El Aleph es un biombo

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I

El timbre electromecánico activa la llamada, setenta voltios de corriente se disparan, el oscilador de periodo conmuta entre dos tonos a cero punto cinco segundos hasta alcanzar el altavoz. El teléfono suena:

—Lo siento, hijo, la perra está moribunda. Deben llevarla a sacrificar.

 

Al completar la última palabra sientes, como un latigazo, el arrepentimiento. Ojalá una guadaña se descolgara de las alturas para cercenar el cuello de autores mediocres. Arrancar con recursos tan gastados. Quién sabe cuántos intentos después conservas vigente la posibilidad de narrar anunciando calamidad. Vas a cumplir una década esperando que la escritura te lleve a desarrollar estructuras y tramas complejas, a depurar la prosa hasta encontrarte singular. Vuelves la mirada al techo, lamentas con sinceridad que otros más, muchos más, incontables, hayan gastado el filo de esa guadaña.

Abandonas la silla, vas a la cocina. Tomas la jarra, calculas verter un litro de agua en la tetera, la sometes al fuego, alistas mate, el termo. Te previenes con dos pastillas de lansoprazol. Hace días encontraste una serie de vídeos tutoriales sobre consejos de escritura. En un capítulo que dedican a la respiración alguien dice “si respiras mal, escribes mal”. Por sentarte encorvado te presionas el diafragma provocándote pésima prosa y gastritis, furiosos ataques de gastritis. Las últimas tres veces que has intentado presentar un libro, con tu primera, única, colección de cuentos, en una antología y con la novela de un amigo, el dolor ha sido tan fuerte que después de las palabras domesticadas, de los monótonos aplausos, te han tenido que llevar a un hospital mordiéndote la lengua para no gritar. Por respirar mal escribes peor.

—No es cierto, Miller escribía con respiración de boxeador, apretaba con tanta vehemencia la mandíbula que se la deformó —alguien te debatió la otra noche.

El agua chifla, la tetera está caliente, llenas el termo, regresas al estudio. Abres el documento. Tecleas. Pruebas con un nombre y varios verbos. Lees en voz alta. Te decepcionas. Eliminas. Intentas con otras palabras. Lees en voz alta:

Mi hermano Carlos está sentado en una de las bancas de la terminal, de espaldas a la puerta por donde yo llego. Me cuesta trabajo reconocerlo, se ha rapado.

En tu primerísima novela —recién la enviaste por mail al editor (no contesta)— hay una escena donde el hermano del protagonista también espera sentado en la banca de un parque. Los lugares comunes se te repiten como botes de basura en ciudades donde el estado cumple su tarea de manera eficaz. Hasta ahí llegas, con cada intento el fracaso. No sigues escribiendo. Durante años guardaste la anécdota como una posibilidad de historia valiosísima: tú y tu hermano regresan a la ciudad de la infancia para enterrar a su perra, lo último y lo más significativo que los une con aquel lugar. Calma. Apenas han pasado nueve días desde que terminaste, después de seis años, una primera novela. Calma. Calma. Y si no puedes. Ocupa el tiempo en planear cómo configurar tu estilo, ahora que te propones riegos estéticos más importantes. ¿Cuáles? Responde Villa-Matas:

1.- Llevar el lenguaje hasta el límite de la comprensión.

2.- Romper estructuralmente con la narrativa clásica.

3.- Explorar el basto páramo de las inconsistencias del narrador.

4.- Dudar.

Promesas de fin de año, cartas a los reyes magos, frases para impulsarlas sobre una cerca mientras el insomnio. Mejor busca una fuente que represente el tremendismo y grafitea todas tus playeras con esa palabra. Preverte de utilizar elementos catastróficos, pirotecnia, lo que sea que haya ahí donde lo que falta es prosa. Debes romper el hábito, desde los catorce años comenzaste a ejercitarte en hacer sentir dolor a quien leyera tus relatos, veías como enemigo al aburrimiento y tenías para combatirlo al siempre eficaz tremendismo. Tanto que habías reservado la anécdota del final de la infancia para este momento. Un día señalado como el comienzo de la nueva escritura que en la página resulta tan gastada como predecible. Sabes, cada pestañeo te lo recuerda­, que sin por lo menos completar una cuartilla no dormirás, una vez más. El agobio te hace sudar. Las paredes de tu estudio se encogen. Un biombo divide tu escritorio y el de Eva. Es un mueble antiguo en el que te gusta concentrar la mirada. Miras las grietas que parten la pintura. Tus dedos sobre el teclado comienzan a ser impulsados por un recuerdo:

 

PERROS

El primero que tuve se llamó Fénix. Mi hermano y yo discutimos durante dos días con sus noches el nombre, la elección se había acotado a nuestros caballeros del zodiaco favoritos. Mi padre lo compró en una antigua veterinaria que además de vender pollos, patos y conejos, se dedicaba a criar ratoneros. Una derivación del Fox Terrier de pelo liso, de origen inglés que desembarcó en puertos españoles durante el siglo XVIII mezclándose con ejemplares sevillanos y murcianos. Perro de huerta que al llegar a América fue apreciado en diferentes regiones derivando en razas con características muy similares. El rat terrier en Estados Unidos o al sur el ratonero argentino. Durante generaciones campesinos y cazadores los han seleccionado por funcionalidad desarrollando una exitosa estirpe de aniquiladores de ratas y conejos. Ineludible guardián que avisa con potentes ladridos ante cualquier cosa que le llame la atención. Con el dorso negruzco o tostado, sólido o moteado, de vientre claro. Es un animal que manifiesta ausencia de signos de fatiga. Como los demás perros, el ratonero desciende de aquellas especies de lobos salvajes que los cazadores recolectores amaestraron (algunos estudios aseguran que fue al revés). Desde entonces se han ido formando distintas razas, existen alrededor de ochocientas, para utilizarlas en diversos fines. Dos factores resultan importantes para el desarrollo de cruzas, la genética del perro que se adaptó a cualquier condición climática, algunas extremas, lo que provocó cambios en aspectos morfológicos y de temperamento. El otro factor fue la selectividad, razas creadas por mutaciones, de divergencias completas, perros que a simple vista parecen excesivamente cortos, altos, chatos, o con una complexión pesada o frágil. No sólo en la apariencia física se alteró la evolución de los cánidos, tal vez los cambios más significativos se dieron en la modificación de temperamentos, criadores que durante siglos seleccionaron los cachorros más hábiles para desarrollar tareas tan diversas como jalar trineos en cualquiera de las zonas polares o pastorear rebaños en llanuras insospechadas. La explotación industrial, el desarrollo de las ciudades, las largas jornadas laborales, es decir la modernidad, modificó la relación de las personas con sus mascotas. Perros que arduamente fueron entrenados en el desarrollo de tareas quedaron relegados a las pequeñas habitaciones de departamentos u olvidados en techos o azoteas. Abandonados. Así como mi primer perro: Fénix, lengua de fuera, sonriendo. Con claridad recuerdo su collar azul, el cuerpo liviano y musculoso, las orejas levantadas. Lo puedo ver trepando hasta una cornisa como de dos metros desobedeciendo cualquier orden. Supongo que mi padre lo habrá elegido por su aspecto, lo especuló —¿conveniente?— para sus hijos de ocho y seis años.

