, conciso, exacto y fatídico, expresa ese despertar hacia el tiempo, el regreso del tiempo, la caída hacia la conciencia. La Revista Azul publica “La canción del ajenjo” en mayo de 1896. Couto tiene apenas 17 años de edad y parece ser un vicioso convencido y perdido. Dedica la narración a José Juan Tablada. Quiero creer que hay algo de ironía y maldad en la dedicatoria, ya que Tablada, adicto a muchas sustancias, solía fingir llevar una vida sana y moderada.

El ajenjo es el protagonista del cuento, la droga se personifica, humaniza y habla; la droga seduce y promete un paraíso de la inconciencia, placeres atemporales pero sensuales y tangibles. El despertar del estado enajenado ilusorio se describe como una caída dolorosa. La voz del ajenjo, “la verdosa serpiente del deseo”, le grita desde el fondo del vaso un memento trágico: “…tu destino, tu singular, tu errabundo destino, para siempre te separó de todas las venturas”. El bebedor recupera su conciencia diurna y sabe que “había visto lo que nunca podré tomar, lo que si mi estrella no fuera tan opaca, hubiera sido mío”. Estas oraciones contienen más que una trillada queja finisecular y decadente sobre la marginación del artista, sobre su hipersensibilidad que choca con un entorno materialista. Couto se queja, muy barroco en este sentido, de la temporalidad del ser humano y de las trampas que Cronos en compañía de nuestra percepción nos suele poner. Despertar es caer, regresar al día implica dolor. Podemos soportar el dolor, oponernos con nuestra razón, o podemos volver a sumergirnos en la inconciencia (la cruda con una copa se cura), volver a experimentar una caída que se percibe, que se siente como elevación, una caída falsa.

 

Una obra filosófico–historiográfica monumental compuesta por miles de citas y paráfrasis, una novela de siete volúmenes gruesos, otra novela de tres títulos, informe porque hay demasiadas versiones y variantes, un cuento de página y media, textos escritos un poco antes y entre las dos catástrofes que marcan el siglo XX: testimonios heterogéneos y disparejos que, no obstante, se unen porque expresan, como muchos otros textos románticos y realistas, filosóficos, científicos y poéticos, la caída peligrosa y potencialmente letal que es el despertar hacia la conciencia histórica e individual. Puede ser que la oscuridad y lo onírico sean en realidad la luz y el existir consciente, como Novalis y quizás Benjamin lo insinúan; puede ser que una racionalidad conquistada a lo largo de siglos sea capaz de controlar nuestra conciencia, de advertir ante la caída y de observarla desde un espacio que el propio yo cerca, como Popper y creo que Musil y Broch lo esperan; en todos casos se cae y se sufre.

Hace dos años se rememoró el final de la Primera Guerra Mundial. Los aniversarios son otras trampas temporales, engaños con cuya ayuda la memoria huye de la razón. 100 años dan el carpetazo a una masacre innecesaria y sin par en la historia humana: acordada y olvidada. Prefiero caer, a los incómodos y asimétricos 101, 102, 103 años de distancia, hacia el pasado que construimos nosotros y que construye nuestro presente. Cito a tres testigos principales: Proust, Karl Kraus y Jaroslav Hašek. Benjamin siempre estará presente.

 

Segundo escalón: Charlus flagelado

El 28 de junio de 1914, Franz Ferdinand, sobrino del emperador habsburgo Francisco José, murió en Sarajevo víctima de los disparos de Gavrilo Princip. El archiduque tenía 50 años, 45 su esposa Sophie, una condesa despreciada por la vieja nobleza vienesa. Princip aún no había cumplido los 20. Por ende, las leyes de la monarquía impidieron su ejecución, la que se sustituyó por una cadena perpetua que se convirtió en una muerte de cuatro años. El regicida murió el 28 de abril de 1918, pocos meses antes de terminar la primera contienda. La tuberculosis figura como causa oficial del deceso. La guerra se declaró el 28 de julio, una vez caducado el ultimátum impuesto a Serbia. Ha de generar sospechas y supersticiones el número 28…

Francisco José tenía 84 años al inicio de la guerra: un viejo solitario ajeno al mundo, sospecho que también ajeno a la matanza de millones causada por su ceguera y por la de su casta aristocrática. Muere el 21 de noviembre de 1916 en el palacio de Schönbrunn, un edificio gigantesco y lujoso, última morada de ese Habsburgo que parecía inmortal, cuyos 68 años de gobierno absolutista habían petrificado el tiempo en el imperio austro húngaro y más allá de él, habían establecido la creencia de muchos en la eternidad del sistema monárquico. Ese día, el 21 de noviembre de 1916, los austriacos de entonces y, con ellos, el continente de las trincheras mortíferas despertaron hacia el recuerdo, cayeron al fondo profundo de la memoria donde la guerra, dos años y medio antes, había encontrado una casa hospitalaria y bien preparada, había encontrado un hogar. Quizás no es casualidad alguna el hecho de que a partir de 1916 el entusiasmo inicial de muchos intelectuales que saludaban la guerra como el comienzo de algo nuevo, como el final de una época aburrida y sedante, diera lugar a la consternación ante la crueldad, diera lugar a un tan sentido como inútil “esto no lo queríamos”.

