Obra

1314

 

Play. Párpados apretados, mandíbula trabada. El espanto en su rostro contrasta con las sábanas blancas. La pesadilla la obliga a empujar el cuerpo hacia atrás, como si quisiera hundir la espalda en el colchón, esconderse entre resortes y alambres. Se cubre el rostro con los antebrazos. Grita. Despierta. Se sienta. Parece a punto de decir algo.

Pausa. Andrés estira rápido la mano derecha y oprime la tecla. Concentra su mirada en la pantalla, en los labios de Luisa. Ojalá de pronto rompieran el rígido gesto para comenzar a dar las respuestas que busca. Las necesita para terminar su documental. Lo intenta desde hace varias semanas sin lograr avance. No puede. El final se le escapa. Aunque sale a dar largas caminatas buscándolo y ha logrado atravesar la ciudad, no lo encuentra. Es capaz de esperar sentado durante semanas frente al monitor donde edita sin que llegue. Piensa en él al intentar dormir, aunque tampoco los sueños le ofrecen pistas. Su fracaso es evidente: selecciona las carpetas donde guarda el material y roza varias veces la tecla con la que podría eliminarlas.

—Si es imposible terminar la historia es porque estuvo mal planteada.

Examina varios dibujos de lo que planeaba fueran las escenas finales, están colgados en un corcho, junto al monitor donde edita.

—¿Con qué las remplazo? —puede gritar la pregunta o convertirla en murmullo que lo acompañe durante el día, de cualquier manera, no sabe cómo responder.

Andrés vuelve al monitor, a Luisa, a su novia, al personaje principal en el inicio de su documental. Oprime play. Sigue viendo escena tras escena sin que se le ocurra una manera de acabarlo. Stop. La imagen se congela en el minuto cuarenta y dos, hasta ahí llega su historia. Andrés se levanta de la silla, busca la mochila y va a la calle. Camina dos cuadras hasta una esquina. Se le acerca un perro, da vueltas en círculos, parece perdido. Andrés lo acaricia, tiene una placa, se llama Akiro, no tiene número telefónico. El microbús que debe tomar se acerca. El animal le lame la mano. Andrés se aleja, sube. Desde la ventana mira al perro —también lo observa— está a punto de pedirle al chofer que frene, bajar. No se atreve. El camión arranca.

Encuentra asiento en los primeros lugares. Se coloca los audífonos, sube por completo el volumen. Apoya el mentón en el pecho, detiene la frente con las palmas de las manos. Cierra los párpados. Intenta guiar su mente sólo a los sonidos. Así soporta las veintisiete cuadras más que tarda el camión en llegar.

Desde que entra a la escuela adopta una postura de soldado vencido. Luego de una breve espera, Francisco lo hace pasar a su cubículo, desocupa para él una silla en la que descansaban folders y libros. Apenas Andrés acomoda la espalda en el respaldo, su tutor le pregunta:

—¿Y el documental?

—No puedo —Andrés mira la única ventana de la oficina.

—La convocatoria del concurso fue clara, ayer se cumplió el último día. La universidad te exige terminarlo —Francisco mueve el brazo izquierdo de arriba a abajo en el espacio donde concentra la mirada su alumno. Agita la mano hasta que logra atraer su atención. Andrés responde:

—Es siniestro.

—Sólo es una historia —Francisco toma una hoja y con un lapicero comienza a escribir algunas palabras. Dice:

—Luisa puede conservar esperanzas, pero siempre estará acechada por el miedo a morir. El fracaso de la obra de Montserrat remata la idea de que la exploración artística de la muerte pocas veces revela hallazgos. Muéstralas encerradas en sus habitaciones, retrata su desesperanza. Lo tienes que traer mañana.

No se despide, Andrés se levanta y sale lo más aprisa que puede. En la calle siente calambres, las piernas le pesan. Debe sentarse en una banca para no caer.

 

 

2.

Un olor a quemado lo espera detrás de la puerta de su casa. Busca el origen, recorre la sala, el pasillo, le grita a Montserrat. Ella no contesta. Sale al traspatio. Descubre el estudio abierto. Escapa humo: junto al escritorio una cubeta de metal. Su cámara se desintegra. Andrés intenta salvar la memoria, el calor no lo permite. Consigue una franela, la humedece y, aunque logra sacar la cámara, ya está deforme, calcinada. El guion que reposaba en el escritorio ha desaparecido. Descubre las cenizas en la misma cubeta, al fondo ve arder las palabras sin que pueda detenerlo.

