El nuevo género: Arrebatos carnales

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¡Hay un nuevo género literario! Pero quizás no es tan nuevo, quizás ni siquiera es un género, sino sólo un subgénero. ¿O quizás es un aborto? Si de abortos hablamos, me viene a la mente un famoso ensayo de Alessandro Manzoni, él sí inventor de un género. ¿O re inventor, o definidor? El Alegato contra la novela histórica se publicó en 1850. Han pasado 168 años e infinitud de textos que discuten el sentido o sinsentido de las narraciones con temáticas históricas. Escribir esos textos costó mucho esfuerzo intelectual, pero creo que malgastado. Manzoni ya lo dijo todo, con pocas palabras claras. No entiendo el afán de agregarle miles de páginas más. Pero así son los estudiosos de la literatura, así somos: producimos muchos textos que se ocupan de otros textos sin que necesariamente agreguemos algo nuevo. Son textos inútiles. Lo inútil es bello y sublime. Lo bello y lo sublime superan la vacuidad de la existencia, por ende los miles de páginas críticas son nuestra salvación.

Supongo que acabo de reinterpretar la estética romántica a mi conveniencia. Recurro a tal arreglo porque el nuevo género, si género hay, es histórico. Tengo que repetir lo que Manzoni escribió hace 168 años porque los intelectuales y escritores suelen tener fuertes problemas de audición. La novela histórica es un aborto: apenas empieza a vivir y muere. Mezclar la historiografía y la ficción literaria es absurdo porque algo es o histórico o ficticio, no existen las escalas grises en este caso. ¿Qué más se podría decir? Mucho, pero este mucho siempre va a regresar a la contradicción originaria que Manzoni apuntó.

El italiano agrega malicioso otra contradicción. Escribe Los novios, posiblemente la mejor novela histórica del siglo XIX. El libro se publica en 1842, antes del ensayo. ¿Manzoni asesinó su propia obra maestra? ¿Trató de decirnos que Los novios no es una novela histórica, sino otra cosa? ¿Qué cosa? Nunca lo sabremos. Sí sabemos, no obstante, que en este caso la teoría llegó, para bien o para mal, después de la praxis para ocuparse de un fenómeno ya existente. Luego, en el siglo XX y en nuestro tempranamente malogrado XXI, la teoría se antepone y dicta las reglas para escribir una novela. Así pasó con la nueva novela histórica, término inventado por Seymour Menton, aunque posiblemente plagiado del mexicano Juan José Barrientos, aunque legalmente no puede ser plagio porque el norteamericano admite en una modesta nota a pie de página su deuda con el mexicano, pero ¿quién lee las notas a pie de página?

Menton da una receta bastante sencilla a los creadores potenciales de ficciones históricas, les dice: ‘Tomen a los clásicos decimonónicos del género y agréguenles las nuevas técnicas narrativas del siglo XX. Un poco de flujo de conciencia, un algo de monólogo interior y mucho collage. Exploten las memorias y los viejos textos historiográficos, citen mucho y parafraseen más, pero no den crédito o, si no pueden prescindir de las bibliografías, engañen a los lectores con fuentes falsas o mal citadas. Si Borges lo hizo, ustedes con más razón aún…’. Así habló Seymour Menton. No tal cual, pero así me acuerdo de la lectura, creo acordarme y, casi como el Duque Job antes de escribir una crónica, afirmo que me da mucho pereza volver a leerlo, prefiero más o menos reproducirlo, más o menos manipularlo y más o menos inventarle cosas que jamás diría.

Menton entronizó a Fernando del Paso como rey de la nueva novela histórica y Noticias del Imperio como su clásico. Es decir, se trata de un clásico impuesto y decretado, no de uno formado por el tiempo y millones de lecturas divergentes, un clásico, por ende, que no tiene ni antecedentes ni satélites. Éstos aparecen después y son legión y se multiplican vertiginosamente conforme nos acercamos a nuestro frustrante hoy. Tuve que leer muchos de ellos, los que se concentran, como su maestro Del Paso, en la triste historia de la intervención francesa y, en su cola, esa opereta orquestada por Napoleón III y representada por Carlota de Bélgica y Maximiliano de Habsburgo. No entiendo: ¿por qué se escriben novelas sobre el Segundo Imperio después de Noticias del Imperio? Necesariamente serán comparadas con la novela de 1987 y saldrán mal de este combate. Es como si quisiera nadar contra Michael Phelps porque acabo de ganar una competencia de 25 metros estilo braza en la categoría de mayores de 50. No podría ganar más que un paro respiratorio.