 

II

No duermes. En seis horas escribes dos cuartillas, las lees en voz alta, grabas tu voz, te escuchas, corriges, amanece, corriges. Dos minutos antes de que den las ocho de la mañana Ramiro ladra. Guardas los cambios y apagas la computadora. Vas a la recámara. Te cambias la ropa, tomas los guantes, el casco, miras la cama. Eva duerme. Sales de la habitación, entras al estudio, te acercas a la jaula/transportadora, la abres. Ramiro sale, se estira, mueve la cola, te lame la mano. Es un ejemplar de Ganadero Australiano, una raza diseñada para pastorear animales pesados y violentos en las peores condiciones climáticas, cruzando los espacios territoriales más extensos del planeta. Hace unos días cumplió un año. Alistas una mochila con bolsas, agua, galletas. Ajustas el adaptador que te permite pasear en la bicicleta de montaña a tu perro. A él le colocas la pechera. Cargas la bicicleta. Bajan las escaleras. Abres el portón. Un terreno baldío enfrente de tu casa le sirve a Ramiro como territorio de marca. Tarda unos siete minutos en lo que te pones los guantes, ajustas el caso, lo llamas. Un animal con más aspecto de dingo que de perro corre hacía ti. Se coloca debajo del adaptador que ajustas a su pechera. Comienzas a pedalear lo más lento posible. Ramiro tarda tres cuadras en calentar su cuerpo, entonces comienza a correr cada vez más rápido. Van por la última calle todavía de pavimento antes de entrar a la zona boscosa, hay casas de campo y cuatrocientos metros adelante un hípico. La ruta que te llevará a la montaña atraviesa dos pistas de equitación. Del lado izquierdo hay una de cross country vacía. Del lado derecho otra de salto que sólo es ocupada por Ximena y su tordillo. Has disminuido la velocidad. Mueves la llanta delantera de un lado al otro. Logras mantener el equilibrio. Ramiro hace el intento por de nuevo arrancar pero tú abrazas los frenos. Te gusta verla. Zigzagueas. Ximena detiene el trote del caballo, lo hace girar y te mira de frente: sonríe, no se acerca. Tú sigues pedaleando lento, muy lento, hasta que la dejas de ver. Lento. En la esquina doblas a la izquierda. Pedaleas más rápido. En la siguiente vas por la derecha y ya estás en la vereda que te guiará hasta el primer asenso. No parece que vaya a ser un día soleado. La tierra está húmeda, las llantas no logran afianzarse a los tramos más empinados. Al escalar la tercera curva caes. Tu perro se echa junto a ti, te lame, lo acaricias, te carcajeas. La conociste hace dos años. Intentabas escribir tu primera novela. Celebraste quién sabe qué en tu departamento.  Era amiga de una novia de un amigo. No recuerdas cómo te las ingeniaste para llevarla hasta tu estudio y a escondidas —para esquivar las burlas— le regalaste un ejemplar de tu primer libro de cuentos. Dedicaste algo tremendamente cursi sobre una “noche mágica”. Ximena se río y lo guardó en su bolsa. Dos veces la invitaste a salir, en ninguna aceptó.Te levantas. Bebes agua, le das a tu perro. Sigues pedaleando. Ayer te encontraste a Ximena en un bar. Estabas en el pasillo del baño, ella iba saliendo, tu entrando. Antes de que sus amigas se la llevaran alcanzó a decirte que de nuevo vive sola, mencionó la hora y los días en que monta. Creíste que iba a agregar algo más. Tocó tu turno. Ni siquiera orinaste. Aunque recorriste el lugar, y en la calle caminaste de esquina a esquina, no la hallaste. Regresas. Eva sigue en la cama, ahora escoltada por Jaimito, rompiendo su propia asmática regla de que animales dentro de la habitación no. Al verte entrar a la recámara aleja las cobijas, dice:

—No me voy a ir.

—¿Ya le avisaste a tus asesores y a tus papás?

—No me voy a ir.

—Avísales.

—¿Quieres que me vaya?

—No pero debes ir.

—Tengo sed. Te estoy extrañando.

—Voy por agua.

Le das un beso en la frente, encima de alguna de sus infinitas pecas. Acaricias a Jaimito, es un cockapoo, cruza de french poodle con coker spaniel, es blanco, tiene cuatro años y gracias a una experta estilista canina parece osito de peluche. Por él la conociste. Estabas aburriéndote en una fiesta, lo viste, te dieron ganas de acariciarlo, fuiste siguiéndolo hasta que te llevo a su dueña, Eva, que alcanzas a escuchar, te pregunta:

—¿Ya respondió el editor?

 

III

El chantaje más efectivo que tu madre inventó para hacerte comer derivó en una culpa infranqueable. Mirando triste las últimas lentejas en la sopa advertía que si no llevabas al estómago todos los granos ibas a ser el responsable de separar una familia. La culpa como método de control, de aprendizaje, de carácter. ¿Qué le pasó a Fénix? Tu hermano te contesta en un mensaje de texto que Fénix fue regalado al mismo entrenador que tus padres contrataron para intentar controlar a Akiro, tu segundo perro. El tipo prometió llevarlo a un rancho.

—¿A los dos?

—No, a un rancho a Fénix. A Akiro lo iban a ocupar como perro guardián.

Al día siguiente le llamas por teléfono a tu madre. No recuerda el destino de Fénix, se acuerda que le regalaron a Akiro al entrenador. De Fénix nada, casi nada, sólo sus manchas cafés. Antes de colgar sugiere que le preguntes a tu padre.

—Él debe recordar.