Intuye más daños. Su mirada recorre las paredes. En el corcho, en lugar del storyboard, hay una hoja que dice con letras enormes: “¿Sentiste algo?, ¿eres capaz?, miserable”. Reconoce la caligrafía: Luisa, el personaje principal de su primer documental, su novia.

Intenta encender la computadora. No halla el CPU, revisa la habitación sin encontrarlo. Las memorias digitales deberían estar en las repisas, no aparecen. Un disco externo es lo único que podría salvarlo; yendo de un lado al otro sus pies lo patean, aunque tiene varias abolladuras, es posible que el material de grabación, su único respaldo, esté intacto. En una notebook lo prueba, le cuesta trabajo conectarlo. Tiene que sujetar la muñeca con la otra mano para detener el temblor que lo ataca. Siente alivio: una ventana se despliega, avisa que la información se carga, tarda algunos minutos.

Cualquier expresión de esperanza formada en el rostro de Andrés desaparece. El disco está vacío. Se ha quedado sin la edición, sin documental.

Camina hacia una esquina del estudio, acerca la nariz hasta rozar las dos paredes que hacen escuadra. Imagina cómo tendría que estirar el cuello hacia atrás, impulsarse y regresar la cabeza con la fuerza necesaria para estrellarla en el concreto.

—Ficción y realidad —murmura.

Echa atrás la nuca y embiste la pared con la frente. Se derriba. Por una rendija de la puerta distingue cómo la tarde va cayendo. El patio está oscuro. Quisiera que las paredes del estudio se derrumbaran.

 

3.

Duele. Es como si le hubieran atravesado con puntillas la frente y siguiera teniendo las armas incrustadas en la cabeza; par de cuernos. Andrés toca las heridas, el roce de sus dedos le arde. Los dos hematomas que han nacido en cada costado por lo menos duplican el tamaño de su frente. Intenta ponerse de pie. El cuello está entumido, calambres atacan sus brazos. Siente que las heridas van creciendo, empujan al cerebro, se adueñan de su cabeza. Se sujeta del escritorio para no caer. Ve de nuevo las palabras de Luisa sujetas en el corcho, las repite en voz alta:

—¿Sentiste algo, eres capaz?

Camina a la cocina. Busca hielos en el refrigerador. Arrastra los pies hasta la habitación y se deja caer sobre la cama. El celular suena. El timbre simula el ring de un teléfono antiguo, el volumen aumenta con la velocidad de un feroz ruego. Andrés lo toma, programa que vibre y lo deja sobre el buró: se mueve, una mosca herida que no puede emprender el vuelo y apenas da saltitos, así el aparato va desplazándose sobre la madera, se acerca a la orilla, sigue hasta derrumbarse. En el piso, el nombre de Luisa parpadea en la pantalla. Mensaje de texto: «Eres lo que más odio. Te odio, odio, odio, odio».

A los diez minutos llega: «No eres un documentalista, no te lo creas, antes de destruirlo lo vi. Pésimo. Mediocre. Te hice un favor.» Quince minutos después: «¡Contesta!, no te escondas, cobarde». Pasan veinte minutos, el último: «Regresa de donde viniste. Púdrete.»

Andrés apaga el teléfono, con los dientes ataca las uñas de la mano izquierda. Muerde, escupe. Un documental de alguien que perdió su primer documental. Piensa: una historia que se frustra, muere y, al hacerlo, le da vida a otra.

Se levanta por un café. Siente más frío del habitual, apenas sale de las cobijas busca un suéter con que taparse. En la bolsa interior de su mochila encuentra un lápiz y una hoja. Atraviesa el pasillo, llega a la cocina. Prepara la cafetera, la enciende. Escribe: “pérdida”. Su trazo comienza suave, pero en la primera d aprieta con fuerza la madera, vuelve a recordar secuencias de su documental, los rostros de las protagonistas. La voluntad y la punta del lápiz se quiebran, tira la hoja a la basura.