Tampoco creo en casualidades cuando de ideas se trata. Sigmund Freud publicó su estudio Das Unheimliche (lo siniestro, lo ominoso) en 1919, apenas terminada la guerra. No cabe duda de que la concepción de la obra y el análisis del material, del que forma parte Der Sandmann (El hombre de arena), el famoso cuento de Hoffmann, se desarrollaron a lo largo de los años bélicos. El hogar amenaza al hogar con su destrucción, el miedo existencial surge de nosotros mismos, el yo intenta aniquilarse a sí mismo. El proceso es mucho más complejo que un suicidio, más complejo también que el Todestrieb, el impulso hacia la muerte, con el que Freud sustituiría lo ominoso. No hay una crisis, un acontecimiento traumático puntual en ese intento de la destrucción del yo desde el yo. Hay un miedo ante una incógnita, una amenaza que jamás se materializa, un peligro que es ficticio como el Sandmann o inefable como el Horla de Guy de Maupassant. Este miedo impreciso podría ser ansiedad, pero también, más allá del psicoanálisis y de la medicina, un tanteo en la nebulosa que forman nuestros recuerdos individuales y colectivos, podría ser la búsqueda del tiempo perdido.

Karl Kraus, un enemigo declarado del psicoanálisis, describe el inicio de la Primera Guerra. En Los últimos días de la humanidad, un ejército formado por uniformes cuyos botones brillan más que los de ingleses y franceses ¾de los serbios ni se diga¾ marcha hacia la suciedad, el hambre, la bestialidad de los oficiales, la muerte inútil en alguna trinchera en medio de una región que todavía ayer era parte de una patria tan potente como ilusoria. No hay soldados en estos uniformes, todavía. Hay adolescentes y adultos que creen que existe algo que se debe y puede defender: un nombre, un estilo de vida, un principio; hay otros que, borregos, siguen a los demás, como Ferdinand al inicio de su viaje al fin de la noche; hay los que, como Schwejk, saben que la procesión es estúpida e inútil, pero van porque se resignan y porque ellos no tienen ni voz ni voto y porque así las cosas desde tiempos ancestrales. Los soldados nacen después: máquinas que matan para no ser matados, máquinas que, a la manera de Olimpia, anhelan un alma que sólo los recuerdos podrían proporcionar.

Con el emperador muere el principio en el que algunos habían creído, los borregos empiezan a anhelar su establo sucio en un más allá de las trincheras inalcanzable, y Schwejk nos hubiera contado una historia larga sobre lo fácil que es morir, hasta para la nobleza austriaca. La guerra, entonces, entra en el tiempo, en la memoria, se convierte en recuerdo y revela su cara deformada, marcada por un sadismo que no se conforma con el asesinato, sino aspira a la extravagancia del acto.

La primera contienda sobrevive a Francisco José casi dos años: termina con la firma del armisticio de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Dos años fantasmales: nadie gana, nadie pierde, los periódicos celebran triunfos históricos que equivalen a cinco metros de terreno hoy ganados y mañana perdidos por el precio de miles de muertos. Dos años que son la caída de toda una humanidad hacia la conciencia, el “Fall” de Benjamin, el despertar hacia el Horror que el coronel Kurtz había prefigurado. Pero esta vez se trata de un horror que no sólo se vive (y disfruta) en algunos momentos lúcidos, sino a lo largo de 700 noches con sus días, de un horror que los condenados a morir no buscaron, como Kurtz lo había buscado. Se le ocurrió al tiempo manifestarse como horror, un dios caprichoso e infantil, quizás el dios de los gnósticos, que no sabe que lastima a sus hijos cuando juega con ellos.

 

La cronología y el transcurrir lineal del tiempo narrativo de su novela importan muy poco a Marcel Proust; el nombre de su protagonista aún menos. ¿Realmente se llama Marcel ese escritor fracasado en el pasado y triunfador al final de la trama? Creo que leí en no sé qué libro de Barthes que sólo en una ocasión Proust nombra a Marcel. La busqué en vano en las 2401 páginas de mi edición, una de Gallimard en un volumen que pesa 1598 gramos. Seguro que Barthes no miente, pero ese Marcel simplemente se hunde en el océano de palabras. No podría ser de otra manera: el amigo y protegido de Swann, el testigo del escándalo Dreyfus, el amante de Albertine y el íntimo de la nobleza parisina no pueden ser una y la misma persona. El tiempo deforma a los protagonistas, ese tiempo que Marcel (o cómo se llame) busca en la música, la pintura, el amor, la homosexualidad, hasta en el matrimonio, la amistad y la belleza, ese tiempo se evade porque tiene su casa en Marcel, en cada uno de nosotros, es el hogar que va a destruir al hogar.