Unas treinta cuadras te separan de reconstruir la historia de tu primer perro. Ocupas la fixie negra, de llantas tan delgadas que apenas con sutiles movimientos del manubrio se desplaza de un lado al otro. Te gustaría describir la avenida. Mejor presta atención al concreto. Los baches abundan, hay por lo menos dos coladeras en cada cuadra que debes esquivar para que las llantas no caigan entre las aberturas, aterrizar los dientes contra el piso. Al menos narra las enormes torres metálicas, se suceden sobre el camellón sosteniendo corrientes eléctricas que cruzan de costa a costa el país, son robots, un día despertarán. Esperas que ningún coche estacionado abra de repente algunas de sus puertas, bloqueando el paso, disparándote al vacío. Sudas. Sientes calor debajo de la playera, se convierte en gotas atravesando tu cuerpo. Sudas. Pedaleas. Su coche blanco sobre la acera. Él talla con una escoba el tapete de la sala en medio del garaje. Tu padre mirándote, sonriendo, apoya la escoba en la pared, se acerca, beso en la mejilla, abrazo, entran a la casa, acomodas la bicicleta.

—¿Quieres que ponga a tostar pan para que pruebes una mermelada de mango que recién hice?

Escuchas a Pelusa atravesar la planta alta. La miras bajar lo más rápido que puede las escaleras para correr hacia ti, apoyar sus patas delanteras sobre tus muslos y acariciar con su frente tu pecho. Te acuerdas. Era una noche sin estrellas, Eva iba al volante. Tú a su lado intentabas, para no vomitar, concéntrate en contar cada cuántos segundos se atravesaban los faros del alumbrado público. ¿Qué hora es?, te lo preguntaste en ese momento. Tu mirada vio en el tablero los números digitales (3:34) y al fondo, cruzar la calle, una hembra Ganadero Australiano. A pesar de tu estado y la oscuridad distinguiste el manto azul moteado, las exageradas ubres.

—Eva detente.

El temor a que le vomitaras el coche la hizo obedecerte. Abriste la puerta, bajaste. El animal no se veía por ningún lado. Te acercaste a un enrejado que hacía esquina. Ladró. Te asustaste tanto que caíste. La perra siguió ladrando al otro lado de lo que parecía un taller mecánico abandonado. Eva grito:

—Vámonos.

A la mañana siguiente, apenas la conciencia te funcionó, volviste.

—Venga al rato —te dijo una señora que salió desde un diminuto cuarto.

La perra, Pelusa, bocabajo disfrutaba de los rayos del sol y se dejaba acariciar por unas niñas. Del otro lado de la propiedad había una habitación igual de pequeña donde creíste estaban los cachorros. No volviste ese día, tuviste que hacerlo una semana después. Le avisaste a Eva que ya lo ibas a comprar, te dejó de hablar. Meses antes ella había comenzado la discusión:

—Mi primo, el que vive en Hidalgo, tiene tres perros que según son muy chidos, me dijo que salen en Mad Max, algo así. Anda buscando a quién darle en adopción una perra, creo que como de un año ¿A ti gustaría?

Dijiste que sí en ese momento y en muchos más durante esa semana y lo seguiste haciendo cada día, varios meses, pero en el instante en que Eva te lo propuso se arrepintió, no creía que fueras capaz de cuidar a un perro —responsable—. Lo habían hablado muchas veces, te lo había prohibido muchas veces y ahora que parecía inminente recurría al silencio.

Cada perro que tuviste derivó en una historia trágica, nunca los pudiste cuidar, eras muy niño, luego adolescente, según decía la mujer con la que vives muy irresponsable. Desde que Eva habló de la posibilidad de que tuvieras un perro te fuiste evaluando, llegaste a estar seguro que podías hacerte cargo, que lo querías hacer, que lo necesitabas. Lo decidiste. Salieron siete cachorros, tres con listón naranja. Ninguno tenía manchas marrones (fuego dice el acta canófila española). Dudaste, las imágenes en tu memoria te respondieron que sí, que ese color que les aclara las patas y les ronda los ojos, el hocico y las orejas, ya se define desde el nacimiento. Te debatiste que los cachorros podían ser de la variante “azul puro” (algunos mal informados seguidores de la raza argumentan que los ejemplares que no presentan manchas rojizas son más cercanos al dingo, a los primeros ejemplares que permitieron el pastoreo en Australia). Los dos cachorros que no tenían manchas negras en la cabeza fueron los que parecían más activos, incluso uno de ellos es tan eufórico que a la primera caricia mordió tus tobillos. El hábito más valorado, apto para desafiar toros, no para habitar un departamento. Descartados. La otra hembra, la más atlética de la camada, fue también la más huraña. Quedó un macho que no se acercó a ti hasta estar seguro de que eras confiable. Al hacerlo permitió caricias sin derivar en mordidas. Desde que te vio estuvo atento al sonido de tu voz. Él único que no ladró. Lo definitivo fue la casi perfecta circularidad de la mancha negra que le ronda el ojo izquierdo. Lo cargaste. La discusión con Eva se acabó cuando dejaste al perrito sobre la cama, que a lamidas de frente la despertara. Le nombraste Akiro en recuerdo de tu segundo perro pero a ella no le gustó. Buscando el eco de las vocales a las que ya se andaba familiarizando le pusieron Ramiro. Dos meses después el tipo que te había vendido a tu perro te ofreció a su mamá, Pelusa, por dos mil pesos.

—La veo gorda, ¿estará embarazada?

—No.

—¿Seguro?

—No, digo sí —el tipo se guardó los dos mil pesos en su bolsillo y tú y tu padre se llevaron a Pelusa, llovía.

Tres semanas después nacieron seis cachorros intoxicados por un medicamento para el tratamiento de un hongo, que en pocos días había arrasado con gran parte del pelaje del lomo de Pelusa. Sus hijos se murieron en el transcurso de dos horas sin que pudieran aceptar el calostro, ni tu padre encontrar un veterinario disponible. Pelusa descubre un rayo de sol, se le echa encima. Tu padre cruza sus pasos sobre el vientre de la perra, viene mascando pan, dice:

—Yo prefiero la mermelada de naranja pero ya se acabó. Se pasó de guardiana. Antier tuve una bronca. En la mañana salí a correr. Apenas iba a comenzar, me agaché a amarrar las agujetas y descuidé la correa. Un tipo enfrente de nosotros nos estaba mirando. Supongo que la perra se sintió amenazada. Ni siquiera le ladró, fue hacía él como para atacarlo pero antes se detuvo y erizó su lomo. Corrí, pude contenerla, le pedí disculpas al sujeto pero estaba muy encabronado, me dijo que no debía pasear a mi perro si era peligroso para la gente. Pedí disculpas más veces. El tipo me dijo que iba a traer a su perro para que se pelara con Pelusa. Eso es una estupidez, le dije. Entones propuso que nos peleáramos nosotros. Busqué un poste donde amarrar a la perra, en eso él arrancó a correr. Me reí y seguí caminando. Tres esquinas después me alcanzó. Sacó una pistola, apuntó. Me retó a que volviera a reírme. Lo hice, y le pedí que dispara. No hagas tonterías, dijo. No las hagas tú, le dije. Se escondió la pistola en la bolsa y se fue.