Lava una taza mientras el café comienza a oler, destapa sus fosas nasales, ve cómo la jarra se llena hasta que caen las últimas gotas. Se dispone a servir cuando, afuera, alguien le pega a la puerta de la entrada como queriendo reventarla. Camina a la sala, se asoma con sigilo entre las cortinas. Es Luisa: cada golpe, cada patada retumba en la cabeza, en el cuerpo de Andrés. Montserrat sale de su recámara, él le pide que se encierre y que ignore el ruido. Los golpes cesan, pero persiste un molesto rechinido. Luisa pasa dos horas escribiendo una vez y otra y otra, tinta azul sobre tinta azul, trazo sobre trazo, tapiza la lámina amarilla, es la incansable repetición de una palabra. Cobarde.

—Ya no quiero que estés aquí, no me pagues el mes, recoge tus cosas. En dos horas llega la mudanza —le grita Montserrat desde su habitación.

Andrés toca, le pregunta:

—¿Qué hice?

Montserrat le grita:

—Me pagaste por hospedaje no por mi historia. Ratero y cobarde —la última palabra la entona buscando hacer eco con la puerta rayada por Luisa. Andrés da unos pasos de regreso a su recámara, luego se queda a mitad del pasillo, entre los dos rencores.

Tarda cuatro minutos en cambiarse el pijama por unos pantalones, una playera. Recoge las llaves, sale.

 

4.

Francisco grita que pase, al ver a Andrés, la expresión severa del tutor cambia, apresurado se levanta de la silla, camina hasta ponerle la mano en el hombro, mirando las heridas en la frente le pregunta.

—¿Estás bien?

Andrés no responde.

—Toma asiento, ¿qué pasó?

Aunque intenta pronunciar con eficiencia, Andrés repite varias veces la siguiente oración para que su tutor comprenda:

—Mi novia se dio cuenta de que estaba haciendo el documental con la historia de su enfermedad y lo destruyó. Mi roomie también supo que ocupaba el montaje de su obra, me acaba de correr.

— Debes enviar algo. Entregaste la cesión de derechos. Vas a tener problemas graves con la escuela. Me enseñaste ejercicios, alguno de esos podría servirte, escribe un reporte. Mándamelo, yo hablo con los demás profesores —Francisco saca un folder, le pide firmar documentos.

Le cuesta trabajo sujetar el lapicero, se le cae dos veces. No agradece, la mandíbula se le ha paralizado. Andrés sale de la oficina, camina sin darse cuenta por dónde va hasta que una afanadora le señala la salida.

Ha olvidado qué ruta de camión tomar, apenas junta el dinero suficiente para que un taxi lo regrese. Llega hasta el estudio. Busca entre los archivos de su vieja laptop un documental que intentó mientras cursaba el cuarto semestre de la licenciatura en Comunicación. Es la historia de una vieja revista de literatura que intenta sobrevivir en un mercado donde la distribución se ha vuelta imposible para publicaciones de corto tiraje. Carga los archivos y envía el correo electrónico a su tutor.

Empacar es fácil, deja al último lo difícil, faltan apenas quince minutos para que llegue la mudanza cuando lo decide. Toma el teléfono, sale a la calle. Camina dos cuadras hasta un parque. Un tipo encargado de la limpieza barre una cancha de basquetbol, hay aparatos para hacer ejercicio, son nuevos, su brillo corresponde más al de un adorno. No abunda el pasto, la mayor parte del terreno está cubierta por granilla roja, sólo han crecido seis árboles. Andrés escoge una banca que está en la esquina norte, detrás de una iglesia. Saca del bolsillo el teléfono, quita el bloqueo de pantalla. En sus contactos señala el nombre de Luisa. Va a oprimir el botón, al sentir la superficie acolchada de la tecla se detiene. Respira lento. Enjuaga la lengua con saliva. Seca el sudor de la frente. Marca. De inmediato ella contesta:

—No lo lograste, nunca vas poder terminar, cobarde, das lástima.

La furia con que Luisa impulsa palabras hace que Andrés aleje el aparato de la oreja. Cuelga. Se levanta de la banca, cuenta los pasos de regreso a casa. A los cincuenta y tres llueve, no corre.

