La López

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Quince años y París por delante; terciopelo y saraos, paseos por las Tullerías, tés y pastelillos en las dulcerías de Montmartre, donde una modista le confeccionó un corpiño para el vestido de su primer baile. La prenda estilizó su talle y le oprimió los pulmones al punto del desmayo. “Hay que sufrir para merecer”, insistía Madame Roig en tanto apretaba un poco más los cordones de la prenda interior que semanas más tarde le atrajo todas las miradas masculinas a su llegada a la mansión de Monsieur Guinard.

Agustina Deplanque había llegado a Francia en compañía de su madrastra, una pelirroja de ocasión que su padre hallara en un viaje por Madrid. Como diplomático, el abogado Javier Deplanque había desarrollado un gusto extremo por las bellezas nativas de países exóticos. La madre de Agustina había sido en vida una mulata hermosísima, oriunda de la isla de Guadalupe, en las Antillas. De esa mujer casi negra, alta y de cabellera oscurísima había heredado la hija el porte altivo y los ojos como esmeraldas crudas. También heredó el gusto por la compañía de los isleños y el idioma secreto de hierbas y conjuros mágicos. El diplomático padre de Agustina, ocupado en sus viajes, sus deberes internacionales y su obsesión por las amantes idólatras, descubrió tarde las costumbres yorubas de su hija: a los 14 años no hay dios que libre el alma de los malos hábitos. Así que entre el susto y la esperanza de casar a la pequeña bruja, don Javier Deplanque la mandó en un viaje feliz a la Francia de la Exposition Universelle des produits de l’Agriculture, de l’industrie et des Beaux-Arts de Paris de 1855. Con su tropel de sirvientas y sus vestidos de colores atroces, la niña y su madrastra de 22 años partieron de Puebla hacia el puerto de Veracruz un enero de calores desorientados, en un viaje de varias semanas a través del océano con la ilusión de asistir a los bailes de marqueses y vestir lo último de la moda del Segundo Imperio, comer scargots con champán y empacharse de pasteles locos con sus altísimas bóvedas de caramelo cristalizado.

En el transcurso del viaje la niña Deplanque cumplió 15 años, así que cuando desembarcó en el muelle de Le Havre ya se sentía una mujer hecha y derecha. Con gestos de gran dama atravesó la plancha del puerto hacia el carruaje que la llevaría a la estación de trenes junto con la madrastra y el séquito de sirvientes rumbo a París, a la residencia que su padre les había alquilado en la calle de Froidmanteau, cerca de la Plaza Real. El pequeño batallón desembarcó en la Gard du Nord con su carga de baúles trasatlánticos, sus gallinas vivas y sus ramos de hierbas francas para espantar a los espectros de aquellas calles casi sumergidas en el cieno mortal de las alcantarillas desbordadas de una ciudad en plena reconstrucción.

A pesar de las vicisitudes, las calles destruidas y las inundaciones, las dos jóvenes se dedicaron a aceptar tertulias y saraos con una libertad de viudas recientes. Fue en la primera de esas fiestas, en la mansión de Monsieur Guinard, amigo del abogado Deplanque, donde las mexicanas conocieron al oficial Louis Georges y a su compañero Michel Bouillé, jóvenes briosos quienes, nada más poner el ojo en los generosos escotes de las damas, se dispusieron a la conquista fácil. Aunque no tan fácil, a juzgar por los negros escondidos en todos los rincones, deferencia que papá Deplanque había pedido para su pequeña, acostumbrada a estar siempre rodeada de aquellos a quien su madre prefirió tener siempre cerca: isleños de Guadalupe y las otras Antillas, congoleses y uno que otro oriundo de Dakar. La madre de Agustina había muerto cuando la niña tenía 8 años. Le heredó un francés impecable y la convicción de que los blancos no eran de fiar cuando de negros o mulatos se trataba. Pero a juzgar por las miradas codiciosas de los franceses —muy rubios unos, castaños los más, blancos todos—, Agustina pensó que su madre estaba equivocada, pues su piel achocolatada, su cabello zaíno y el talle largo y estrecho, preámbulo de un derrière de ensueño, habían atraído sin remedio y sin distinciones de clase las galantes atenciones de ese oficial rubio y alto de bigote apretado y unos ojos azules que la traspasaban con una luz que muy rápido se le instaló en todos los recovecos de su corazón primerizo.

