Desprendimientos

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“Mi cabello es castaño y corto a fin de evitar que ondule, y por temor también de que se desarrolle una calvicie amenazante. Hasta donde puedo juzgar, los rasgos característicos de mi fisonomía son: una nuca bien recta, que cae verticalmente como una muralla o un acantilado, señal clásica (si se cree en los astrólogos) de las personas nacidas bajo el signo de Tauro; una frente desarrollada, más bien abultada, de venas temporales exageradamente nudosas y salientes. Esta amplitud de la frente está relacionada (según los astrólogos) con el signo Aries; y, efectivamente, nací un 20 de abril, o sea en los confines de esos dos signos: Aries y Tauro.”

“Mi cabeza es más bien grande en comparación con mi cuerpo…”

“Si se tratara de una obra de teatro, de uno de esos dramas de los que siempre he sido un apasionado, me parece que el tema podría resumirse de esta manera: mal que bien (y más mal que bien) el héroe —es decir Holofernes— pasa del caos milagroso de la infancia al orden feroz de la virilidad.”

Leiris, a lo largo de La edad de hombre, una obra maestra sobre el tema de la virilidad conquistada a partir de la pérdida de la infancia, se identifica con Holofernes, refiriéndose en particular al pasaje de la Biblia que cuenta la historia de su decapitación a manos de Judith, después de haber bebido grandes cantidades de vino y haber dormido con ella.

La cabeza cercenada después del sexo ignominioso simboliza ese paso, “del caos de la infancia al orden feroz de la virilidad”.

Judith corta la cabeza de Holofernes, como si en realidad lo que estuviera cortando fueran los testículos del hombre que hasta entonces había estado oprimiendo a su pueblo con la brutalidad de su fortaleza.

En Leiris, la castración cósmica que se resume en la pérdida de la infancia se convierte, en la edad adulta, en un contacto polémico y frontal con un mundo convertido, de la noche a la mañana, en campo de guerra: la conflagración que a finales de la década de 1930 devastó los principales escenarios de Europa, convirtiéndolos en cementerios o campos de exterminio donde los escritores y los artistas fueron los principales expatriados.

La ciudad —las ciudades— como enormes cabezas separadas de sus cuerpos.

La ciudad —las ciudades— separadas de los cuerpos de los hombres.

“En el momento en que salía el sol, dos hombres, enviados en otro tiempo por Yaokanán, aparecieron con la respuesta tanto tiempo esperada.

Se la entregaron a Fanuel, que cayó en éxtasis.

Después les mostró el objeto lúgubre, sobre la bandeja, entre los restos del festín. Uno de los hombres le dijo:

—¡Consuélate! ¡Ha descendido entre los muertos a anunciar a Cristo!

El esenio comprendía ahora estas palabras: ‘¡Para que él crezca es preciso que yo disminuya!’

Y los tres, después de coger la cabeza de Yaokanán, se pusieron en camino de Galilea.

Como era muy pesada, se turnaban para portarla.”

[Flaubert, “Herodías”]

[Descender para anunciar a los muertos el ascenso del Mesías; descender, en todo caso, como sinónimo de emprender el viaje iniciático por excelencia; no el que conduce a la muerte sino a la mayor de las sabidurías. Descender para convertirse en un eterno forajido —un hombre fuera de la Ley.]

“Una enorme cabeza de cerdas rojas; una joroba inmensa entre los hombros cuya superabundancia se echaba de menos en la delantera de su cuerpo; un sistema de muslos y de piernas tan singularmente disparatado, que no podían tocarse más que por las rodillas, y que vistas de frente parecían dos hoces reunidas por el puño; anchos pies y monstruosas manos; y en medio de aquella deformidad, cierto aire temible de fuerza, valor y agilidad, rara excepción de la regla eterna, que quiere que la fuerza, como la hermosura, resulte de la armonía…”

[Victor Hugo, Nuestra Señora de París]