Busca despedirse de Montserrat. Ella, sin abrir la puerta de la habitación, le grita que deje la llave en la barra de la cocina. La camioneta de la mudanza arranca, el conductor le chifla. Andrés trata de quitar el aro metálico del llavero, está demasiado duro, apenas logra desprenderlo utilizando la fuerza de sus dientes y de la mano. La punta del alambre le hiere el labio superior, sangra. Deja la llave en la barra y corre hasta la puerta. Distingue un par de gotas rojas en el suelo.

 

5.

Lo despierta el chofer de la mudanza.

—Estamos cerca, ¿dónde doy vuelta a la izquierda?

El dolor ocupa su cabeza, tensa el cuello, atraviesa la espalda, avanza por los antebrazos, alcanza las rodillas, se asienta en las plantas de los pies. Andrés gira la manija hasta que la ventana por completo se abre. Respira hondo.

—En tres cuadras.

El tipo asiente, con un movimiento rápido de su mano derecha abre la guantera, saca la única botella de agua que hay, bebe la mitad. El resto lo ofrece a Andrés que da un trago corto, temiendo le aumenten las ganas de orinar.

El chofer enciende la radio, sintoniza dos estaciones, la vuelve a apagar. Avanza algunas cuadras en silencio hasta que le pregunta:

—¿A qué te dedicas?

—Estudio, estudiaba. Cine. Es en el edifico de aquella esquina —le señala Andrés. Distingue la ventana que corresponde a su antigua recámara y se imagina de niño, viéndose.

La llave funciona, mamá, grita. Nadie responde. Los cargadores acomodan algunos muebles y maletas en su antigua recámara, Andrés les da propina, los despide. Atraviesa el pasillo, va a orinar. Se sienta en el sillón más grande de la sala. No sabe qué hacer. No tiene hambre ni sed, tampoco sueño. Ensaya cómo le explicará a su madre lo que le ha sucedido, lo hace enfáticamente, como si a ella en verdad le interesara.

Sentarse, levantarse, sentarse, volverse a levantar. Recorre con ansias el departamento, busca una libreta con suficientes hojas, plumas, lápices, colores. Se acerca a su escritorio, en su recámara. Frente a la ventana comienza a recordar una imagen que le sirva de arranque. Dibuja:

 

6.

Fachada de librería de viejo. Diez de la mañana. Andrés esperaba que los empleados terminaran de limpiar pasillos y estantes. La visitaba casi a diario, se convirtió en el mejor pretexto para intentar olvidar el documental inconcluso. El primer libro que iba a revisar era una antología de teatro. A sus espaldas escuchó la voz de una mujer.

—Es pésimo, fue diseñado por un escritor sin criterio —ella se lo quitó de las manos, lo devolvió a su lugar y buscó hasta encontrar uno delgado.

—Si quieres leer buen teatro, toma este —su brazo se desplegó hasta que el ejemplar quedó frente a los ojos de Andrés, vio la etiqueta, treinta pesos. Luego su mirada fue al tatuaje de la muñeca, una enredadera con flores amarillas y moradas.

—¿Te gusta el teatro? —preguntó Montserrat.

Andrés asintió.

—A mí también, es lo que más. Disculpa, necesito hablar con alguien que me entienda, ¿a qué te dedicas?

—Intento hacer un documental.

—¿De?

—No sé.

—¿Cómo?

—Me gané una beca, pero no he podido avanzar. Creo que ya lo abandoné.

—Debes ser persistente, pon atención — Montserrat dio unos pasos hasta ponerse frente a Andrés y comenzó un monólogo describiendo un concepto llamado Huella del dolor. No paró de hablar, sus palabras le parecieron entretenidas, tuvieron sentido; era histriónica, ocupó ademanes, moduló cuidadosamente el tono de su voz. Estudió actuación pero eso ya le aburría, estaba intentado escribir su primera obra de teatro.

Monserrat y Andrés salieron del local cuando los empleados cerraban para ir a comer. Se despidieron antes de llegar a la estación del metro. Él la vio alejarse, lamentó no pedirle sus datos, pensó en gritarle, alcanzarla. Ella entró rápido a un vagón y partió.