A dicha fiesta siguieron otras. De inmediato la buena gente de París empezó a murmurar el posible enlace de la millonaria mexicana con el apuesto soldado a quien más de una solterona francesa de aristocrático apellido y formas desbordadas tenía en su carnet de baile con la esperanza de incitar su interés romántico. La “negrita” mexicana pronto se hizo de una caterva de enemigas que competían a cual más con los mejores atuendos, los mejores abanicos y las mejores joyas. A los ojos de Georges, la distracción amorosa de la madrastra despejaría por fin el camino hacia la cama de la niña Deplanque, reacia a aceptar sus avances amorosos. Lo único que necesitaba era desaparecer a los negros que la seguían a todas partes. Tan grande era su frustración, que en una breve carta exigió a Agustina retirar la constante vigilancia de sus sirvientes. Agustina leyó la misiva en voz alta frente al coro de negros y estos pegaron un alarido de burla. La niña sólo hizo un tierno movimiento de cabeza, como sellando un pacto.

El 15 de mayo de 1855, día de la inauguración de la Exposición Universal y última vez que se vio a Agustina con vida, las dos parejas de jóvenes se mezclaron con la multitud de visitantes a los pabellones del enorme y espantoso Palacio de la Industria. Probaron de todo: frutas, verduras, bebieron vino, comieron quesos y carnes de diferentes provincias, las damas se adornaron el cabello con flores y para rematar la jornada aceptaron una invitación del gran Delacroix a su departamento de la calle de Notre-Dame-de-Lorette. A la estruendosa caravana se sumaron otros pintores del pabellón de las Beaux Arts, algunos escritores y muchas mujeres de la vida galante que asomaban entre los cuartos llevando viandas escanciadas con champán y vino de Burdeos y más tarde la absenta, el hachís o kif del Magreb en generosas cantidades. Nadie sabe de dónde salió el vaso de vino cargado de láudano que la niña Agustina bebió, desconocedora de su mortal efecto. Cuando la policía llegó, alertada por un hombre que manifestó haber sido testigo de un asesinato, el cuerpo de Agustina Deplanque había desaparecido.

II

La viuda de don Gaspar López miraba el horizonte de árboles, jacarandas, abedules y algunos eucaliptos trasladados por su marido de lejanas tierras. Abril siempre atraía a las bandadas de golondrinas que pespunteaban el aire de primavera con augurios de lluvia. Había sido un invierno duro y la explosión de flores autentificaba los bríos de la vegetación por hacerse de un lugar en el mundo. El aire primaveral se mezcló de pronto con el tufo proveniente de la cocina. “Conejo otra vez”, se dijo. En estos tiempos no hay para más, niña, había gimoteado Casta Petra, la cocinera recién llegada de Haití. “Menos mal que hoy como sola”, se resignó la viuda. A pesar de su intensa vida social, el 15 de cada mes lo reservaba para ella y sus recuerdos.

Ya hacía más de cinco años que su marido había pasado a mejor vida. Su padre había insistido en que ese matrimonio de conveniencia borraría la mancha que París había impuesto en el impoluto historial de la familia Deplanque. Agustina había llegado a Veracruz tan delgada que nadie notó los casi cuatro meses de embarazo que la trajeron empinada sobre la borda durante todo el viaje y ya en Puebla no le impidieron montarse el vestido blanco lleno de tules, sedas y azahares que su padre mandó a hacer a las volandas a la capital. A estas alturas el abogado había olvidado ya el descalabro de la madrileña (que acabó vendiendo verduras en un estanquillo del mercado de Les Halles), y se había hecho de una nueva esposa, una rutilante zíngara de los Balcanes.