La mermelada te sabe amarga. Decides no preguntarle por Fénix, por nada. Te despides. Aunque tu padre te invita varias veces, no aceptas acompañarlo a comer. Ya lejos de su casa intentas pedalear lo menos posible, que la propia inclinación de la avenida sea la que te devuelva.

 

IV

Sueñas palabras. Variaciones del mail con el que te responderá tu editor. Despiertas. El recuerdo de Parra Ramírez es una voz de rinoceronte:

—Entre la promesa de un editor y el libro en librerías se abre un compás en el que cabe la eternidad.

Parra Ramírez fue tu maestro en la escuela de escritores. Parra Ramírez soportó leer los avances de tu primera novela dos años. Parra Ramírez te ordenó dejarla de corregir, alejarte, con la esperanza de que al releerla te dieras cuenta. No sirve. Hace diez días le avisaste a Parra Ramírez que la confianza ganó, la mandaste a la editorial. Parra Ramírez lleva cuatro días sin responder tu tercer mensaje. Tiene razón, la novela no sirve. Ciento cuarenta cuartillas mal contadas, peor planeadas, ejecutadas por un imbécil soberbio. Te levantas. Abres un nuevo documento. Escribes: La voz no se calla, imposible silenciarla. Quisiera tener un recuerdo exacto de cuándo comenzó o qué la desató. Las imágenes más antiguas que conservo me instalan en un salón de clases, mirando al frente. Aunque parecía atento una voz me impedía seguir más de unos minutos las frases de la maestra. Era inevitable, a veces doloroso. Alguna palabra disparaba imágenes, iban creciendo, moldeándose. Quedaba instalado en un autismo en el que sólo podía escuchar un dictado: mi voz dentro, describe y describe. Mi madre se hizo experta en rogarles a los profesores para que con trabajos especiales, de última hora, accedieran a calificarme con notas mediocres y aprobatorias. Empeño no faltó, visitamos psicólogos, maestros especializados en educación. Mientras estuvieron casados mis padres ocuparon sus tardes repitiendo las lecciones que por las mañanas ya había escuchado, entrada la noche, cansados, terminaban haciendo mis tareas. Los ocho años que tardé en cursar la primaria me inscribieron a una nueva escuela en cada ciclo escolar.

Mi padre me llevó a vivir a su departamento unos días antes de reprobar primero de secundaria por segunda vez, ya se habían divorciado. En las mañanas recibía clases particulares, por las tardes no tenía nada qué hacer. Me habrá visto tan aburrido que preguntó:

—¿Te gustaría ir a un taller literario?

—No.

Arrancó el ciclo escolar y él entró a mi recámara con el recibo de inscripción a un curso en la escuela de escritores. Lo colocó encima del tablero de mí computadora, junto a una pluma fuente con agarraderas de caucho y una libreta negra con pastas de piel. Eran sus regalos, su forma de obligarme. Al taller llegaron como quince personas. La primera escritora que me dio clases nos ordenó copiar las instrucciones que con una letra ilegible apuntó en el pizarrón. El ejercicio consistía en desarrollar una historia verosímil y efectiva en menos de dos cuartillas —se me seguirán olvidando cosas pero nunca esos dos adjetivos—. Después de la cena le puse seguro a la puerta de mi habitación y lo intenté las seis noches que tuve de plazo.

A la segunda sesión llegué ojeroso, cargando las dos cuartillas y las copias, entusiasmado por algo. Aunque la maestra comenzaba alabando alguna virtud se extendía buscando argumentos por los cuáles aseguraba la historia no era publicable, finalizaba sus comentarios con un “no cumplió”. Me tocó leer al último y aunque el tartamudeo logró que interrumpiera la narración varias veces llegué al punto final. “Lo conseguiste”, dijo emocionada cuando los demás alumnos, exagero, aplaudían. Una maldición. Desde ese día y durante por lo menos diez años intenté escribir historias que fueran verosímiles y efectivas. Poner en riesgo al lenguaje era algo de lo que no se hablaba, sobraba, no existía en la mayoría de los talleres literarios a los que fui. Con diferentes maestros y en distintas ciudades encontré personas interesadas en redactar historias que su mayor virtud era ajustarse a una serie de normas que provocan textos encasillados. Siempre con los mismos errores. Notablemente influenciados por las estructuras del melodrama en su peor manufactura, las telenovelas. O por las series de televisión, guiones que buscan sorprender de la manera más inesperada posible sin importar la coherencia. Me gustaba leer mis cuentos frente a otras personas y escuchar sus opiniones con las que esperaba “mejorarlos”. Estaba contagiado de ideas que conciben a la literatura de la forma más utilitaria. Intentaba piezas que pudieran encajar en el mercado, sin más ánimo que el del reconocimiento.

 

V

Una noche antes que despegue el vuelo que la llevará a Madrid sientes descargas eléctricas al tocar su piel, Eva está espolvoreada por DMT, se activa cuando tus yemas acarician alguna de sus infinitas pecas.

—Pecas DMT —le dices.