Al introducir su cabeza en un agujero y mostrarla al margen de su cuerpo, Quasimodo está simulando su decapitación. Pone su cabeza en una bandeja, como San Juan al ofrecérsela post mortem primero a la codicia de la hembra Salomé y después al arrepentimiento del gobernante Herodes. San Juan estaba ofrendando sus testículos en virtud del carácter insomne de sus ojos, testigos del hundimiento de su cuerpo —hundimiento necesario, sacrificial— y el levantamiento de la humanidad del Otro y su mensaje. “¡Para que él crezca, es preciso que yo disminuya!”, como en el dibujo de Leonardo (Santa Ana, la Virgen y el Niño bendiciendo a San Juan), donde el niño Juan se encuentra, por así decir, un escalón por debajo del niño Jesús.

El niño Juan observa al niño Jesús, sentado en el regazo de su madre, en el momento en el que éste le da la bendición. El niño Jesús está sentado, del mismo modo y en el mismo sentido en el que su madre está sentada en el regazo de su madre, Santa Ana. Entre las cabezas de Jesús y Juan sobresale el índice abocetado de la mano izquierda de Santa Ana, una mano viril e inconmensurable en relación con el espesor y la proporción de las demás cabezas que constituyen la composición del dibujo. Con el índice vertiginoso de su mano izquierda, Santa Ana apunta al cielo, al mismo tiempo que mira, con una misteriosa perspicacia, a los ojos a su hija.

En el dibujo y en el cuadro (Santa Ana, la Virgen y el Niño), Santa Ana es la representación de un androgino. En el cuadro, Santa Ana contiene en su regazo el cuerpo juguetón y sensual de la Virgen María. Esta pareja es el equivalente —o el reflejo— del dueto que conforman el Niño y el cordero —símbolo del sacrificio. El niño intenta montar al cordero y posarse sobre él de modo contrario a la forma en que Santa Ana contiene en su regazo el cuerpo de la Virgen.

Misma diferencia entre lo cóncavo y convexo —equivalente, en todo caso, de lo masculino, y lo afirmativo; y lo femenino, y lo receptivo.

En los cuadros y en los dibujos de Leonardo, las cabezas son la residencia del espíritu en un flujo continuo con el cuerpo. La sensualidad no es posible sin el predominio compartido de lo masculino y lo femenino. Pero sobre todo, la sensualidad debe su savia al carácter enigmático de las miradas, que delatan la existencia de una rara forma de entendimiento (en Santa Ana, en San Juan, en la Gioconda y en el ángel Uriel de La Virgen de las rocas).

Cuerpo y cabeza constituyen un continuo, como si se estuviera afirmando que no hay ideas si se prescinde de la sensualidad de los sentidos.

No hay ideas —no hay cabezas— si se prescinde de la sensualidad de los cuerpos.

En el “retrato” de San Juan y en el dibujo de Santa Ana, la Virgen y el Niño bendiciendo a San Juan, los índices apuntan hacia una realidad que se encuentra fuera del cuadro. En el retrato de San Juan, los dedos no apuntan al pecho, sino a la realidad interior que se encuentra dentro del cuerpo. Esos índices y esos dedos apuntan a la realidad que se encuentra más allá de lo aparente, tanto fuera del marco del cuadro como fuera (o más bien, dentro) del contexto del cuerpo. El enigma más difícil de interpretar es el índice del ángel Uriel, en La Virgen de las rocas, que apunta hacia el personaje del niño Juan, señalando acaso la naturaleza ambigua de su verdadera identidad.

Lo que identifica al niño Juan es su cayado de pastor, y al niño Jesús su proximidad a Uriel, y el gesto que hace de bendecir a quien lo ha precedido en el tiempo y en el espacio, en su tarea de allanar su camino y señalarlo como Mesías. Sin embargo, dada su precedencia espacial y temporal, Juan ocupa un lugar más alto que el del niño Jesús, lo cual invierte las jerarquías teológicas y permite en todo caso esbozar una pregunta: ¿quién es el verdadero sabio y el símbolo más importante de la humanidad del individuo, el que viene antes y se sacrifica, renunciando a la preeminencia, o el que viene en seguida?