Una clara mañana de octubre, el abogado Deplanque acompañó a su única hija al altar mayor de Catedral para entregarla a don Gaspar López, español sesentón, dueño de una enorme tripa, calvo y de bigotes tozudos. El inopinado novio se dedicaba a la importación de licores y ultramarinos, y consideraba que por primera vez la vida le sonreía con todos los dientes. Ahí, al pie del altar, lo esperaba la novia más hermosa de esas y de otras tierras. La dote con la que el suegro había sellado el contrato matrimonial era tan cuantiosa que ya no debía preocuparse por los altibajos de su profesión, azotada por pérdidas de todo tipo. Tanta suerte se debía a un asuntillo menor: el embarazo de la novia. Eso a él qué le importaba, le había revirado Gaspar a su futuro suegro. De hecho (y eso no se lo dijo al padre de la novia) su virilidad, agotada por los excesos en la bebida y las mujeres, le impediría siquiera soñar con una noche de bodas como aquellas de sus primeras juventudes. Ahora tendría que conformarse con ver y, con algo de suerte, tal vez tocar. Peccata minuta si tomaba en cuenta las enormes ganancias derivadas de la conveniente alianza. El hijo de la mulata sería su propio hijo. Lejos estaba don Gaspar de saber que su buena suerte acabaría justo a los dos años de feliz matrimonio, cuando cayó presa del vómito negro y sólo le dio tiempo de legar sus bienes al pequeño Gaspar, su hijo frente a los hombres, el heredero a quien la madre debía mandar a algún internado de ultramar tan pronto cumpliera 12 años.

El infante, no cabe duda, robaba el corazón de quien lo mirase: rubio, ojos azules y mejillas como rosas tempraneras. La gente decía que el niño, nacido con tres meses de antelación en la hacienda de su padre en Veracruz, era el producto de alguna correría del santo señor con alguna campesina holandesa a la que le había hecho el favor en alguno de sus viajes. Pero también se decía que el chiquillo había nacido negro y su madre lo había decolorado gracias a la magia de sus conjuros, los cuales la libraron también de los olores, eructos y malos modos del marido. Los vecinos comentaban que por las noches una luz verdosa se filtraba desde la ventana de doña Agustina hacia la recia oscuridad del cielo poblano. En los corrillos se hablaba de brujerías, de pactos con el demonio, del vudú de los antepasados isleños de la viuda. Casi siempre, al pasar por la puerta de la mulata, las mujeres se santiguaban, mientras los hombres hacían la señal de la cruz sobre su pecho, no les fuera a dar un mal aire. La peculiar comunidad de la López, por su parte, vivía ajena a las habladurías y los sirvientes negros se volcaban en atenciones hacia el principito blanco, único milagro de los desastrosos días parisinos.

Así, la mañana de abril en que la López meditaba mirando el horizonte de árboles floridos, llegó la noticia tan largamente esperada desde que se anunció la inminente invasión de las tropas francesas a México: que al mando de uno de los regimientos diezmados por el paludismo y la fiebre amarilla, y luego de haber recorrido cientos de kilómetros desde el puerto de Veracruz, el capitán Louis Georges se hallaba estacionado con sus tropas a las afueras de la ciudad de Orizaba.

A estas alturas, Agustina estaba informada de todos sus movimientos. Por los reportes de su padre supo el momento exacto en que Georges se embarcó rumbo a tierras mexicanas. Sabía que los invasores deberían pasar por Puebla en su camino a la capital. Había espías en los caminos y los pueblos. De boca en boca, la viuda supo los nombres de las poblaciones que los franceses atacaban. Con su caligrafía de huérfana anotó los días, los meses, las batallas. Y a pesar de su odio, procuró que en los lugares donde acampaban los invasores galos siempre hubiera alguien, por lo general un negro, ofreciendo agua a los moribundos, y pan y carne a los sanos, a pesar de la desconfianza de los galos hacia los pobladores de aquellas regiones, sobre todo si eran de color. Fueron los Cazadores de África y otros del Regimiento Extranjero, conocedores de la lengua quebrada de los trasterrados, los primeros en aceptar sin espanto las provisiones de caridad de aquellos buenos samaritanos. Y nadie sospechó que los supuestos aliados mantenían una estrecha vigilancia sobre el capitán Georges. La López había dispuesto que siempre estuviera protegido, cuidado por los mismos negros que el militar tanto detestaba.