Bosteza. Esconde la cara detrás de las cobijas y gira el cuerpo. La espalda se descubre. Millones de diminutas manchas marrones. Constelaciones que trazas al tocarla. Vuelve el estremecimiento que provocan las descargas eléctricas. Te recuerdan esos días en que comenzaste a intentar, a intuir, procedimientos que pusieran en riesgo al lenguaje. Realmente estabas confundido. Hace tres años rentabas un departamento de alquiler impagable mientras terminabas el segundo intento de una primera novela. El aparente éxito del libro de cuentos logró que revistas te escribieran, editores de antologías solicitarán tus piezas. Rehusaste seguir ejercitando el tremendismo, cultivando lo predecible. Preferiste agotar día tras día rescribiendo un intento que sólo te provocaba ese dolor de estómago que produce la vergüenza. Ni siquiera la demasiada marihuana que comenzaste a fumar era suficiente para desestabilizar la realidad. Quién sabe dónde leíste que en las alucinaciones inducidas por el DMT se experimentan episodios de comunicación no verbal con seres desconocidos. En menor porcentaje existen testimonios de viajes a otras realidades, planos. Luego de acosar a tus contactos, de varios días de espera y de pagar trescientos cincuenta pesos, obtuviste medio gramo de un polvo color salmón. El diler te explicó que debías usar un pipa de cristal. Colocar el DMT debajo de una cama de marihuana, cubierto por una ligera capa de ceniza. La flama no debía quemar directamente el enteógeno. Desalojaste del estudio a las dos gatas, te sentaste en la silla. Lo último que miraste, una por una, fueron las catorce reproducciones de Basquiat que tenías colgadas frente al escritorio. La pipa a la boca, el fuego encendido, los párpados apretados. Un sabor a nada. Frente a ti una pantalla con estática. Puntos blancos y negros que se movieron lentos, en direcciones aparentemente al azar: azar. Formulaste la palabra y dos formas cobraron relieve, con sus brazos te pidieron que las siguieras (algunos autores las nombran entidades DMT, elfos translingüísticos, entidades fractales amistosas, legiones de elfos del hiperespacio, homúnculos sintácticos). Interrumpiste en la sala de un dios que enterró su brazo en tu pecho para que obtuvieras la respuesta: ¿a qué sensación se parece la pérdida del lenguaje?: descargas eléctricas —tenías ocho años y tu vecino y mejor amigo subió al techo a rescatar un balón de futbol. Se sostuvo de cables de alta tensión. Murió al instante. El recuerdo llegó como la única forma de explicar lo que estabas sintiendo. No pudiste soportar más de lo que te parecieron algunos segundos. Abriste los párpados. Volviste a tu estudio. A las reproducciones de Basquiat. A las gatas maullando. El recuerdo es una sensación de vacío en el pecho. Hoy despiertas mirando su maleta junto a la puerta, ya yéndose. Eva gira de nuevo hacia ti. Vuelve a bostezar. Extiende su brazo derecho para acariciarte y de nuevo te ataca el recuerdo de aquellos días en que realmente estabas confundido. Cansado de no poder. Intentaste escribir una novela en la que irremediablemente fracasabas. Cada cuartilla era examinada durante semanas, hubo capítulos que costaron años. Buscabas un ritmo de prosa que nunca te conmovió. Trazaste un argumento que con cada lectura se volvía más absurdo y predecible. La verosimilitud se te atragantó. Aunque no creías en tus palabras te daba miedo renunciar. En lugar de abandonar el proyecto te empecinaste hasta adelgazar quince kilos. Te despidieron de un monótono y bien pagado trabajo. La frustración proyecta una sombra que crece hasta ocupar por completo cualquier lugar donde se encuentre la persona que la encarna. Solo el chillido de las gatas exigiendo sus dos comidas diarias te levantaba de la cama, el ultimo bulto de reserva estaba a punto de terminarse. Rehusabas salir a la calle. Tus ahorros ya se habían extinguido. Estabas por pedirle un préstamo a tu madre. Alguien te invitó a una fiesta, ese día de alguna forma lograste separarte del teclado de la computadora. Había mucha gente. No tuviste ganas de hablar con nadie. Apenas terminaras la primera cerveza estabas pensando en irte. Ya ibas hacia la puerta cuando se cruzó un perro blanco. Te dieron ganas de acariciarlo. Enamorarte de Eva hizo que por fin renunciaras a la novelita fallida.

—Sólo son tres meses —se despide Eva.

Aunque aprietas los párpados, como si pudieras clausurarlos, lloras, desde que entras al aeropuerto hasta que sales. Logras calmarte hasta estar sentado en el autobús de regreso al departamento que olerá a ella.

 

VI

Ramiro ladra. Tu último amigo patea la puerta, amenaza írsele encima si no abres, grita:

—Como en True Detective.

Entra.

—Unas cervezas te van a curar —dice, camina hasta la recámara, toma la primera playera que encuentra, un pantalón. Te los avienta.

—Vamos al bar.

No es la cerveza la que te alivia. Uno, dos, en este momento tres aguardientes macerados en hojas de té limón.

—¿Estás escribiendo?

—Vi a Ximena, montando. Aquí me la encontré la última vez.

—La invocaste. Acaba de entrar.

—¿Quién? No es cierto.

—Ahí viene, putito.

Huele a jazmines y marihuana. Besa tu mejilla, su voz suena como si acabara de recuperarse de un resfriado, saluda a tu amigo, les presenta a los dos tipos que la acompañan, son sus primos.

—Vamos a la terraza, nos vemos en un rato.

Las ganas que te dan de seguirla se notan tanto que tu último amigo dice:

—No hay pedo. Nada más me termino está cerveza y la puedes alcanzar. Seguro no tardan en llamarme. Mira, ya está sonando ¿Te dejo lo de mi chela? —muestra en la pantalla del celular el nombre de su novio. Se despiden. Pides otro aguardiente y caminas los más lento que puedes hasta la terraza. Podrías tocar su espalda. Prefieres decir el nombre. No voltea. Lo pronuncias más fuerte. Ximena se ríe, pregunta:

—¿Has fumado salvia?, yo nunca, mis primos me la dejaron ¿La probamos en mi casa?

Si te esfuerzas en colocar completamente recta la espalada a lo mejor mides uno o dos centímetros más que ella. En reflejos de aparadores o de los cristales de automóviles las proporciones se invierten, el cuerpo de Ximena se alarga, parece siempre más alta, mucho más si están sentados. Ahora caminan. La sigues al estacionamiento. Subes a su coche, un Smart tan blanco como su caballo. Ximena. ¿Cómo es su nariz? ¿Qué tanto le brillan las pupilas? ¿El color de sus labios a qué se parece? ¿Cada cuánto mira el retrovisor, bosteza, cambia la estación de la radio, parpadea, se muerde los labios, hace una pregunta, te mira? Desde niña le gustan los caballos. La abandonó su padre. Tiene una madre que la sobreprotege. Tienes los pies largos. Es burlona.

—Mi rumi anda de viaje —dice antes de abrir la puerta de su casa.