Con el índice de la mano derecha Uriel apunta a San Juan, mientras que con la palma abierta de su mano izquierda respalda la identidad del niño Jesús. De la misma forma, la Virgen María posa su mano en el hombro de San Juan, en el momento en que éste reconoce, con un gesto de adoración y respeto, la presencia del niño Jesús. Sobre la mano de Uriel se encuentra la mano de la Virgen, y debajo de la mano de Uriel se encuentra la cabeza del Niño. Considerado en conjunto, esta sucesión genera la ilusión de un rectángulo, un rectángulo grávido gobernado por una tensión invisible. El ángel Uriel representa una figura, aunque carente de sexo, más femenina que masculina, así lo indica la sensualidad de sus labios encarnados. Sin embargo su capa carmesí recuerda la figura híbrida de un sátiro, mitad animal, mitad humano, un individuo, en resumidas cuentas, poderosamente dotado para el ejercicio indiscriminado del sexo. La pintura en su conjunto reposa con la gravidez de una pregunta, una pregunta sobre el significado de lo que estamos mirando. ¿Lo que estamos mirando es en realidad lo que estamos mirando? La respuesta concreta es negativa. Mirar a conciencia —en profundidad— requiere un mirar más allá de la evidencia del cuadro.

“Acaso sean cinco o seis las cabezas en las cuales va abriéndose paso ahora la idea de que también la física no es más que una interpretación y un amaño del mundo (¡según nosotros!, dicho sea con permiso), y no una explicación del mundo: pero en la medida en que la física se apoya sobre la fe en los sentidos se la considera como algo más, y durante largo tiempo todavía tendrá que ser considerada como algo más, a saber, como explicación. Tiene a su favor los ojos y los deseos, tiene a su favor la apariencia visible y la palpable: esto ejerce un influjo fascinante, persuasivo, convincente sobre una época cuyo gusto básico es plebeyo…”

[Nietzsche, Más allá del bien y del mal]

¿A dónde apuntan esas manos, qué significan esas miradas y esas sonrisas en los dibujos y en los cuadros de Leonardo? El dedo índice de la mano de Uriel, en La Virgen de las rocas, apunta a San Juan, de ahí que algunos estudiosos perspicaces hayan supuesto la existencia del Juanismo en la pintura de Leonardo. De acuerdo con esta doctrina, una herejía, de hecho, anterior a la aparición del cristianismo en Occidente, San Juan sería mucho más importante que Jesús en el santoral teológico; de hecho, San Juan sería el profeta, quien decide eclipsarse para dar paso a la elevación del Mesías, una elevación que podría tener rasgos más políticos y sociales que religiosos o místicos. En el cuadro de Leonardo, San Juan ocupa una posición superior a la del Niño, al cual reconoce uniendo las palmas de sus manos en señal de adoración. Sin embargo, Uriel apunta a San Juan no sólo con el índice sino con su mirada sesgada. ¿A qué otra realidad apuntan no sólo los índices de los cuadros de Leonardo sino sobre todo las miradas? A la sensualidad oculta en lo sensual. Al hombre inaparente oculto en la mujer aparente; a la idea, en todo caso, que subyace en las convenciones del nombrar y lo nombrado.

“Sacralidad a primera vista: experimentada sacralidad de lo invisible. Manifestación evidente de la realidad espiritual: testimonio profético, o simplemente Testimonio.” [Manuel Capetillo, La sacralidad y la poética en la cinematografía de Andrei Tarkovski.]

(Hay un sentido preciso en el cual una cabeza cercenada también significa testimonio: después de una cruenta batalla, los generales de los ejércitos llevaban envueltas en paños las cabezas de los generales de los ejércitos enemigos, para dar fe de lo acontecido en el combate y expresar con mayor elocuencia de la que es capaz la palabra que se ha conseguido la victoria. La cabeza del soldado muerto da fe de su derrota.)