Marcel es niño, joven y hombre maduro a la vez. Las cifras bailan en esta búsqueda del tiempo perdido, las matemáticas no operan en ella. Marcel, el individuo histórico, no sería capaz de abarcar conscientemente la guerra franco-prusiana, el escándalo Dreyfus, la Primera Guerra Mundial y los años 20 del siglo XX; Odette, eternamente joven, sería una centenaria al final de la novela; Albertine, eternamente adolescente y amante, no podría morir en sus veintes, quizás tampoco en sus treintas… La cronología de la novela es caótica: Swann, hombre maduro ya, corteja en vano a Odette, de pronto son un matrimonio cuya hija Gilberte Marcel corteja, de pronto hay un divorcio y Swann muere prematuro, ¿prematuro? Marcel se hace amante de Gilberte —¿sí o no? —, luego de Albertine, luego Albertine lo rechaza, pero luego viven juntos y Albertine muere, ¿de veras muere? Y estalla la guerra y todavía vive el diabólico Charlus quien, a esas alturas, ya debería ser un vetusto más allá del bien del deseo sexual. Las cifras bailan, pero así es el tiempo que no respeta ni forma ni lógica algunas.

A Marcel le cuesta trabajo convencerse de la monstruosidad y de lo abyecto del tiempo. Quizás descubre ambos en medio de la primera guerra y gracias a Charlus quien —no le queda de otra— se mantiene vivo y lujurioso a una edad muy avanzada. La escena es cruel, inspira miedo, risa, rechazo y compasión al mismo tiempo, la escena es “unheimlich”, ominosa. París sufre los ataques aéreos de los alemanes, las calles de la ciudad luz están oscuras, los pocos transeúntes se exponen a las bombas y a las autoridades urbanas que vigilan sobre la prohibición de salir. Aun así: Marcel deambula por esa escenografía amenazante. Hay un edificio del que salen luz y voces, un hotel abierto y bastante concurrido. Marcel entra y finge ser un huésped cualquiera. Dentro hay soldados que sirven a Charlus, jóvenes que flagelan la carne de ese aristócrata que pertenece a otro tiempo, una nobleza arrogante que sobrevive quién sabe cómo y quién sabe por qué. El sadismo del barón del que Marcel había sido víctima se convirtió, con y en la Primera Guerra, en un masoquismo atroz que, pese al querer sufrir, no puede renunciar al dolor ajeno: goza con las intrigas y conflictos celosos que genera con las dádivas entre sus verdugos comprados.

La luz, ausente de Europa, se refugia y concentra en este lugar simbólico donde la clase elitista vive los últimos momentos de su poder real: sólo el látigo es capaz de hacer sentir algo a un cuerpo agotado; sólo la violencia de la guerra hace gozar a los viejos amos. El narrador deplora y admira a la vez las escenas que presenta. Una clase social, sus partes más inteligentes y sensibles, sabe que su fin se acerca y convierte su propia decadencia en espectáculo. De nuevo se cae hacia la conciencia de la temporalidad, la caída es dolorosa, sin embargo, se goza.

Oswald Spengler había descrito, poco después de la guerra, la caída de un árbol en la selva: el gigante se opone a la muerte, no quiere perecer solo y arrastra todo su entorno hacia la destrucción fatal. Así muere la nobleza europea, así termina Charlus cuya muerte física se relega a un futuro escatológico inverosímil.

Como testigo de las escenas en ese hotel que, por algunas horas, es el centro de Europa, el protagonista, un hombre que ya debe ser un cuarentón, por primera vez abre los ojos hacia el tiempo, intenta despertar, pero aún retrocede ante la caída inminente, quizás porque sabe que en su caso (Fall) el caer (Fall) hacia la conciencia equivale a escribir y el escribir equivale a la soledad.

Un baile de máscaras en el que todos se disfrazan de ancianos. Esto es, años después de Compiègne, el tiempo recobrado o reencontrado. Rasgos grotescamente deformados, los estragos del tiempo, los signos de la vejez, la cercanía del último momento escondidos bajo capas y más capas de maquillaje, bajo una densa nube de polvo de arroz; cuerpos fláccidos y enfermos, cuerpos apenas capaces de moverse o ya atados a una silla, cuerpos destrozados por los años fingen energía, siguen pretensiosos, quieren lucirse. Mujeres y hombres encorsetados, sus músculos atrofiados y colgantes fortificados y elevados por la barba de ballena siguen vanidosos, siguen hiriéndose mutuamente con palabras y chismes. Los hombres nobles siguen teniendo amantes a las que mantienen desde su parálisis erótica para que ellas puedan poseer y mantener a hombres viriles cuya potencia debe ¾un proceso osmótico de homosexualidad¾ penetrar por quién sabe qué orificio del amado inmóvil.

Imágenes de la decrepitud: viejos que se disfrazan de viejos que pretenden ser jóvenes. “She’s sixty-eight, but she says she’s twenty-four”. Marcel, él mismo casi anciano, presencia una danza macabra. Sin embargo, en esta danza aparecen simultáneamente su niñez en Combray, Swann, la joven y ansiada Odette, el despertar hacia la sexualidad, la experiencia de la belleza en música, pintura y poesía y, lo más hermoso y lo más peligroso en un instante, la convicción de que él mismo, ese testigo que no participa en la danza, es un artista, un escritor. No hay descubrimiento más duro para el individuo que el de su propia vocación a la que ya no podrá escapar.