Te sientas en una de las sillas del comedor. La sala está ocupada por varios cuadros que descansan en los sillones y la mesa de centro.

—Ya se vendieron algunos. Voy a quitarme los zapatos. ¿Quieres chela?

Son siete, cuatro son círculos de varias dimensiones, colores, texturas, repartidos en fondos verdes. Los otros tres cuadros están de espaldas. Ximena regresa, se sienta junto a ti. Coloca sobre la mesa de centro dos stouts, una pipa, un encendedor, marihuana comprimida y en una pequeña bolsa de plástico, salvia.

—¿Qué planta es esa? —señalas una maceta al centro de la mesa.

—Millonaria —Ximena te extiende la pipa para que fumes primero.

Tres veces inhalas profunda y rápidamente. Alcanfor. Se la devuelves. Ximena también fuma tres veces. Ella comienza a reírse. Tú sientes como se activa una corriente eléctrica en la yema de tu dedo índice izquierdo, atraviesa el brazo, se hunde en tu pecho, termina el recorrido en el mismo dedo de la otra mano. La temperatura con la que mide tu retina el paso de la luz se modifica, los colores y las texturas se acentúan. La millonaria comienza a mover sus hojas. Te dice:

—Hazlo. El Aleph. Intenta. Cuidado, Ximena cae.

Giras la cabeza a la izquierda. Ximena ríe mientras se está cayendo. La mandíbula chocará contra el piso. Logras que tu mano te obedezca y alcanzas su cuello. Ximena sigue riendo. Regresas la mirada al centro de la mesa. La Millonaria ya no habla. Ximena aprieta tu mano derecha. Sonríe, luego como si recordara algo urgente se levanta. La ves entrar a su recámara, cerrar la puerta. Regresa vestida en pijama. Se vuelve a sentar.

—Me siento cansada.

—Me voy.

Ximena se levanta, casi pierde el equilibrio. Se abrazan. Tardas en encontrar un chofer que te devuelva a tu casa. Sacas a orinar a Ramiro, le das de desayunar. Vas a la recámara y caes sobre el colchón. Las ganas de escribir te despiertan:

Te gustaría escribir algo nuevo pero no sabes qué.

Elige la torre, Juan José va a moverla. Un niño, futuro crítico, se le cuelga de la manga izquierda, pregunta:

—¿Qué es la literatura?

Arreola se concentra en las líneas del tablero, responde:

—Escoge un poema, recorta sus palabras, en una nueva hoja pégalas de diferente forma.

La anécdota te la contó Parra Ramírez, como se la contó a cada alumno que pasó por alguna sesión del taller literario que presidía, que preside, en el comedor de su casa. No sabes si todos la recuerden frecuentemente. Si en cada aspirante a escritor la escena quedó tan implantada que interrumpa cualquiera de sus pensamientos construyendo diarias variaciones. Juan José Arreola y la apropiación.

—Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos —explica Carlos Argentino Daneri.

“El Aleph” es un cuento de Jorge Luis Borges publicado en la revista Sur en 1945 y en el libro homónimo por la editorial Emecé de Buenos Aires en 1949. El manuscrito original se encuentra en la Biblioteca Nacional de España, comprado en 1985 a Sotheby’s. Estela Canto lo vendió a la casa de subasta por treinta mil dólares, la mujer a la que Borges le dedicó el cuento. Una dedicatoria invertida, reserva la posibilidad de las últimas letras para escribir su nombre. Al fin del verano de 1945, Georgie camina junto a ella, pasan frente a una panadería, sus fosas nasales se expanden hasta capturar los olores. Es la primera vez que él le promete la escritura de El Aleph.

De “El Aleph” nace la apropiación que cada noche se te aparece con el insomnio: Help a él, la escribió Fogwill en 1983. Fogwill apropiándose de Borges. Te gustaría intentar algo pero no sabes qué. Durante dos años y dos meses pensaste que El Aleph era tu favorita prosa arrancando:

“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo, ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé qué anuncio de cigarrillos rubios; el hecho me dolió pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y ese cambio era el primero de una serie infinita.”

Trece meses después encontraste a Fogwill:

“La pesada mañana de febrero en que Vera Ortiz Beti tuvo esa muerte espectacular que ella misma hubiese elegido, al salir de la torre Madero, mirando hacia la plaza San Martín vi unos peones de mameluco blanco que trabajaban sobre las carteleras que afean la estación Retiro. A la distancia parecían animalitos amaestrados sólo para arrancar los viejos carteles de L&M y remplazarlos por no sé cuál otra marca extranjera de cigarrillos. La idea de cambio me evocó las observaciones que solía hacer el otro, y, como él, yo pensé que esa periódica sustitución inauguraba una serie infinita de cambios que volverían a esta ciudad, a este país y al universo entero una cosa distinta que ya nada tendría que ver con ella.”

Te gustaría intentar algo pero no sabes qué. Ejercitas la inconsistencia de tu memoria remezclando los dos párrafos iniciales, recitas una nueva versión cada que el aburrimiento se escurre por las paredes, cada que no puedes escribir. ¿Podrías hacer algo? Las intenciones de Pablo Katchadjian en El Aleph engordado son:

—No quitar ni alterar nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso significa que, si alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde éste.

Una edición de 200 ejemplares que Imprenta Argentina de Poesía publicó en 2009. Jorge Luis Borges es autor de 4 mil palabras, Katchadjian les sumo 5600. Su texto arranca:

“La candente y húmeda mañana de febrero en que Beatriz Viterbo finalmente murió, después de una imperiosa y extensa agonía que no se rebajó ni un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo ni tampoco al abandono y la indiferencia, noté que las horribles carteleras de fierro y plástico de Plaza Constitución, junto a la boca del subterráneo, habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios mentolados; o sí, sé o supe cuáles, pero recuerdo haberme esforzado por despreciar el sonido irritante de la marca; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella, Beatriz, y que ese cambio era el primero de una serie infinita de cambios que acabarían por destruirme también a mí.”

Te gustaría intentar ¿escribir? algo nuevo pero no sabes qué.

 

VII

Las ganas de orinar te levantan. Frente al inodoro, mientras esperas a que las primeras gotas salgan, piensas en tu editor. Caminas hasta la computadora, la enciendes, revisas el correo electrónico. ¡Llegó!

La prosa está bien pero la novela no amarra, o la trabajas más o la descartas. Imposible que forme parte del catálogo este año. Abrazos. Tu editor.