Reviso mi colección Segundo Imperio y me doy cuenta de que año por año varios se han ahogado en diferentes albercas. Algunos entre ellos se hundieron como piedras pesadas lanzadas al agua. Tengo que nombrar, seleccionar unos ejemplos, pero me limito a los títulos. Mi sombra se hará cenizas, narrativa distinguida con el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2011, es un spin off del Imperio que narra torpemente las aventuras de Agnes Salm Salm, la aventurera norteamericana que trató de salvar a Maximiliano. ¿Por qué tratar de narrar esto, si existen las memorias de Agnes que son mucho más legibles que su ficcionalización? Claro, Agnes discretamente pone un velo sobre los episodios galantes, velo que la novela destapa con burdas mentiras. La Mariscala, otro spin off, esta vez sobre Josefa de la Peña, la joven esposa del Mariscal Bazaine. Texto muy mal escrito, ni siquiera intenta construir una trama. El Hijo de la sombra quiere rescatar la figura del General Almonte, pero narra una vez más la tragicomedia de Carlota y Maximiliano. La última sombra del Imperio tergiversa la historia para poder inventar misterios y presagios. Imperio. La novela de Maximiliano: inteligente y bien escrita, pero ¿por qué un collage más? Aliento a muerte: una novela grotesca, un thriller que quizás pretende ser pulp fiction, pero sólo provoca risa. Podría ampliar mucho este catálogo, con Maximiliano zombi y Juárez chamán, con el emperador gay y la emperatriz meretriz. No vale la pena. Casi todas son novelas malas. Novelas malas que dentro de poco tiempo nadie recordará ni volverá a leer: molestas, pero inofensivas. Son textos que explotan la historia para obtener ganancias y un éxito momentáneo y efímero, textos declarados como ficción, es decir, sabemos de antemano que mienten, desde la solapa gritan: “¡No me creas nada, lector!” Inútilmente repiten lo ya narrado y dicho.

Se me puede argumentar que la literatura no puede inventar nada nuevo, que a fuerza repite, que sí es posible escribir narrativa sobre la locura después del Quijote. No cabe duda, pero no hablo de temas infinitos. La locura, la muerte, el amor, no importa si creemos o no en ellos, son tan eternos e infinitos como la literatura y el lenguaje. Un episodio histórico necesariamente es finito, tarde o temprano su exploración literaria harta y las novelas se vuelven tan espesas y tambaleantes como una gelatina bien cuajada. Si los productores de ficciones históricas quieren seguir con un tema, ¿por qué no se vuelven detectives capaces de desenterrar episodios olvidados, efímeros pero significativos, sobre los que es posible construir novelas igualmente efímeras pero significativas?

Pero no quiero quejarme de ninguna de las novelas mencionadas, sino del nuevo género, del aborto que sigue moviéndose como zombi entre literatura e historiografía mexicanas recientes. Quiero quejarme de Francisco Martín Moreno y de Armando Fuentes Aguirre y de otros que no he leído ni quiero leer, aunque la necesidad de completar una investigación inacabable me lo exija.

Entiendo que la historiografía, cuando faltan los datos duros, recurra a la fantasía para llenar los huecos, hasta que surjan más datos. No entiendo que la ficción, la literatura, cuando la imaginación se atrofia, quiera convertirse en historiografía, menos que se etiquete como investigación historiográfica. Esta metamorfosis absurda habla mal de la literatura y de la imaginación, dos objetos que me importan mucho y cuya perversión en este proceso me molesta.