III

Lo último que recordaba Agustina era el trago ambarino que Louis la había obligado a beber en la fiesta de los pintores. A lo largo de la velada, la joven mexicana se había sentido muy incómoda. Tenía la sensación de que se hallaba perdida en una tierra de lobos. Hacía horas que su madrastra había abandonado el lugar de la mano del soldado Bouillé. Era muy tarde y la ligera borrachera de las primeras horas se había convertido en un desbarranque sin fondo. Al verla desorientada, Monsieur Louis echó del lugar a los sirvientes de la mexicana. A pesar de sus protestas, los negros no tuvieron más remedio que apostarse a la entrada del edificio, a la espera de que su ama quisiera volver a su casa. Una ligera llovizna cubrió de desolación las callejuelas adyacentes por las que circulaban los oscuros carromatos encargados de llevar osamentas desde los viejos cementerios de los alrededores a las catacumbas, convertidas hacía ya algunos años en lugar de descanso para los muertos de cementerios saturados. Las horas pasaban y la niña no salía. José Urabá, el jefe de la cuadrilla de cuidadores, se despertó al sentir una ráfaga de aire putrefacto. Tenía por costumbre dormir de pie, como los caballos cuyo lenguaje entendía a la perfección. Algo no estaba bien. A lo lejos vio venir una carreta mortuoria. Venía muy despacio, como buscando lugar donde colocarse. Al fin se estacionó enfrente del edificio de apartamentos. Una tufarada putrefacta golpeó con fuerza la nariz del vigía. En eso, tres hombres salieron por la puerta principal del edificio. Cargaban un fardo. José reconoció los contornos de un cuerpo, tal vez una mujer. De un envión, los cargadores arrojaron el cuerpo envuelto en sábanas sobre los demás cadáveres. Un zapato de tafetán salió disparado en dirección a los charcos de la calle. José reconoció los lazos atados con primor: era un zapato de la niña Agustina. Cuando el carromato prosiguió su marcha, José Urabá reunió a los demás. En el silencio roto sólo por el paso dificultoso de la carreta sobre el empedrado, los cuidadores corrieron detrás del vehículo hasta Mouffetard, antiguo vertedero de cadáveres al que se atribuía la epidemia de fiebres malignas de 1685. La lluvia caía con fuerza. El vehículo se detuvo frente a una reja de hierro. Los enterradores sacaron el cuerpo de Agustina de la carreta y descendieron con él hacia el infierno de las catacumbas de París.

Temerosos, los negros se arremolinaron frente a la alcantarilla por donde habían descendido los enterradores. Con sigilo bajaron las escalinatas de piedra hasta zambullirse en la total oscuridad del vertedero. Los enterradores, seguros de que nadie los seguía, iban encendiendo teas a lo largo de pasillos y túneles que bajaban hacia las entrañas de opresivas catacumbas recubiertas de miles de huesos y cráneos humanos. La humedad era terrible. El agua escurría a chorros por las esclusas, entre las grietas de las paredes derruidas. Los sirvientes sentían el golpe de olas diminutas en los tobillos. El olor a putrefacción era insoportable. Luego de media hora de transitar entre piedras y pasadizos angostos, los enterradores llegaron a una cámara más despejada pero igualmente opresiva. Depositaron el cuerpo de Agustina en el suelo húmedo y se marcharon. El estruendo del agua cayendo por las alcantarillas de las calles situadas en la superficie encubrió de los enterradores la respiración agitada de los negros ocultos detrás de los escombros.

Los periódicos del día siguiente pusieron como nota de primera plana el asesinato y posterior desaparición del cadáver de la joven mexicana. Ya para el mediodía se especulaba que los perpetradores habían sido sus propios sirvientes, en medio de una orgía donde corrió demasiado alcohol y demasiado hachís. Aun sin leer los diarios, el instinto cimarrón de José Urabá le advirtió que muy pronto serían buscados por la policía. Ocultos en las entrañas de París estarían a salvo por un tiempo. El necesario para despertar a la niña de su letargo.

Cuando Agustina vomitó el láudano, sus cuidadores supieron que era hora de abandonar las pestilentes entrañas del muladar. Mucho les había costado sacarla del estado catatónico en que la había sumido el veneno de su verdugo como para que ahora la policía los encontrara por culpa de la niña y sus gritos, que se arrastraban como animal herido a lo largo de las viejas tuberías. Alguien podría oírlos y adivinar. Debían apresurarse. Las sirvientas vistieron a la niña con ropa limpia, la peinaron y acicalaron como si en lugar de salir por una alcantarilla inmunda fuera a hacerlo por la puerta de un lujoso palacio. La noche los recibió con bocanadas de bruma. Tomaron una barca y se dirigieron por el Sena hasta la casa vacía: asustada por el asesinato de su hijastra, la esposa del abogado Deplanque había corrido a los brazos de su nuevo amor, el teniente Michael Bouillé. Al día siguiente, la mulata y sus cuidadores tomaron el tren hacia El Havre, donde un carguero los llevó a España y ahí el Formoso, un precario barco de pasajeros que huía de la última terrible epidemia de cólera, los condujo a Cuba y más tarde a Veracruz.