Cierras los párpados. Respiras profundo. Logras alejar las ganas de estrellar la laptop contra el escritorio. Buscas El Aleph de Borges, Cuentos completos de Fowgill y El Aleph engordado de Katchadján. Relees. Miras la inútil impresora, sirve pero desde hace dos meses la tinta se agotó. El único argumento para comprarla era ejecutar El Aleph es un biombo. Necesitabas un aparato que fuera capaz de escanear y fotocopiar. Hace como ocho meses, una quincena en que el entusiasmo por tener dinero resultó tan estimulante que ayudó a decidir. El proyecto valía la pena, podías invertir en él, su realización era inminente. Te engañaste. Resulta imposible que dejes de gastar en cosas que no ocuparás. Tres mil cuatrocientos pesos costó la impresora ¿Vas a ir a sacar copias o recargar el cartucho? Caminas hasta la cama. Duermes en el lado que huele a Eva. Desde una azotea ladra, es negro, todavía cachorro.

—Vamos a rescatarlo —Ximena sujeta tu mano con la justa presión que te haría seguirla a cualquier sitio.

Despiertas. El olor a Eva te produce culpa. Ramiro ladra, exige paseo, lo haces durante media hora. De regreso en el departamento te sientas frente al escritorio. En un documento de Word transcribes la primera oración de El Aleph, de Help a él y de El Aleph engordado. De la obra de Katchadjian decides ocupar sólo las palabras que le agregó al texto original de Borges. Los tres párrafos caben en una cuartilla. Vas a imprimir a la papelería que está a dos cuadras. De regreso recortas, lo haces con la misma habilidad de cuando ibas al prescolar. De Borges son setenta y cinco palabras, tres comas, un punto y coma, y un punto. Cuarenta y siete palabras, dos comas y un punto, son de Fowgill. Y cincuenta palabras, seis comas y un punto y coma, de Katchadjian. Extiendes los ciento ochenta y ocho elementos sobre una mesa. Intentas revolverlos, a la manera de un memorama pero lo blando del papel bond lo complica. Formas una oración de cinco palabras. No te convence. El procedimiento debería ser más fácil. Regresas a la silla y desde ahí miras el biombo. Está conformado por dieciséis rectángulos de cuarenta y tres centímetros de ancho, sesenta y nueve de largo. Cajas. Encuentras dos, pequeñas, plateadas, utilizadas originalmente como envoltorios de regalo, son de Eva. En la más grande guardas las palabras, en la otra los signos de puntuación. La primera palabra que eliges es “espectacular”. Sacas veinticinco más.

Finalmente supe mirando imperiosa húmeda espectacular boca que febrero destruirme.

Vuelcas sobre el escritorio el resto de signos de puntuación y de palabras. Descartas aquellas que se repiten con más de cinco letras. Escuchas a Brahms. A las primeras tres frases que te gustaron les tosiste, dos veces seguidas, ráfagas tan potentes que no sólo deshicieron tu intento de apropiación, tuviste que pasar más de media hora buscando en el suelo la prosa desarticulada de los escritores argentinos. Pegas los pequeños rectángulos de papel en la que seleccionas como la primera hoja del biombo. Huyes del mate, bebes té de limón. Para no ensuciar demasiado los trozos de papel debes lavarte las manos cada que pegas más de diez o quince palabras. Por más que limpiaste el escritorio hay polvo que al mezclarse con el pegamento provoca manchas. Desayunas a las cuatro de la tarde.  Recurres a un par de licencias que permitan hacer coherente la redacción. Sobran dos letras al final de dos palabras, piensas anularlas con una marca de plumín rojo, no lo haces.

Tu optimismo desaparece al pegar el punto final del primer párrafo. Ocupaste ciento veintiséis palabras, diez comas, dos puntos y coma y un punto. Te sobran cuarenta y siete elementos, entre ellos una coma y un punto. Cada que relees sientes nauseas. Tu creación es coherente y horrible. Ya vas previendo lo que sucederá. Rescribir primeras frases te obsesiona, se ha vuelto una patología. La prosa no avanza. Te sientes a rescribir una oración que por más cambios no te convencerá. Pasarán meses. Julian Gracq escribió:

“En la novela que comenzamos a escribir ninguna libertad extrema de tratamiento que nos propongamos introducir actúa como el tema, el cual no existe más que provisionalmente a la espera de metamorfosis sucesivas, y cuya ductilidad, docilidad al trabajo del lenguaje, a la aventura verbal, no tiene límite.”

Acomodas el sillón en el que habitualmente lees frente al biombo. Desde ahí miras la primera oración, lo haces hasta que puedes recitarla con los párpados cerrados. La otra vez, al querer citar al que consideras es el mejor narrador de tu ciudad te diste cuenta, creíste haberte dado cuenta, que las oraciones te quedaban mejor, algo en el ritmo, en la elección del adjetivo, en la supresión del artículo, mejoraba la prosa. Te sentiste Fowgill sintiéndose Borges. Jorge Luis tenía cincuenta años cuando El Aleph fue publicado. Cuarenta y tres cumplió Rodolfo Enrique al terminar Help a él. El publicista decidió un cambio, para la portada de su séptimo libro desapareció sus dos primeros nombres, se quedó sólo con la firma. Fogwill. Le gustaba nadar, los últimos años de su vida lo hacía de manera suave y lenta en albercas del club Almagro. Prefería el estilo mariposa. Ir por las noches, menos gente y podía no avanzar, ocupar alguno de los carriles para quedarse flotando. Hablaba solo. Vivía en un departamento de soltero. En los vídeos, en las entrevistas, respira con dificultad. Durante doce años no otorgó entrevistas argumentando que le daban asco los medios. Lo primero que hacía al despertar era teclear su nombre, revisar en internet las nuevas menciones que encontraba. Decía:

—Quien depende del mercado está definitivamente perdido.

