Emperatriz del Bolshoi

1836

Emperatriz se deslizaba casi sin levantar sus lindos pies, como bailando o patinando sobre hielo, sirviendo de ilustración casi etrusca al piso destellante de mármol de Carrara, una especie de espejo descarado, de la casa del ingeniero Méndez-Gay Rivera: Tiene la elegancia y dignidad de una bailarina del Bolshoi, me dije. Trabajaba con disciplina y callada alegría de monja del santo suplicio: descalza, modesta y diligente, pero sin humillarse ni por un segundo. Cuando recibía alguna orden que no era de su agrado, levantaba sus ojitos de lince con un relámpago de luz furibunda en sus pupilas en una especie de muda protesta y formaba con sus labios una caprichosa trompita de niña enfurruñada. Ah, los labios de Emperatriz: hay que cantarlos: delgados y turgentes, de negra con rasgos de blanca fina, aunque el color de su piel fuera del más oscuro y feroz, feraz, como oscura y nutritiva tierra, negro que se pueda imaginar, su nariz perfecta de huequitos muy redondos y graciosos, toda ella una obra maestra de ingeniería divina. Su uniforme de mucama estaba formado por un pantalón amplio que soslayaba cualquier ilusión de forma y una blusa de algodón al 100%, que usaba sin brasier y sin reservas de malicia, como de limpia enfermera, los dos de color azul pálido, beige o gris perla, según el día, discretos atuendos que aceptó de mala gana cuando recibió la encomienda del oficio de la casa el primer día que se presentó a trabajar. Lo que no estuvo dispuesta a aceptar, me dijeron, fueron las alpargatas, las sandalias o las chinelas semi chibchas que le quiso imponer la consorte de Méndez Gay-Rivera. Señora –dijo la mujercita en voz muy baja pero con serena e implacable energía y una musicalidad simpática, casi infantil— yo le trabajo todo lo que quiera, hasta el más alto trasnocho, sincluso, pero sin zapatos. Pronunció el bello neologismo, “sincluso” con leve pedantería de negrita que sí pudo terminar su primaria y leer algún libro fuera del programa. Y es que así, dijo, la acostumbró su ruda madre en Puerto Tejeda. Puerto Tejeda, pueblo de negros duros, trabajadores y honrados, eso se sabe, y Emperatriz no cesa de recordarlo más con su ejemplo que con palabras, de las que es bastante parca. La señora Martha Cristina porfió: ¡Cuándo se ha visto en la santa vida de este país que una sirvienta quiera imponer condiciones antes del primer día de trabajo, eh! Pero el ingeniero, buen tasador de mujeres y diplomático previsor de futuros goces, viendo aquellos pies de oscura princesa con sus uñitas blancas muy bien cuidadas, y sin duda imaginando el resto de la historia y relamiéndose los bigotes, logró negociar: Que trabaje descalza la negrita, qué mal puede haber, y cuando haya invitados, que se ponga lo que ella quiera; y lo que Emperatriz quería lucir en días de visitas era precisamente sus tenis Nike Air, siempre limpios, cuidados hasta el extremo. La señora Marta Cristina aceptó apretando los labios y rechinando para sí los dientes, sabiendo que al ceder tenía otro as para negociar –Todo en esta vida es dinero, querida; cuando entiendas esto podrás vivir conmigo en eterna paz y felicidad el resto de tu existencia, le dijo tras las primeras escaramuzas de acomodo conyugal el ingeniero, un sibarita sin par desde que lo conozco. Y Martha Cristina pronto sabría que su esposo con esa frase había cavado la fosa del matrimonio y levantando un altar a la soterrada armonía al mismo tiempo. Para cuando Emperatriz llegó a aposentar su imperio en casa de los Méndez Pérez-Gay, la señora Martha Cristina ya había cobrado milimétricamente cada una de sus concesiones y gracias a ello tenía cuentas bancarias paralelas y, suponía secretas, con abundantes dólares. Eso me contó.

Pasé el fin de año en casa de los Méndez Etcétera disfrutando de cuanto podía ofrecer aquella que se podría calificar sin desdoro como inmodesta mansión, particularmente de la piscina, construcción de apenas cuatro carriles construidos en un terraplén del paisaje del Valle del Cauca para que entrenara el ingeniero, que a más de potentado importador de insumos era ex campeón latinoamericano de Aguas Abiertas y ya llevaba casi una década luchando contra el avance de un vientre poco común a sus sesenta años.

Pasé los días de ocio –un fin de año en el que acepté la invitación ya añeja del viejo amigo de tiempos universitarios —Mi casa que es tu casa, querido Valentín, como debes imaginar es de cinco estrellas y media, dijo— disfrutando del yakuzi al aire libre desde el que se ven las montañas circundantes y del whisky Dalmore Selene –precio 18 750 dólares el litro— que fluye descaradamente y que está presente en todas las estancias sociales y privadas de su casa (exceso reprobable y ostentoso que me cuidé de reprocharle). Pero todas aquellas comodidades, amigos míos, no eran comparables al disfrute estilita de ver pasar a Empera –apócope del pomposo “Emperatriz”— rumbo al cuarto de lavado y secado, trayendo y llevando el café en finas y diminutas tazas de Marruecos, barriendo, trapeando, puliendo el piso de la sala con un donaire de prima dona, atendiendo a la señora Martha Cristina que no cesaba un instante de solicitarle la toallita celeste para desmaquillarme, ¿has visto la crema exfoliante?, ¿sabes dónde está mi collar de perlas, el que compré en Panamá, ¿recuerdas que te traje una copia, Emperita?, que ya no hay papel higiénico en el baño de la sala, que fíjate si todavía hay Whiskas para Sócrates y Dog Chow para los perros y así y así las dieciséis horas que pasaba la señora despierta y disparando ocurrencias sobre los ángeles, las dietas, los karmas, lecturas edificantes y mil y un embelecos que a Emperita le llenaban el buche de piedras pero que aguantaba como si fuera el último soldado de la trinchera.