San Juan (San Juan Bautista, 1508-1513) opone los dedos índice y medio de su mano izquierda contra su pecho. En realidad, señala delicadamente un agujero a través del cual se debería mirar. Al mismo tiempo, el dedo índice de su mano derecha apunta a un Cielo hipotético que se se encuentra más allá de los límites sensibles del cuadro. A través del pecho desnudo de San Juan y en el Cielo que se encuentra más allá, lo que vemos, o lo que deberíamos ver en todo caso, son ideas: el mundo desdoblado en su contrario original; todo lo que, en una palabra, la-pintura-no-es.

¿Negación de la pintura? No —afirmación, a través de la pintura, de lo que no puede ser representado.

“Lo que aquí está en juego es la alineación del hombre perspicaz de la cultura popular (aquel que descubre, y es todo cabeza e intelecto, siendo su cuerpo cómico y débil) con el arcaico espíritu heroico. Este espíritu, dice el arte, sobrevive en nuestro tiempo como inteligencia. La cabeza como destino adquiere un nuevo significado, no como la antigua sede de una naturaleza noble y una conducta de rectitud estoica, sino como astucia y agudeza intelectual.”

[Guy Davenport, Objetos sobre una mesa]

El estudio de las cabezas en Balzac (un estudio que podría extenderse a ciertos novelistas rusos  —Dostoievski, por ejemplo—, pero sobre todo a los narradores emblemáticos del siglo xix norteamericano —Poe y Melville).

Paul Metcalf, 1917-1999, supo que sería escritor cuando se enteró de que su bisabuelo había sido Herman Melville (a principios de la década de 1920, un profesor de la Universidad de Columbia, Raymond Weaver, se granjeó la confianza de madre, Eleanor Metcalf, née Melville, para reconocer el ático de su casa, donde se encontraba un baúl con el manuscrito inédito de Billy Budd; poco después, ese profesor escribiría la biografía sobre Melville que significó su restitución al lugar que le correspondía en la historia de las letras de los Estados Unidos, Herman Melville, Mariner and Mystic). El primer libro de Metcalf, Genoa (1965) recupera la figura de su bisabuelo desde la óptica poundiana de las correspondencias: todo se relaciona con todo si lo que se atiende es el criterio de la forma; Genoa trata de dos marinos, Colón y Melville; Colón en el siglo xv y Melville en el xix estaban reconociendo la vastedad de un continente. Colón no sabía lo que hacía ni dónde realmente se encontraba, y en eso reside buena parte de su genio —Colón era un ignorante que modificó la historia de su tiempo—; en cambio, Melville tenía la intuición germinal de que el continente americano comportaba raíces y posibilidades distintas de las europeas, y por tanto su novela —la novela americana— no tendría por qué parecerse a ninguno de los productos que habían conocido el éxito comercial en los países del Viejo Mundo. Su desacato fue la principal razón de su hundimiento, como escritor y como individuo. Moby Dick, la novela que desarrolla esa intuición germinal, fue el rotundo fracaso que condujo a Melville a la depresión y el ostracismo. Más allá de los destinos dispares de Colón y Melville, en el libro de Metcalf se despliegan otras analogías: lo minúsculo y la desmesura; el espermatozoide y la ballena; la grandeza del Pacífico y la insignificancia del hombre. En el contexto de las desproporciones y lo alucinante, la ballena puede leerse como una metáfora del poder genésico que se encuentra en el espermatozoide, el cual posee una cabeza desmesurada en relación con las proporciones de su tronco y de su cola. Ambos, espermatozoide y ballena, son representaciones de animales prehistóricos que contienen en las misiones fundamentales de sus organismos las posibilidades de la vida y de la muerte.