Abres un nuevo documento en Word. Transcribes las segundas oraciones de El Aleph, de Help a él y de El Aleph engordado. Vas a imprimir. Recortas. De Borges son treinta y tres palabras y ocho signos de puntuación. De Fogwill veinticinco palabras, y un signo de puntuación. De Katchadjian son cincuenta y cuatro palabras y siete signos de puntuación. La segunda oración de El Aleph engordado es completamente diferente a la versión original. En estos días continúan el litigio interpuesto por María Kodama, la viuda de Borges, en contra de Pablo Katchadjian. Lo acusa de plagio. Con tapas celestes que cabían en la palma de una mano, Pablo publicó doscientos libros que vendió por una cifra simbólica, la mayoría los regaló. Es un acto público a favor del desprocesamiento a Katchadjian. Es el viernes tres de julio de 2015. Es la explanada Juan José Saer del Museo del Libro y de la Lengua. Están a punto de dar las ocho de la noche. Pablo antes de que lo anuncien saca de la bolsa derecha de su saco una hoja. Se fija que las palabras continúan impresas, como para asegurarse de que el fantasma de Borges no se le ha ocurrido otra broma. Entonces se acerca, saluda con su mano derecha a la gente que le aplaude. Se cuelga del poste del micrófono haciéndolo ajustar a su menor tamaño. El saco es verde olivo, la bufanda de estambre es negro, la playera se asoma gris, el suéter es vino y el ángulo en que la punta de sus bigotes y sus cejas se eleva, el mismo. Agita la hoja, extendiéndola, la dobla por una tercera parte. Mirando el suelo dice:

—Escribí un poema para leerlo acá —levanta la vista, hace un gesto que celebra su chiste —no, no es un poema —le sonríe a los flashes.

—Es un poema de coyuntura en todo caso.

Pablo se lleva la mano derecha al cuello, con la izquierda sostiene la hoja de la que en silencio lee. Intenta tranquilizar su respiración.

—Estamos todos diciendo todo el tiempo lo mismo, en ese sentido es insoportable. Así que bueno, voy a leer el… Muchas veces hay que hacerlo.  Digo, yo siento. Ahí nada, pero. No hay que hacer nada de nada. Voy a leer el poema. El Aleph engordado no es un plagio porque ningún plagio es abierto sobre su fuente. Tampoco es un chiste que salió mal. Tampoco uno que salió bien. Es un libro. Un libro que escribí yo en base a un texto anterior. El libro trabaja formalmente una tensión. Esa tensión hasta hace poco parecía solo estar en el libro. Cuando comenzó el juicio, en junio de 2011, pasó a estar también encima mío. Orwell dice en un ensayo que no sólo disfruta con las formas, sino que el escultor también le gusta ensuciarse con arcilla y polvo. Un escritor, en ese sentido, es alguien que disfruta de estar solo, leyendo, pensando y escribiendo. Además de otras cosas. Eso no se puede hace muy bien con la tensión de libro encima de uno. Pero ahora esa tensión está distribuida acá y eso lo alivia un poco. Por eso quiero agradecerles a todos por el apoyo. Ayer vi que el primer objetivo de la Fundación Borges, según la página oficial, es propiciar la correcta interpretación de la obra de Borges, es literal esto. Creo que los que estamos acá no creemos que haya ninguna interpretación correcta de ninguna obra. En un set de televisión María Kodama dice:

—Él interviene la obra de Borges, cambia palabras, copia. No, yo no puedo permitir eso. Cuando vos has visto lo que para una persona ha sido hacer una obra. Es como si vos tenés un hijo y alguien viene y te lo tortura o te lo mata. Es lo mismo.

El veinticinco de noviembre del 2016 Freedom games lanzó un videojuego llamado Reality Avoider, reta a los jugadores a meterse en la cabeza de la viuda de Borges y leer el «Aleph engordado» como ella lo haría. Un bloque llamado «realidad» la persigue bajo el mensaje: «Sos María Kodama, querés el control absoluto de Borges, que nadie pueda tocarlo ¿Por cuánto tiempo podés evitar la realidad?».

A fines de noviembre de 2016 un juez dictó procesamiento sobre Pablo Katchadjian por defraudación, lo embargó por 30.000 pesos argentinos. Te animas a seleccionar la segunda oración. Pegas en el biombo cuarenta y seis palabras, once signos de puntuación. Te sobran sesenta y seis elementos, los guardas en la misma caja con los sobrantes de la primera oración. En lo que llevas del procedimiento El Aleph es un biombo se lee:

La pesada mañana y la misma estación, mirando sobre carteleras de Plaza Retiro la imperiosa y húmeda boca de vera Ortiz Beti, finalmente comprendí que febrero acabaría por destruirme; también noté la espectacular indiferencia que el recuerdo de ella hacía irritante el horrible subterráneo San Martín, sé que había unos peones que trabajaban la torre de fierro en Viterbo; solo después de ese instante supe que el universo plástico murió, el abandono ya era renovado, hecho que me cambió, pues junto al miedo incesante y la infinita serie de cambios, la vi a ella, no hubiese elegido un vasto sonido blanco pero tampoco una candente marca de cigarrillos rubios mentolados, la extensa agonía dolió no haberme esforzado en despreciar sentimentalismo, sé que la muerte primero apartaba. La pensé muerta y ya no había devoción, esperanza, tenía calor en el cuello, el gesto como fantasma exasperado de melancolía, estuve a punto de rescatarla ofreciéndole el universo; remplazarlos inmediatamente; consagrarme a alguna otra memoria extranjera, cambiará completamente.

Desde las bocinas de la computadora un tono. Un clic y la voz de Eva:

—¿Cómo estás?, ¿Ramiro?

—Tiene diarrea.

—Le compré una pelota según indestructible. Te ves cansado, ¿el trabajo?

—No he mandado colaboraciones, he escrito.

—¿Cómo?

—Me dieron ganas de escribir.

—No tenemos dinero. Prometiste buscar más chamba mientras la respuesta del editor ¿Ya sabes?

—No.

—¿No?

—No.

—Manda notas al periódico.

—Ya no puedo escribirlas. Además, las últimas tardaron mucho en pagarlas.

—Tarda lo que quieras, al final vas a tener que hacerlo. Cuida a Ramiro.

Impulsas la silla para alcanzar Cuentos completos de Fogwill. Lees hasta que tus párpados dejan de obedecer. Despiertas. Lees. Te da hambre pero sigues leyendo. Orinas. Lees. Lees de pie. Duermes. Tomas el libro y continuas con el penúltimo cuento. Comes un emparedado. Lees. Duermes. Despiertas. No recuerdas qué soñaste. Vas al estudio. Buscas El Aleph de Borges, lees en voz alta. Caminas hasta tu cama, te acuesta. Sigues leyendo. Lees. Comienzas a sentirte demasiado cansado. Parpadeas. Parpadeas más. Intentas leer otra página. No lo logras. Alcanzas un punto. Logras quitarte los anteojos, colocarlos de separador. Descansas la cabeza hacia la izquierda. Duermes. Sueñas palabras.