Días después, al encender su computadora y revisar sus cuentas, Andrés encontró una solicitud de amistad de Montserrat. El fin de semana se vieron. Ella le habló de una Escuela de escritores dirigida por un narrador con una obra distinta a las corrientes históricas de la producción nacional, un escritor vanguardista, dijo burlona. Le contó que asistía a la clase de una dramaturga con un singular método para desarrollar conflictos. A Montserrat las dudas la tuvieron paralizada hasta que la dramaturga de nuevo la hizo escribir pero sólo enfocándose en la “Huella del dolor”de los personajes, nada más.

—Acompáñame al taller, seguro te sirve.

 

7.

Escuchar al personaje, les pedía Virginia Ávila, explicaba poco, el trabajo importante lo realizaban sus alumnos a partir del análisis de los ejercicios que les dejaba, todos relacionados con hallar el conflicto principal de los personajes. El primer ejercicio fue desarrollar un monólogo que evidenciara la “Huella de dolor”. Antes de tocarle el turno de leer, Andrés improvisó sobre un joven que no encuentra trabajo. A sus compañeros les pareció “bien”, ninguno fue capaz de ir más allá de esa opinión. Eso enojó a Virginia que comenzó a dibujar muñequitos, apuntaba al centro del pizarrón, pidiendo que exploraran la “Huella de dolor”. Debían rastrear un hecho en la historia de los personajes que habría configurado su manera de actuar en el mundo, eso tenía que ser evidente en el monólogo. Necesitaban mucha pericia con las palabras y cuestionar eufóricamente las motivaciones de los personajes. El juicio final que Virginia le dio a Andrés fue apabullante: era el monólogo más falso que había escuchado en cualquier taller, la voz era impostada, no había conflicto, era incapaz de identificar sus dilemas, un personaje que no valía la pena. Aseguró que debía explorar conflictos más cercanos a él.

Resultó contraproducente, durante los siguientes meses Andrés no pudo hacer lo que le pidió Virginia, ni tampoco logró articular otra historia. De inmediato cuestionaba las motivaciones de los personajes y luego de muchas o pocas preguntas terminaba emitiendo el mismo juicio: superficial, como la misma Virginia había evaluado a casi todos los ejercicios que se presentaron en el taller.

Aunque Andrés siguió asistiendo a las clases no volvió a leer ningún escrito, a muchos de sus compañeros les pasó igual, la dramaturga pedía desarrollar historias que fueran expulsadas desde la emergencia. Casi nadie del grupo logró esa sintonía con los personajes.

De a poco la mayoría de los alumnos dejaron de ir. Montserrat no logró pasar del cuarto ejercicio, Virginia le cuestionaba la presencia de tantos personajes en su obra. Sobrevivieron siete alumnos, sólo dos presentaban trabajos. Andrés se gastó las horas de la última sesión mirando a una chica que no hablaba con nadie, ni mostraba sus textos. Antes de que terminara la clase ella se levantó de su asiento. Por primera vez comenzó a leer, era un monólogo de un hombre homosexual a punto de suicidarse, enfermo de Sida, con un par de hijos. Al leer parecía que alguien más hablaba a través de ella, los habituales ruidos de la escuela callaron o Andrés los dejó de oír, los vellos de sus antebrazos respondieron a quién sabe qué fuerzas, se erizaron. Su nombre era Luisa, su texto provocó lagrimas a la maestra.

Andrés logró alcanzarla en el estacionamiento, la invitó a salir.

—El viernes me queda bien, llámame el jueves.

 

8.

Un cristal, detrás hay una bestia, no deja de mirarlos, su cara tiene expresión de coraje, su cuerpo rígido, amenazante. Andrés hubiera preferido que se tomaran un café o una cerveza, Luisa insistió en ir al zoológico, frente a la jaula de los orangutanes le dijo:

—Me gustas, me da coraje.

El orangután dio vuelta, caminó al fondo de su prisión, los dejó solos. Andrés no supo qué decir, ni qué hacer. Luisa lo miró fijamente, pudo soportar el gesto serio algunos segundos antes de que se transformara en una carcajada.