La única luz que la Primera Guerra Mundial ofrece en la búsqueda de Proust es una muy opaca, es la esperanza de que después del lento fallecimiento de la clase poderosa quizás algo nuevo pueda surgir, que los ingenuos verdugos pagados por Charlus puedan tener sus propios destinos. El mundo político necesitará otra masacre, de dimensiones aún más espectaculares, para percatarse de que sólo el individuo es capaz de despertar, jamás la comunidad: si ella cae hacia un estado consciente, surgen la tortura, el sadismo y una muerte sin fin.

 

Tercer escalón: Karl Kraus calla

“Das Wort entschlief, als jene Welt erwachte”. Cito el último verso del poema que Karl Kraus antepone a “Warum die Fackel nicht erscheint” (Por qué la Fackel no aparece), un texto programático escrito entre comienzos de enero y el 12 de febrero de 1934. Kraus había fundado Die Fackel (La antorcha) en 1899. A partir de 1911, y hasta su muerte en 1936, el ogro de la literatura austriaca la escribe, edita y difunde solo. La colección completa abarca 922 números en los que ¾cree Kraus y creen algunos críticos literarios¾ no hay error orto o tipográfico alguno.

A raíz de la toma de poder del austriaco Adolf Hitler en Alemania, la Fackel dejó de aparecer, aunque, como vimos, no dejó de escribirse. Se suele citar “Sobre Hitler ya no se me ocurre nada” como frase krausiana que expresa su resignación definitiva ante la incurable estupidez humana. ¿Resignación? “Por qué la Fackel no aparece” es un número de la revista que consta de unas 300 páginas que son quizás el más lúcido ajuste de cuentas con el nacionalsocialismo presentado antes de la Segunda Guerra.

El verso “Das Wort entschlief, als jene Welt erwachte” nos enfrenta a otro problema de traducción, parecido al Fall benjaminiano. Entschlafen podría significar dormirse. Sin embargo, se usa con más frecuencia como eufemismo para morir, es decir, fallecer. ¿La palabra durmió o falleció cuando ese mundo despertaba?

Kraus es el guardián de la palabra, un ser hecho de y para el lenguaje. Su respeto ante la lengua y su modestia cobran dimensiones grotescas. La modestia, en ocasiones, se transforma en soberbia. Un ejemplo: Kraus insiste una y otra vez en que sólo habla y escribe alemán. ¿Cómo pudo traducir los sonetos de Shakespeare? ¿Cómo pudo tener éxito con lecturas de sus obras en La Sorbona? No cabe duda, Kraus respeta el lenguaje, pero Kraus también coquetea con él y con su propia superioridad intelectual. Entonces, la palabra ni durmió ni falleció ante el triunfo electoral de los nazis; la palabra buscó refugio en la mente brillante de Karl Kraus desde donde, cuando venga el día, volverá a flagelar la estupidez, la crueldad, la falta de lógica, la fealdad de los que no saben respetar y usar el lenguaje, es decir, de todos menos Karl Kraus y quizás Peter Altenberg, de quien habría que hablar en un texto aparte, y de algunos muertos, como Shakespeare o los dramaturgos populares Nestroy y Raimund, quizás Goethe, seguro que no Heine.

El 19 de noviembre de 1914, Kraus presentó el discurso “In dieser großen Zeit” (“En este gran tiempo” o “En esta gran era”). En él, el escritor y orador anticipa su método de un callar elocuente que se manifiesta en muchas palabras. “En este gran tiempo”, grita a su público que alcanzó números de cuatro dígitos, “no esperéis que pronuncie una palabra propia mía”. Pero entre la primera y la segunda parte de la cita hay unas 150 palabras muy propias y muy suyas. Y siguen miles que asignan responsabilidades claras, que, como Brecht lo exigiría años después, nombran y dan las direcciones y números de teléfono de los responsables de la masacre, dan caras y rasgos específicos a la culpa y a su hermana, la estupidez.

Una foto acompaña varias ediciones de Los últimos días de la humanidad, el gigantesco drama antibélico publicado en 1922.

 

¿Qué palabra podríamos agregar a la imagen? Podemos callar o llenar el silencio con frases de indignación, dudas acerca de su autenticidad o análisis posmodernos de la cultura visual. Soldados y buenos burgueses posan para la cámara y exponen un cadáver, un supuesto espía a quien acaban de linchar. Su orgullo, la satisfacción y, lo que más asusta, la convicción de haber hecho lo correcto, lo que un buen patriota debe hacer, son patentes en sus semblantes y posturas. Un hombre corpulento sobresale y exhibe una sonrisa bajo su bigote que se asemeja a la de un pícaro: hemos hecho una maldad. Será… pero nos van a perdonar porque somos simpáticos y estamos de lado de los buenos. No quiero creer que la estupidez y el sadismo de la Primera Guerra se limiten al Imperio del buen emperador Francisco José. Quiero creer que del otro lado de la frontera el corpulento bigotudo sería el cadáver que otro carnicero, con nombre francés o inglés, mostraría orgullosamente. Quiero creerlo, pero la creencia se convierte en pesadilla.