Y pues, ahí estaba yo, su amigo Valentín Meléndez, en medio de aquella mar picada de mínimos insucesos domésticos que la negrita convertía en agua calma y trasparente, viéndola discurrir rumbo a los cuatro puntos cardinales como en una calma chica y esperando no sé ni qué. Y sucedió, porque el diablo es puerco, que la señora Martha Cristina tuvo que ausentarse, con todo y chofer, para ir a visitar a su madre a Pereira y que el factótum, Juliancito –jardinero, fontanero, encargado de cuidar a los perros: un hombre robusto, rubio, obsecuente– bajó a la ciudad a conseguir no sé que chunches para la piscina.

De modo que quedamos solos. Solos Emperatriz y yo. Propiciatoria circunstancia que mi imaginación ya había maquinado, que el destino concedió, y que desencadenó la impetuosa necesidad de acercarme a la negrita hermosa y plantearle una urgencia que sería del cuerpo solamente, si mi naturaleza masculina respondiera a estas alturas de la vida, y además si no conllevara una apreciación estética. Es que, amigos, condescendientes amigos, imaginen a un viudo sediento tras quince años en pleno desierto al que súbitamente y a bocajarro se le manifiesta el más casto, encantador y sublime manantial. Perdonen los adjetivos. Tal era mi caso. Enfermo estaba, no de necesidades burdas, sino de una inapelable y compulsiva tendencia a conseguir una gratificación estética. Digámoslo en palabras baratas: me urgía una mínima porción de paraíso. Tenía que ver de cerca de Empera, quería olerla, mirarla a los ojos y que ella me mirara, que me dejara rozar el armiño de su piel de oscura pantera. Que detuviera su itinerario fatal, incesante, de la cocina al baño, del baño al cuarto de los señores, de allí al cuarto de lavado, al de huéspedes y así sucesivamente hasta casi agotar la cotidiana eternidad de su día. La negrita imperial era un relojito –hubiera sido sin duda la esposa perfecta del ya casi desconocido filósofo Emmanuel Kant, a quien sus vecinos llamaban Señor Reloj, pues todos los días, a la misma hora, milimétricamente medida por su cronómetro con leontina de plata, pasaba por la BildungStrasse–: desayuno a las siete, lavado de ropa a las ocho, aseo de la casa de nueve a once, de once a doce cocinar lo del almuerzo, etc.

Había dos estrategias básicas: una, abordarla frescamente y plantearle el asunto –dejaría las palabras precisas al demonio recursivo de la inspiración, que en general no me ha fallado en circunstancias de alta tensión emocional–; dos, colocarme en sitios estratégicos de su ruta implacable y esperar que ella misma saltara el abismo e iniciara el acercamiento.

Y una tercera estrategia: simplemente dejarla pasar como pasa el viento calmo sobre la hierba inclinándola levemente.

Amigos míos, llámese cobardía, prudencia, reconocimiento de los límites, respeto al hogar ajeno, rendición ceremonial a la natural belleza de una obra maestra del Señor, el caso es que lo más cerca de Emperatriz que estuve fue a cincuenta centímetros de su cuerpo áureo y mirar con fruición mortal sus ojos en el momento en que me entregaba una taza de café –sabía que ese instante no se repetiría y que decirle al momento, como dijo Fausto, “detente, eres tan hermoso” sería un vano desplante retórico.

Regresó la señora Martha Cristina con sus urgencias, su parlería, su inquietud atosigante, regresó el ingeniero tras su gran vientre y su sonrisa de sibarita: Emperatiz los recibió con los rituales acostumbrados. Era 30 de diciembre. Mañana tendría día franco aquella mujer-abismo, mujer de un negro profundo que no ceso ni cesaré de celebrar, como no olvido y recupero con frecuencia en sueños el blanco fulgor del blanco de sus ojos, de sus dientes perfectos y de sus uñas. Particularmente de las uñas de sus pies de princesa.

Al día siguiente la vi despedirse de sus patrones. Corrí a apersonarme en el acontecimiento. No me atrevo a describirla. Sin su atuendo de limpia enfermera ahora la negrita se había transformado en una auténtica visión. ¿Me permites abrazarte, Emperita?, le dije tímidamente. Emitió una media sonrisa, con una pizca infinitesimal de ironía, frunció la trompita y levantó los hombros. Quise darle un beso pero no me atreví.

Eso fue todo. A veces me visita en sueños. Me pregunto si en el más allá habrá segundas partes de los buenos momentos.

 

(Cuento incluido en el libro Cuentos ligeramente perversos, Editorial Camelot-América, España, 2021)