La siguiente cita fue un viernes, cenaron, Luisa le contó:

—Estudié dos licenciaturas al mismo tiempo, psicología y diseño gráfico. Comenzó todo con la poesía, no, con Espejo humeante de Juan Bañuelos, me fascinó. Mi papá me prometió comprarme más libros, pero se suicidó unos días después, entonces comencé a guardar el dinero que me daba mi madre, cuando reunía el suficiente escapaba de mi casa, compraba más poesía.

Se sentía más cómoda en el silencio. Luisa rehuía las conversaciones y si tenía que participar no daba opiniones, soltaba preguntas que solían cambiar de manera drástica el sentido de las pláticas. Era como si el tiempo que permanecía callada lo ocupara preparando flechas certeras que apuntaban a razonamientos efectistas. Le gustaba planear lo que decía, así hablara del trabajo de las fundaciones de ayuda para animales abandonados, de la posibilidad de proyectar piezas audiovisuales en municipios marginados o de elegir la cena. Se esforzaba por estar consciente de la realidad, ser crítica a pesar de que su familia la cuidara para que no sufriera. Era realista, rigurosa, ni las cosquillas en su abdomen lograban que declinara argumentos. Se abrazaba a la disciplina, a la velocidad con la que devoraba libros, a la firmeza con la que se dedicaba a escribir tres horas al día.

Si Andrés no estaba con Luisa se la pasaba encerrado en su estudio, invirtiendo semanas en el desarrollo de algunas cuartillas, luego cuestionaba las historias oración por oración hasta asegurarse de destruirlas, se convencía de no seguir. Obedeció las recomendaciones de Virginia Ávila: en lugar de analizar el entorno se convirtió en un tipo ensimismado, que cada experiencia vital la relacionaba con la concepción de otro documental. En cualquier indicio veía una “Huella de dolor” que luego de varios días de cuestionamientos descartaba. Tuvo la sensación de estar atrapado en el peor laberinto, girando y girando alrededor suyo.

Estar con Luisa le ofreció un escape, iban al cine, se quedaban en su casa a ver televisión. Casi cualquier cosa que le impidiera sentarse a planear otro documental. Era su salvavidas, la abrazaba con la resignación de un nadador cansado, que por más entereza en sus movimientos no llegará a ningún lado. Había ganado una beca para concentrarse sólo en la creación de un documental y no podía. Se atormentaba imaginando su regreso a estudiar Comunicación, en su antigua facultad, en su antigua ciudad, encerrado en la recámara de un departamento que apestaba a humedad.

 

9.

—Ándale, está enorme, mucho mejor que el cuartucho que rentas. Aquí también puedes ocupar el cuarto de atrás, tendrías dos espacios, cada quien su baño. Le pido prestada una camioneta a mi tío y te ayudo a cambiarte. Tú, terminas el documental, yo con mi obra, ¿te late?

Montserrat le propuso a Andrés rentar una de las habitaciones de su casa. Ella vivía de una pensión familiar que se iba agotando. Andrés consultó la oferta con Luisa, ella le dijo que sonaba bien, que tal vez conocer otros rumbos de la ciudad le ayudaría. Él regresó a su casa, al escritorio. Perdió el tiempo mirando el color salmón de las paredes, ya sólo le quedaban algunos meses de beca, debía apresurarse. La semana siguiente organizaron la mudanza.

La casa era grande, un salón muy amplio le servía a Monserrat para ensayar con su compañía. La habitación que le correspondía a Andrés estaba al fondo del pasillo, era demasiado pequeña y nunca logró desempacar, no había closet o armario donde pudiera guardar sus cosas. La ventaja fue un cuarto de servicio que tenía estantes, se convirtió en su estudio, instaló la mesa, la computadora, el monitor.

Desde el primer día llegaron los amigos de Montserrat, por ahí de las seis de la tarde tocaron la puerta. La mayoría venía cargando latas de cerveza, de inmediato encendieron algún porro. Sobre el piso del salón se fueron acomodando, luego de una o dos horas de plática, Montserrat anunció que era hora de trabajar, fue por juegos de hojas, se los repartió. Ensayaron. Las primeras tres o cuatro veces que lo hicieron, Andrés los observó sin participar, estaba probando el enfoque de su cámara cuando se le ocurrió grabarlos, no actuaban mal, registró varios días de ensayos, desde que entraban por la puerta hasta que se iban.