Una vez en altamar, Agustina quiso morir. José Urabá le aseguró que aquella ciudad injusta le había dado un regalo muy valioso a cambio del dolor sufrido a manos de Georges y su deseo asesino, ese que le había arrebatado la virginidad ante los ojos de otros hombres que se regodearon con los golpes, los insultos, mientras el sueño del láudano hacía menos opresivas las manos del soldado alrededor de su cuello. Los demás buitres la asaltaron sin prisas y sin miedo a sus mordidas. Al darla por muerta, Georges dictó la orden: tírenla al albañal. El sueño la protegió de sentir su cuerpo desnudo envuelto en sábanas de satín cuando era arrojado a la carreta donde enterradores pagados para cubrir el atroz crimen la trasladaron a un muladar entre cadáveres pestilentes, como si se tratara de un perro muerto. Entonces Agustina desechó la idea de morir. Cuando por fin dejaron de verse en el horizonte las costas europeas, la mulata se prometió que volvería a encontrarse con Louis Georges. Con ese deseo siempre en mente, desde su llegada a tierras mexicanas se dedicó a invocarlo cada noche de luna nueva. El Gran Poder –la guerra– se lo servía ahora en bandeja de plata: el militar estaba en sus territorios y ella no era ya la chiquilla mulata que aquél había mandado tirar al albañal. Ahora era una mujer rica y poderosa: la mismísima viuda de López.

IV

El 5 de mayo de 1862 amaneció nublado. Los rumores de un posible ataque de las tropas francesas corrían como reguero de pólvora entre las familias pudientes de Puebla. La situación en la ciudad se volvía insoportable. Sin alimentos suficientes, sin armas ni municiones, padres de familia, hijos, tíos e incluso las mujeres preparaban la defensa con lo que tenían a mano. En casa de Agustina, los sacrificios hechos a lo largo de muchos meses habían convertido el sótano en un pequeño almacén de pertrechos para aguantar un sitio si era necesario. A eso de las once se empezaron a escuchar cañonazos por el lado nororiente de la ciudad. José Urabá, elevado al cargo de mayoral, regresó con sus muchachos de una inspección por el otro lado del río. Las chinas, indias y mestizas salían a la puerta de las accesorias para invitarles un último pulque. Los hombres bebieron y disfrutaron la compañía de las muchachas hasta que un propio les dijo que su invitado había llegado por fin a casa de doña Amalia, calientera que tenía su negocio de aguardiente en el Callejón del Diablo. El sol empezaba a meterse cuando el contingente de isleños regresó a la casona de El Alto, cargando un cuerpo bajo la lluvia y con el estruendo de la batalla retumbando a lo lejos.

Esa noche, un médico desahució al oficial francés rescatado por los espías de la López. Había perdido mucha sangre. En el patio, los negros bailaron y sacrificaron un chivo a sus dioses a cambio de la vida del herido.

El triunfo del 5 de mayo logró infundir esperanzas a los mexicanos. La batalla acabó con la vida de incontables soldados extranjeros y muchos de sus oficiales. Entre los desaparecidos en acción se contaba el capitán Louis Georges. Y lo que no lograron los emplastos y las jaculatorias, las tisanas y las limpias con hierbas, los linimentos y los jarabes esenciales lo pudo la risa del pequeño Gaspar, quien gustaba de entrar al cuarto del soldado herido para observarlo de cerca. En uno de esos momentos, el militar abrió los ojos, sorprendido de hallar la sonrisa del querubín muy cerca de su rostro. “Hueles mal”, le dijo el niño a la manera de los ángeles traviesos. Pero la debilidad le impedía a Georges entender si ya se encontraba a punto de repasar sus faltas ante el Creador o, en un giro de las cosas, nunca había salido de Francia y ese niño era hijo de alguna de las callejeras de Saint Denise.