El estudio de las cabezas en el siglo xix también puede extenderse a las novelas de Dumas…

Al final de La reina Margot, la novela de Dumas, Marguerite de Valois es conducida a la morgue donde se encuentra el cuerpo del señor de La Môle, que se encuentra acostado en un sarcófago y su cabeza decapitada sobre un estante. La reina de Navarra le pide al verdugo que embalsame a su difunto amante con una preparación adecuada a los cadáveres de los reyes y, junto a sus joyas, de las cuales se ha desprendido, le pide que entierre el cuerpo. Una vez que el embalsamador ha cumplido su encomienda, a Margot se le entrega la cabeza del señor de La Môle envuelta en unos paños. Marguerite deja Francia junto con el paje Orthon a bordo de un carruaje, que los lleva a Navarra, donde el pueblo navarro la espera. La cabeza cercenada del señor de La Môle se convierte en este caso en el símbolo de un presente que no pudo ser, y en un equivalente de la dignidad que abandona la reina al desprenderse de sus joyas: la dignidad real; el amor pone en un plano de igualdad a nobles y plebeyos. La cabeza es aún más importante que el cuerpo, porque en la cabeza se encuentra la residencia viril y arquetípica del espíritu. Marguerite de Valois se lleva consigo un recuerdo de lo que pudo haber sido y nunca fue; pero también se lleva la dignidad necesaria para afrontar los años que le quedan de vida, a cargo de un país y de un imperio que le ha sido predestinado y confimado por la sola existencia de esa cabeza, que porta en su regazo.

En la película de Patrice Chéreau, Isabelle Adjani lleva en el regazo la cabeza de Vincent Pérez. Al embalsamador, también el verdugo que cortó las cabezas del señor de La Môle  y de Annibal de Coconas, le pide que conserve la belleza de quien fuera su amante en su noche de bodas con Henri de Navarre. El círculo es perfecto: las cabezas de un cristiano y un protestante yacen lado a lado en la estantería de la morgue, que también es el refugio de quien, en otro tiempo, cuidó de ambas cabezas y de ambos cuerpos como si se trataran de las cabezas y los cuerpos de sus hijos. Y la mujer, ya que no puede llevarse el miembro viril ni los tésticulos de quien fuera el verdadero poseedor de su cuerpo en su noche de bodas, se lleva en prenda una cabeza, que porta en su regazo como si se tratara de la cabeza de su propio hijo, que no ha podido engendrar con el hombre que fue muerto tratando de cumplir la misión de salvarla.

Más que un emblema de la imposibilidad de amar, la cabeza es emblema de un destino que se trueca y que va de la ingenuidad y de la vida libertina de Marguerite de Valois, a la condena que significa el gobierno de un país y de un pueblo. El gobernante acepta conducir el destino de un pueblo y renuncia a su vida privada; renuncia, entre otras cosas, a la libertad de elegir a quien amar. Cuando Marguerite de Valois se despoja de sus joyas, se despoja de esa libertad y asume el destino del gobernante: la sumisión al poder. Ejercer el poder es una forma de sumisión. Renunciar al pasado, renunciar a la vida en el margen, también es una forma de renunciar al cadalso.

La cabeza del señor de La Môle no deja de ser un suvenir excéntrico y monstruoso. Un trofeo sentimental, pero sobre todo amargo, para calzar a la medida en el vientre de una mujer.

 

Bibliografía

[En esta bibliografía se incluye solamente los libros de los que fueron tomados los extractos incrustados en este ensayo.]

  • Capetillo, Manuel. La sacralidad y la poética en la cinematografía de Andrei Tarkovski, Laberinto Ediciones, México, 2010.

Davenport, Guy. Objetos sobre una mesa. Desorden armonioso en arte y literatura, traducción de Gabriel Bernal Granados, Turner/ Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002.

  • Flaubert, Gustave. Tres cuentos, traducción de Germán Palacios, Cátedra, Madrid, 1999.
  • Hugo, Victor. Nuestra Señora de París, Porrúa, Sepán Cuántos, México, 1988.
  • Leiris, Michel. La edad de hombre, traducción de Glenn Gallardo, revisada por Conrado Tostado, Aldus, México, 1996.
  • Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2005.

 

[Este ensayo, sobre la desproporción entre la cabeza y el cuerpo, forma parte de un libro en preparación.]