La fotografía descrita tiene ciertas similitudes con la del torturado chino quien sufre la muerte de los mil cortes, un horror que Bataille y Elizondo exploran. No hay, no debe haber excusas en este contexto: la extrema violencia es deplorable, repugna y debe ser condenada; no existe pretexto religioso o atávico que la justifique. Aun así, si es lícito establecer una gradación de la repugnancia, entonces me da todavía más nausea la escena vienesa. Masacrar y ejecutar a otro humano sólo porque pertenece a otra nacionalidad es grotesco, es ilógico, más aún si los verdugos pertenecen a una entidad política que no representa nacionalidad alguna porque en ella, durante siglos, habían convivido todas.

Karl Kraus diría ¾quizás me daría la razón, o bien, desde su tumba honorífica en Viena me lanzaría insultos ponzoñosos¾ que esta fotografía y otras que acompañan las diferentes ediciones de Los últimos días de la humanidad son errores ortográficos, falta de gramática. Es difícil, en este contexto, formarse una idea de la aguda inteligencia y clarividencia del pensador vienés. Decir que se adelanta a su época es un lugar común, tan común que se vuelve cierto.

Kraus concibe y escribe muchos de sus textos, una porción importante de la Fackel, en el Kaffeehaus, la casa del café, es decir, el café. Valga la triple redundancia: el alemán usa Kaffeehaus y el afrancesado Café sin mucha distinción. Sin embargo, estoy seguro de que Kraus detestaba el Café, él pensaba y escribía en la casa del café. Ahí observaba y ¾voyeur auditivo¾ escuchaba las conversaciones de sus correligionarios, enemigos declarados y admiradores secretos. Trataba de comprender el sentido de las palabras desde su mesa en el Café Griensteidl y, al cerrar éste, en el Central, pero muchas veces fue imposible descifrarlas porque no había sentido en ellas: la deserción en la morada del lenguaje había iniciado.

Desde los cafés, Kraus despotricaba contra la literatura del café, la vienesa en general, lo que le costaba una bofetada y una golpiza con consecuencias jurídicas. Mas… ¿cómo callarse la ira si el propio hogar se llama Café y no Kaffee, si el Central se escribe con “c” en lugar de la correcta “z”? Repito que no creo en la casualidad de las ideas: el hogar desde el hogar se destruye, los escritores de la pre y posguerra son esas figuras ominosas que masacran la lengua, masacre que se vuelve real y letal para millones en las trincheras de la Primera Guerra. Y Kraus lo sabe, pero sólo él lo sabe y que nadie se le acerque. Sólo la lengua lo acompaña, la compañía humana no vale la pena porque solemos hablar mal y escribir peor.

En 1902, Karl Kraus publica varios artículos sobre un proceso contra una mujer adúltera. El asunto es grotesco. Se trata de un matrimonio arreglado, el hombre acusador es violento, golpea a su esposa y la engaña varias veces. Aun así, la acusada, condenada y humillada es ella. Las leyes escritas permiten este abuso, permiten decisiones irracionales y preconcebidas de jueces arrogantes que se creen infalibles. Las leyes, por ende, atentan contra la gramática, están mal escritas. Los argumentos del juez y el esposo son otros tantos errores ortográficos. La consecuencia lógica para Kraus consiste en volverse uno de los primeros intelectuales austriacos que exigen la igualdad jurídica y social de mujeres y hombres. Por supuesto, Kraus dista de ser feminista, su misantropía incluye a las mujeres. Defiende a la acusada y defiende al movimiento sufragista porque aún no atentan contra el lenguaje. Aún no lo hacen, quizás porque hasta ese momento habían sido condenados al silencio.

La misma lógica genera el pacifismo de Kraus y la formulación de una filosofía del lenguaje que se acerca a las teorías de la comunicación modernas y a las posmodernas francesas. No obstante, creo que hay una diferencia fundamental: Kraus sufre a causa de sus descubrimientos; sus sucesores los gozan.

Cito dos pasajes de su discurso del 19 de noviembre de 1914:

“Con gusto acepto la crítica de haber sobreestimado durante toda mi vida la prensa. Ella no es una sirviente ¾¿cómo una sirviente podría exigir y obtener tanto?¾, ella es el acontecimiento. El instrumento volvió a sobrepasarnos”.

“La verdad es que el periódico no es un resumen, sino el contenido; más que esto: el generador. Si publica mentiras sobre atrocidades, aquellas se convierten en atrocidades. […] Las naciones no se golpean, sino la infamia internacional, la profesión que no a pesar de, sino a causa de su falta de responsabilidad, a raíz de su falta de responsabilidad gobierna el mundo, inflige heridas, tortura a presos, persigue a extranjeros y convierte a caballeros en villanos”.