El fin de semana armó secuencias, fue entretenido, lo ocupó casi todas las horas del día. Revisaba las grabaciones hasta que relacionara algo que leyeran los actores con otro segmento, editaba, comenzaba a armar piezas, lo disfrutó. Fantaseó con la idea quedarse a vivir indefinidamente en esa ciudad, buscar un trabajo que le permitiera solventar sus gastos y no le quitara demasiado tiempo para cuando la beca terminara.

Luisa le pidió que la fuera a ver a su casa, lo hizo por teléfono, sonó extraña, el tono de su voz fue distante, Andrés se culpó por pasar varios días grabando a Montserrat y a sus amigos sin irla a buscar. Sospechó que ante el distanciamiento quería terminar la relación o por lo menos hablar de ello. Durante el viaje en metro se distrajo mirando el rostro de las personas con las que compartía el vagón, cuando bajó en la estación más cercana a la casa de Luisa, sintió dolor en el estómago, el olor a orines, a comida, se revolvió en sus fosas nasales. Tuvo que correr hasta alejarse algunas calles para vomitar. Soportó el estremecimiento y cuando controló la respiración estuvo seguro de que la relación se terminaría. No había un indicio real que lo demostrara, fue la presencia de una intuición que ya no lo soltó. Tocó el timbre, esperó que le abrieran.

Luisa tenía los ojos hinchados, la piel de sus mejillas, de la nariz, enrojecida. Lo abrazó mientras lloraba, le explicó que llevaba algunas semanas sintiéndose cansada, no se lo había dicho por no importunarlo. Los últimos tres días se la había pasado sin levantarse de la cama. Su madre la había llevado a una clínica, luego a un hospital, le mandaron análisis. Le diagnosticaron lupus eritematoso sistémico. Enfermedad crónica, suele atacar a las mujeres, autoinmune, impredecible, no hay cura, se desconoce el origen de su causa. Sus labios ya no le parecieron de caramelo, estaban resecos, Andrés se prometió no abandonarla, le llenó la cara de besos, la abrazó hasta que el sudor fue insoportable.

 

10.

Se ofreció de acompañante el día que comenzó el tratamiento de Luisa, antes de salir de su casa grabó el primer ensayo formal que tuvo Montserrat, la historia trataba sobre una chica condenada a muerte por una enfermedad repentina. Andrés no dejó la cámara, la llevó consigo al hospital. Comenzó como un juego, un ejercicio: se dio cuenta que la historia que había escrito Montserrat tenía similitudes con lo que le estaba pasando a su novia, si por la mañana había filmado a los actores, le pareció buena idea filmar a Luisa por la tarde. Ella daba pasos titubeantes, y cuando tenía que hablar con los médicos y las enfermeras lo hacía con una voz débil, una que no quería salir. Tartamudeaba, le era imposible pronunciar los nombres de las medicinas. Los gestos de Luisa se volvieron dulces, las palabras las susurró al oído, cada oportunidad ella la aprovechaba para demostrarle cariño, se concentró en darle a Andrés caricias mínimas y profundas, como de despedida.

Luisa le rogaba que apagara la cámara, Andrés fingía hacerlo, la colocaba sobre algún mueble, pero asegurándose que la siguiera registrando. Fue encontrando formas para que no se diera cuenta que ella se había convertido en el personaje principal de su documental. Logró que a las pocas semanas se acostumbrara a la presencia de la cámara. Fue como si la dejara de ver, o de incomodar.