Una noche de tormenta, una mujer entró a su cuarto y lo despojó de la ropa de cama para cabalgarlo sin misericordia. Desde entonces, a Louis Georges nada le importaría ya más que sentir los muslos poderosos de aquella mulata enlazados a su cuerpo. La guerra y su deber de militar quedaron relegados al fondo de su memoria, más atenta a los lunares de la espalda, la forma perfecta de las nalgas, el lento camino de su lengua desde el ombligo hasta los pezones erectos de la desconocida.

Casi un mes de visitas diarias y el capitán no había logrado que la mulata le dijera su nombre. La insistencia se topaba con la risa de la mujer y su cuerpo siempre dispuesto a abrirse como flor frente a su deseo, a complacer sus caprichos y excesos. Cada noche el huésped accionaba resortes ocultos, mecanismos de apetencias inéditas, rincones donde casi podía tocar la rabia, las ganas de poseer hasta su último aliento. Supo que había caído en desgracia cuando la enigmática visitante dejó de aparecer al pie de su cama sin más atuendo que la luz de la luna a través de la ventana. Desesperado, se aventuró por los pasillos y el jardín donde tampoco encontró al pequeño Gaspar. Las sirvientas le dijeron que la niña se hallaba en sus días. Más tranquilo, el militar esperó, ansioso. Cuando su amante estuvo de vuelta, el soldado sintió un miedo recóndito que se entreveró con la humedad y los gemidos, el temblor de las carnes, la agonía de las bocas buscándose desesperadas en el estertor final. Y entonces, al mirar el cuerpo vencido de la mujer, sus pechos brillantes de sudor, la respiración rota, lo supo: no quería perderla.

En la resaca posterior, Louis pensó en retomar su vida. Ya era hora de regresar a sus deberes. Pero no podía irse sin la hembra que noche a noche se ofrecía a sus apetitos cada vez más insaciables. Imaginó que ella sería estéril a pesar de su juventud. Durante una de las raras veladas tranquilas –solo vino y risas–, la muchacha le había dicho su edad: 23 años. Georges tenía 33. Quizás era una sirvienta o una esclava que el patrón le enviaba para su deleite. ¿Cuándo se había abolido la esclavitud en ese país?

V

Louis Georges acabó por enterarse de que la mulata en realidad era la única dueña de la casona, una viuda sobre la que nadie mandaba, que se le ofrecía cada noche por puro gusto y que el niño rubio era hijo del difunto marido, quien la había dejado rica y en plena floración. También supo que un mal parto la dañó al punto de impedirle tener hijos, y quizá por eso ningún pretendiente serio asomaba la nariz por sus linderos. Así, la pequeña comunidad de la López era una especie de mundo con sus propias reglas.

A través de periódicos y gacetas Louis Georges se enteró de los verdaderos avances de la guerra de intervención. Luego del triunfo mexicano del 5 de mayo del año anterior, los franceses se habían recompuesto y ahora tenían a la ciudad en estado de sitio. Los pobladores sufrían hambres y los cañonazos no cesaban. Louis sabía que era cuestión de tiempo –muy poco– la rendición de la ciudad. Al terminar la guerra pediría su baja con honores. Se casaría con la viuda de don Gaspar López y, llegado el momento, ingresaría a la corte mexicana. ¿Para qué regresar a Francia?

Una tarde presenció cómo los hombres de la viuda de López limpiaban rifles, afilaban cuchillos y practicaban lanzar piedras con las hondas. “¿Y toda esa faramalla? Los mexicanos no son peligrosos”, le dijo a la López entre bostezos, “nosotros los franceses ya somos sus dueños”. Esa noche, casi a las tres de la mañana, la López salió de la habitación de su huésped por la última botella de coñac. Un hombre apostado en el pasillo le entregó la copa como quien entrega un cáliz, con la devoción de los muchos años de lealtad y servicio. La mujer tomó la redoma de líquido ambarino y se dirigió de vuelta a la recámara. Media hora después, varios sirvientes entraron para sacar el cuerpo del militar enredado en una sábana. Con enorme sigilo lo llevaron a la recámara de la viuda, la cual abrió una compuerta escondida bajo un gran tapete persa. Unas escaleras los condujeron al interior de un pasadizo. Alumbrados con quinqués de petróleo, la comitiva se adentró en el subterráneo. Luego de andar entre pilares derrumbados, cuadros y muebles destruidos por las ratas, papeles y osamentas desperdigadas a lo largo de los túneles, llegaron al fin a una cámara habilitada con un camastro, una mesa donde reposaba un candelabro de tres brazos, una botella de vino con su vaso, una hogaza de pan, agua, velas para tres días y una carta sellada. Los hombres pusieron el cuerpo del militar en el camastro. Encendieron las velas. A su lado, el uniforme recién planchado de su regimiento. Y lo dejaron solo.