                  No creo que Marshall McLuhan leyera a Kraus. Que Deleuze o Baudrillard lo conocieran, me lo puedo imaginar, aunque no creo que aceptaran la influencia del malhumorado vienés. Por otro lado, no se puede negar el hecho de que Kraus, mucho antes de los mencionados, se percató de lo fatal que es el abusar del lenguaje. Quizás McLuhan y los franceses piensan que nosotros somos capaces de guiar la lengua, que la dominamos, que, por ende, los daños hechos son reversibles. Kraus, modesto y soberbio al mismo tiempo, sabe que no es así, que la lengua nos domina, es un cuerpo que permanece invariable e insensible ante los cambios y los daños que sus usuarios tratan de imponerle. Kraus es, en este sentido, un estructuralista con ética: la lengua nos domina, es un dios infalible e indiferente. Este dios no cambia, ni se inmuta, si lo tratamos mal. Pero nos castiga porque nos quita el don de expresar y comprender sentidos. La muerte es la gloria, el asesinato es patriotismo, el amor es cobardía, el gas mostaza significa progreso y la intimidad es pública.

Kraus ataca a los periódicos desde las páginas de una revista, quiere invertir el proceso de destrucción descrito por Freud al que el autor de la Fackel, por supuesto, detesta. Kraus, humanista de mala gana, quizás quiere impedir la caída de los soldados en las trincheras de la Primera Guerra. Sin embargo, a más tardar con la muerte de Francisco José, que es el fin de un mundo caduco desde décadas, los soldados caen y despiertan: la muerte vuelve a ser, de un momento a otro, el horror, el asesinato un crimen, el amor lo que se ha perdido para siempre, el gas mostaza significa dolor y la intimidad sólo se puede desear. Esta caída lingüística duele y produce un daño irreparable. No cabe duda, la aristocracia europea y su política ciega son culpables, pero no porque sean nobles y pésimos políticos, sino porque dan la palabra a los medios que generan realidades a su gusto, que violan el lenguaje sin percatarse de que los dioses no suelen sentir ni dolor ni humillación, que el acto violento se revierte.

En 1916, Kraus escribe “Confesión”, uno de sus poemas más difundidos, un texto que expresa modestia y, a la vez, amenaza a todos los que usan mal el lenguaje, a todos: “Sólo soy uno de los epígonos, / que habitan la casa vieja del idioma. // Pero tengo en ella mi propia vivencia, / escapo y destruyo Tebas. // Aunque llego después de los maestros viejos, más tarde, / vengo con sangre el destino de los padres. // Hablo de venganza, quiero vengar la lengua / de todos los que hablan la lengua. // Soy epígono, vislumbro lo que vale la pena ser vislumbrado. / ¡Pero vosotros sois los tebanos expertos!”.

Nosotros creemos que no somos epígonos en un mundo formado por la lengua, nuestra arrogancia frente a ella que es la arrogancia de los tebanos, nos destruirá, así como destruyó a los soldados de la Primera Guerra Mundial.

 

 

 

 

Cuarto escalón: Schwejk o la autoridad

 

Jaroslav Hašek (1883-1923) es un epígono de la literatura europea. Lo es, como Kraus, por elección. Sin embargo, le falta la soberbia del vienés. Su obra se basa en la convicción de que hay algunas palabras que no pueden ser destruidas por los humanos, entre ellas se hallan la risa y la burla, dos fenómenos que la pluma del escritor checo convierte en armas que amenazan la vida de todas las autoridades, que apuntan a las jerarquías de nuestras instituciones políticas.

En algún episodio de Last week tonight, John Oliver discute las consecuencias nefastas del “public shaming”, de difamaciones públicas a través de los medios de comunicación y redes sociales. Suelen ser desastrosas, como el comediante inglés lo ilustra con el caso de Monica Lewinsky. Pero el mismo Oliver vive de ese tipo de humillación, es decir: hay un dilema. Se resuelve si una investigación y un cuestionamiento concienzudos preceden al acto. En otras palabras: primero hay que saber que el atacado merece ser humillado, que de hecho es un culero poderoso que inflige daño a la comunidad. Una vez asegurado e investigado el carácter deplorable de la víctima, la humillación acompañada por risa y burla se transforma en esa arma potente que Hašek, hace unos cien años, había empleado para suavizar la caída de la memoria hacia la Primera Guerra. Deliro con una escena en la que Schwejk, la genial criatura del checo, se enfrenta a Donald Trump para fastidiarlo con una de sus historias interminables y revelar mediante ella la ignorancia del presidente magnate. Es posible que, en este contexto, John Oliver y otros comediantes políticos sean los Schwejk que se oponen con la risa a unas autoridades que carecen tanto de inteligencia, como de humor.