El documental iba a cuestionar la concepción artística de la muerte contra la vida real, la historia de una joven que se enferma repentinamente y puede morir. La lectura de la obra, los ensayos de las actrices, se iban a contrastar con las visitas al médico o Luisa tirada en su cama, medicada. Ella era una insomne que vivía las horas como entre sueños confusos, estaba y no. Andrés ejecutó las tareas de un enfermero que al despedirse cobraba con un roce salado de labios y las imágenes que fue guardando en la memoria de las cámaras. Cada noche, al regresar a su casa, pasaba la información a los discos duros, luego volvía a hablar con Luisa, le llamaba por teléfono. A punta de palabras desarrolló muchas estrategias para engañar a la ansiedad que su novia padecía cuando llegaba la hora de acostarse, a veces lo logró, a veces no. Esas conversaciones también le sirvieron, mostraron con efectividad el miedo de Luisa. El cuerpo de ella cambió, ganó en peso, llegó a parecer una caricatura exagerada de sí misma. Andrés intentó no salir a cuadro, pero hay una escena donde le está dando galletas con chispas de chocolate, las remoja en leche, se las acerca a la boca mientras ella llora, Luisa viste una playera verde limón de licra con tirantes que le queda demasiado chica, unos shorts del equipo de futbol de su hermano.

Los primeros tres meses fueron de completa filmación, Andrés asistió a todo lo relacionado con el lupus de Luisa y a cualquier cosa que tuviera que ver con el montaje de la obra de Montserrat, logró que ensayara con su compañía ya entrada la noche para poder grabarlos sin problemas. Ella había hecho importantes correcciones a la obra que funcionaron, una actriz no logró hacer verosímil un personaje, Montserrat la despidió, además consiguió contratar a otra que sí podía. Las imágenes que retrataron la construcción de la obra de teatro quedaron bien, parecía una compañía profesional, daban certeza de ser una búsqueda rigurosa del miedo a la muerte, su parte en el documental encajaba.

Aunque los días eran agotadores, tuvo jornadas de trabajo de más de doce horas, Andrés no sintió cansancio. La construcción de la pieza lo emocionó, no era un tipo feliz pero cualquier acto lo encaró con alegría, sólo le faltaban organizar unas tomas y meterse a editar. Pronto tendría un documental y aunque intuía que en algún momento algo podría no funcionar, se quedaba tranquilo pensando que al menos él poseería una historia capaz de retratar una verdadera huella de dolor y eso lo justificaba todo.

 

11.

Cuatro meses después del diagnóstico Luisa comenzó a recuperarse, la familia no vaciló en pagar fuertes cantidades del dinero que les quedaba y que les sirvió para estabilizar su salud. Apenas ella se sintió con fuerza para salir a la calle, le propuso que vivieran juntos. Fue en una cena en la que invitó a toda su familia, Andrés dijo que aceptaba, pero excusó unos meses para conseguir un trabajo. La madre de Luisa le insistió en que no se preocupara por el dinero, la abuelita lo miró con compasión.

A Montserrat le costó mucho trabajo conseguir un teatro, le alquilaron uno pequeño, casi escolar. Entre los actores juntaron algo de dinero, lo invirtieron en una campaña de promoción, la noche del estreno sólo llegaron algunos familiares. La obra estuvo llena de errores novatos, apenas lograron presentarse un par de veces más.

Montserrat se encerró en su recámara a hacer quién sabe qué, a veces Andrés se la encontraba en la cocina, le intentaba hablar y ella sólo le respondía con monosílabos, sus ojeras ennegrecieron con cada noche que pasaba, no abría la puerta a sus amigos, no quería ver a nadie.

 

12.

La obra de Montserrat estallando en una ovación de aplausos, y un entierro, la madre de Luisa llorando la muerte de su hija: Andrés frente al monitor, editando los últimos minutos de la película, fantaseaba con encontrar un final para su documental. Le faltaba un cierre, la muerte era el buen final. Pasó días de mal humor, angustiado. El documental estaba a su alcance, a punto de terminar. Debía suceder algo más. La realidad no servía: la depresión de una dramaturga que no consigue buenos resultados con su primera obra, la enferma que parece recuperarse y hasta pretende casarse. Tanto miedo le dio pensar que esa historia también era un fracaso que decidió consultar a su tutor.

Bastó que Andrés se ausentara un par de días para que Luisa lo descubriera.

 

13.

Detiene el lápiz, revisa. Treinta y cinco cuartillas abarcan el estupor. Nunca los dibujos, ni las notas, le reclamaron atención durante tanto tiempo. No sintió ganas de orinar, aguantó la sed. Se levanta de la silla, recorre la cortina. Aunque está oscureciendo todavía alcanza a mirar la punta del volcán, hay fumarola. Aunque intenta sonreír el dolor en la frente no lo deja.