Luego de varias horas, el capitán Louis Georges despertó aturdido aún por el bebistrajo que lo había sumido en la inconsciencia. ¿Dónde estaba? ¿Qué broma era esa? Al ver la carta, se precipitó a leerla. Con cuidado repasó las líneas escritas con una caligrafía de huérfana. “Usted, amigo mío –empezaba la misiva- tiene cuatro opciones para escapar del túnel donde acaba de quedar atrapado: la primera, la más difícil, lo lleva de vuelta a la mansión donde se le salvó la vida, se le alimentó y se le dio mujer; la segunda, al Fuerte de San Javier, tomado por sus compatriotas; la tercera, al abandonado convento de Santa Inés, donde, según los últimos informes, el batallón Chiapas defiende la plaza con fiereza. El último lo conduce al costado de la Catedral, donde el estado mayor de González Ortega lo verá surgir de las alcantarillas a tiro de fusil.” ¿Quién habrá escrito esta maldita carta?, se preguntaba Louis Georges mientras revolvía los objetos de la mesa. Debajo del atado de velas, la boca oscura de una pistola le devolvió la seguridad. ¿Qué se creían esos negros buenos para nada? Descorchó la botella de vino y se sirvió un generoso chorro. Ya más calmado, prosiguió la lectura. De pronto, el color abandonó su rostro. La carta le reveló la verdadera identidad de la López. El moscardón al fin abandonó el frasco. Junto con su nombre la viuda le contó del muladar al cual había ido a parar luego de que él y sus amigos aristócratas la dieran por muerta. También le informó que el niño, ese pequeño rubio y risueño, muy probablemente era su hijo, si en algo contaba el orden en que fue violada. El infante había nacido prematuro y débil a causa de las lesiones sufridas por la madre durante el asalto perpetrado por tantos hombres. Luego del nacimiento del niño, ella supo que había quedado estéril. Si lograba escapar –continuaba la carta- era libre para regresar a Francia. Aunque lo perseguirían, eso era seguro. Los hombres de la López se habían encargado de diseminar el rumor entre las tropas francesas de que su capitán Georges había desertado y estaba escondido en algún lugar de los subterráneos de Puebla. Sano y salvo. La carta finalizaba con una promesa: “De los cuatro caminos posibles, uno lo regresa a mi casa. Aunque antes debe remover las toneladas de piedras y escombros que mis sirvientes pusieron para cegar el paso. Si logra dicha proeza y llega hasta la puerta que da a mi habitación, será de nueva cuenta bienvenido, pero yo misma le pondré veneno en su vino cuando más feliz se encuentre. También puede usted quedarse en el subterráneo si lo prefiere; las provisiones y las luces le durarán tres días. Claro, también está la opción de pegarse un tiro”. Luego le deseaba buena suerte y se despedía con un: “Alguna vez suya, la López”.

Los soldados que participaron en el fusilamiento del desertor Louis Georges aseguraron que el hombre declaró haber sido secuestrado y sometido a vejaciones inimaginables por una secta de negros idólatras. En Puebla no hay negros, le aclaró el tribunal sumario. Y nadie lo vio a usted entrar o salir de aquella casa de El Alto, donde vive nada más una viuda con su hijo. Tampoco le creyeron el cuento de los maltratos, tan sano y rozagante como se veía. Era extraño que hubiera salido de una trampa bajo los escombros del Fuerte de San Javier, armado y con un mapa en la mano. Lo declararon espía de los mexicanos y lo fusilaron de cara a la pared, con los ojos vendados y sin la asistencia de un capellán, pues el último había volado en pedazos durante el ataque a una casa de la calle de La Estampa. Los soldados del pelotón de fusilamiento que lograron regresar a Francia, luego del retiro de las tropas ordenado por Napoleón III, aseguraron que el desertor gritó el nombre de una mujer antes de caer abatido. Nunca se pusieron de acuerdo sobre si gritó Agustina, Albertina o Clementina.