Schwejk figura a partir de 1911 en la obra de Hašek, protagoniza una sátira teatral, varios cuentos y, en 1917, una primera versión de la novela. Las aventuras del buen soldado Schwejk en la guerra mundial se redactan entre 1921 y el 3 de enero de 1923, día del fallecimiento de Hašek quien estaba debilitado por la tuberculosis contraída en la guerra y el abuso del alcohol, costumbre que data de muchos años antes de la contienda. Schwejk se populariza pronto en Checoslovaquia y otras naciones, entre ellas Rusia, Polonia, pero también Alemania y Austria. Sin embargo, su popularidad y, sobre todo, las versiones cinematográficas producidas en los 50s suavizan el carácter anárquico y contestatario de la figura, carácter que, sin duda, comparte con su autor. Hay varios episodios autobiográficos en la novela que Hašek reparte entre sus alter egos: el mismo Schwejk y el voluntario Marek. Dos entre ellos revelan las pretensiones y la clarividencia lingüísticas de un autor y una obra que fueron criticados por su despreocupación formal y estilística. Nada más injusto que este reproche que, como Karl Kraus lo sabe, es la muletilla de una crítica inepta ante la literatura real y efectivamente popular, ante la literatura que habla un idioma que existe y opera.

En Praga, antes de la guerra, Schwejk vive de un negocio con perros camuflados que Hašek había practicado alrededor de 1910. Es lucrativo. Perros callejeros abundan y con un poco de pintura cualquiera, chico o grande, se convierte en su equivalente de sangre pura: salchicha o gran danés. Sólo hay que pagar a un ladrón hábil si el perro tiene dueño. Además, se requieren los servicios baratos de un falsificador que pueda emitir el certificado de pedigrí. Los clientes se convierten en felices dueños de animales prestigiosos de cuya nobleza sanguínea algo ha de transmitirse a sus amos. Hay una clara alusión a las pretensiones de una burguesía checa que quiere ser noble, que imita a condes y barones austriacos y alemanes que ocupan el papel del perro callejero pintado y despiojado. Hay también un ejemplo práctico del funcionamiento de una lengua violada por sus usuarios. Las palabras se vacían de su significado y cualquiera puede darles nuevos. Y cualquiera lo hace y el truco funciona y es fácil, hasta espanta su simpleza. Espanta aún más la ingenuidad de quienes escuchan los mensajes y los creen porque se trata de palabras, de signos infalibles. En alemán, ingenuo es traducible como blauäugig, de ojos azules. Los clientes preferidos de Schwejk son de ojos azules, pertenecen a una nobleza real o imaginaria que ama el engaño, que necesita creer las mentiras para poder arrastrar unos años más sus privilegios caducos, su superioridad ficticia, su propio delito de la violación lingüística que los guía hacia Isonzo, los Cárpatos y Verdún.

Marek, más sutil y consciente de su cinismo que Schwejk, es colaborador de una revista especializada en la fauna. Hašek había trabajado, antes de dedicarse a su negocio canino, como redactor de El mundo de los animales. Los paralelismos no se disfrazan con metáforas, es decir, Marek hace lo mismo, tal cual, que su autor. Ambos inventan nuevas especies, criaturas tan sensacionales como inexistentes. De Hašek se dice que llegó a describir papagayos alcohólicos y dar consejos para la cría de hombres lobo. Marek se especializa en la invención de mezclas fantasiosas. Nada es imposible en el reino natural. ¿Por qué no cruzar un gato con una ardilla? ¿Por qué no ganarse algunas monedas con la descripción estrictamente científica del resultado final? Lectores hay, entre ellos biólogos renombrados, que mandan cartas en las que dudan de alguna u otra característica de la criatura descrita, mas no de su existencia.

La creencia ciega en la palabra es necia, pasan meses antes de que algún lector sensato proteste contra las mentiras y geniales tonterías inventadas y propagadas por Hašek y Marek. Pero incluso la protesta es ridícula porque toma en serio la mentira, sigue creyendo en la operatividad del significado falso y no quiere aceptar que se trata sólo de una burla, una inmensa que revela el abuso de ¾diría Kraus¾ todos los que usan la lengua de la lengua. Una burla trágica porque da un ejemplo práctico y tangible de cómo las palabras mal usadas, mal pronunciadas, generan realidades nuevas en las que hasta los lectores y escuchas clarividentes y oyentes creen, dado que protestan no contra la burla, sino contra el contenido que ésta había inventado.

No sé si Kraus dio el ejemplo a Hašek o al revés, o quizás ambos detectaban al mismo tiempo, gracias a su pasión por el idioma, las amenazas del idioma. No importa el orden cronológico: Kraus, en 1908, escribió varias cartas a la Neue Freie Presse, el periódico que más odiaba. Tomó el papel de geólogo experimentado para inventar una teoría tan telúrica como metafísica sobre la naturaleza de los terremotos. Ni el medio ni sus lectores dudaron acerca de la autenticidad del científico y sus hipótesis. El mismo Kraus tuvo que revelar el fraude.

En su novela y con su figura (su doble), Hašek radicaliza la burla, le agrega elementos grotescos e hiperbólicos que se justifican por la realidad grotesca y exagerada de la Primera Guerra. La estupidez, la que Kraus flagela desde la redacción de la Fackel, es decir, desde el Café que debería llamarse Kaffeehaus, celebra orgías y bacanales lejos y cerca del frente, lejos y cerca del enemigo y de la muerte heroica. Las jerarquías se invierten y esta inversión implica un desorden lingüístico anárquico. Los más brutos son orgullosos dueños de altos cargos políticos y militares, bien protegidos, por ende, de los peligros concretos de la guerra. Su idiotez cómica les salva la vida y garantiza el bienestar. Una pizca de inteligencia y un algo de ética y respeto ante el lenguaje son suficientes para que el infeliz se exponga al peligro, a la muerte y a la humillación que los imbéciles ejercen sobre los no tan imbéciles. No puede sorprender que el más inteligente e íntegro de todos, el buen soldado Schwejk, fuera declarado oficialmente idiota incurable por un gremio de médicos militares. Lo que está arriba, cae; lo de abajo se eleva; la bestialidad forma la base del éxito social y político de los humanos y, de paso, les permite la supervivencia en medio de la barbarie. No hay reglas en el mundo de la guerra, como no hay estructura ni conclusiones alcanzables en las historias eternas de Schwejk con las que se y nos explica el mundo. Sus narraciones no acaban porque nadie tiene paciencia suficiente para escucharlas hasta el final. La explicación se pierde. Schwejk se la guarda más allá del triste 3 de enero de 1923.

Esta revolución en el mundo de los valores, esta anarquía lingüística no pretende ser una escenografía del pensamiento nietzscheano. Los valores no se destruyen, las jerarquías no se tergiversan para crear un nuevo mundo. Al contrario: la anarquía de la novela, tanto la del lenguaje, como la de los valores, sólo es aparente, es decir, no es anarquía, sino la confirmación del statu quo. Los estúpidos efectivamente gobiernan y las jerarquías altas se reservan para los idiotas. Al mismo tiempo, la verdadera inteligencia es declarada retrasada mental incurable. Si no fuera esto el statu quo, no habría guerra. La lógica de Hašek y de su Schwejk es limpia y, agregamos, no sólo explica la existencia histórica del primero, sino también ¾¡pobre Schwejk!¾ la del segundo cataclismo del siglo XX. No en balde, todas las figuras de la novela del checo se basan en modelos reales, hasta estas cuya ignorancia parece inverosímil y cuyo uso del lenguaje se halla a la altura del de un loro.

La palabra autoridad, en este contexto, es la que más abusos sufre; a tal grado que el que escribe ahora se declara incapaz de definir el término. ¿Qué es autoridad? ¿Qué debería ser y a qué ha degenerado? El significado real de autoridad continúa, pero perdido o escondido o negado por los muchos usuarios de la palabra. La autoridad en la novela de Hašek equivale a violencia, ignorancia, arbitrariedad, cobardía, altanería, falta de empatía, ausencia de ideas. En resumen: un hoyo negro mental, intelectual y sentimental que, sin piedad, absorbe todo lo que se halla a su alrededor. Queda patente que autoridad no significa esto, pero que los abusadores del lenguaje, todos según Kraus, a lo largo de siglos le inventamos el significado al término. Ahora, en el mundo ficticio no tan ficticio de Schwejk, en las trincheras de la Primera Guerra, encarcelados por ideologías huecas, atrapados en ideas e ismos carentes de sentido, convencidos de opiniones y prejuicios tan sádicos como irracionales, ahora el lenguaje se venga de nosotros y ni siquiera le pide la pluma a un Kraus para humillar y castigar a los que lo torturamos. Las historias de un pícaro moderno, un comerciante de perros falsificados e inventor de especies biológicas, son el instrumento del que el lenguaje se sirve para su venganza.

¡Vean, lean y descubran! Unos marchan a la guerra orgullosos y felices con sus canciones nacionales a punto de ser escupidas por gargantas no hechas para cantar. Otros van porque sí, porque el emperador, el rey, el presidente, el canciller lo exigen. Hay otros que, los pantalones ensuciados por el miedo, titubean, quieren desertar o regresar a sus familias. Pero siguen a los demás. Hay algunos que corren rápido. Se esconden. Los encuentran y fusilan. Los que se ven por ahí, inalcanzables ya, se entregan al enemigo. Luego descubren que el enemigo es igual que uno, igual de engañado, violado; cruel, tonto; miedoso, inseguro. A todos ellos, un soldado que oficialmente, firmado y sellado, es un idiota, les dice: “He ahí la autoridad que los manda a la mierda. Vean su cara deformada e imbécil. Escuchen sus palabras sin sentido. Observen sus movimientos torpes que precipitan todo a un abismo. ¡Vean y contéstenme! ¿Esta autoridad vale nuestras vidas?”

Cien años después escuchamos la voz de Schwejk, clara y sonora. Nos habla desde un pasado que es nuestro presente. Nos permite contestar, formular un eco, reconstruir significados perdidos o callados y construir con conciencia nuestro día a día. ¿Lo hacemos? Seguimos siendo los “tebanos expertos” que Kraus quiso erradicar.

[1] Este texto apareció inicialmente en cuatro entregas en La Jornada Semanal, suplemento cultural de La Jornada. Agradezco a Luis Tovar la autorización de publicarlo en conjunto, y ligeramente ampliado, en este medio.