La literatura de índole historiográfica construye mitos, a veces inventa naciones y pueblos enteros. No sólo Homero supo hacerlo, también los literatos mexicanos decimonónicos: Zarco, Altamirano, Riva Palacio, quizás todavía Gutiérrez Nájera. Una vez establecidos los mitos fundadores e idiosincrásicos, la literatura los varía y explora en un juego interminable. Armando Fuentes Aguirre, “Catón”, no construye mitos, sino desmantela los existentes y pretende construir nuevos relatos sobre sus escombros. Sería una tarea noble, si “Catón” escribiera en el siglo XIX y si fuera novelista y poeta. Fuentes Aguirre publicó Juárez y Maximiliano. La roca y el ensueño en 2006. El libro no pretende ser una novela. Tampoco es historiografía. Es el nuevo género, ese aborto que ni siquiera nombre obtuvo. Miente, inventa unos datos, ajusta otros para que quepan en su nuevo esquema mitológico. La literatura quizás podría hacer esto, la historiografía no. Pero de esta manera Juárez y Maximiliano no se convierte en literatura porque el libro desgraciadamente es dogmático y no muy fino al respecto. Ni Maximiliano ni Juárez sirven como mitos nacionales, no son héroes. Aunque el archiduque austriaco se le antoja más como figura de identificación a Fuentes Aguirre. Era un hombre de imaginación, fino y con buenos modales, pero también un “héroe en pantuflas” (se diría en alemán), sumiso a la marimacha Carlota. Y esto en México lo desacredita… ¿Y Juárez? Obsesionado con el poder, un dictador, cruel y violento, sin cultura. A “Catón” se le olvida explicarnos qué es cultura, pero no se le olvida insistir una y otra vez en que Juárez es indio, no se le olvida insinuar, por ende, que –pues ni hablar– un indio como mito, un indio como héroe le da mala espina. Claro… no es racista, pero Juárez es indio… Entonces es necesario decretar nuevos mitos y héroes: Miramón y Porfirio Díaz son los elegidos, Miramón sobre todo, against all odds. Ese sí era blanco y guapo y joven y exitoso y presidente a sus 28 años; un verdadero ejemplo al que hay que cantar himnos. “Catón” tiene que callar algunos datos, pero ¿qué novelista, qué historiador no lo hace? Prefiere no hablar mucho del papel de Miramón en los asesinatos de Tacubaya, ni de sus robos y hurtos, ni del préstamo Jecker, ni de sus traiciones múltiples, éstas de hecho actos nimios. Los mitos se decretan, no se construyen paulatina y cuidadosamente a la manera de la literatura mexicana del siglo XIX. Sería muy fastidioso, mejor erigir de una vez las estatuas de Miramón y Díaz.

Juárez y Maximiliano es un representante del nuevo género que ignora a Manzoni o, si su autor ha leído al italiano, en un intento tan altanero como ridículo quiere demostrar que sí se puede ser ficción e historiografía al mismo tiempo. Pero no se gana nada con esto y lo que se pierde es la dignidad de la escritura.

 

Desde su título, la dignidad se esfuma en la obra de Francisco Martín Moreno: Arrebatos carnales. Ahora también el subgénero se cuestiona. No sólo no sabemos si leemos ficción o historiografía, sino tampoco nos queda claro, si cometemos el error de aceptar el libro como narrativa, a qué tipo de novela nos enfrentamos. A primera vista es parte del género erótico ubicado en un ambiente historicista que permite la invención de algunas perversiones hermosas. Como tal incluso 50 Shades of Grey ofrecería mejor entretenimiento. Por supuesto, la vaguedad genérica es deseable en literatura. Los mestizajes suelen ser productivos, pero desgraciadamente también pueden producir homúnculos destructivos. Y un homúnculo destructivo es Arrebatos carnales.

No hay ética en este texto, pero la falta de ética en sí en un texto literario tampoco genera reproche. Los románticos alemanes y los decadentistas franceses, Oscar Wilde y Joris Karl Huysmans escribieron obras que cuestionan y tergiversan las categorías morales y subordinan la ética a la estética, obras maestras, obras de arte cuya belleza más que compensa el que cojeen de cierto lado. En Arrebatos carnales, sin embargo, no hay pizca de belleza que pueda compensar su preocupante falta de ética intelectual, política, artística, histórica, falta de responsabilidad y honestidad.

Puede que me enoje demasiado, que desate una tormenta en un vaso de agua, ya que Arrebatos carnales no es mucho más que una versión historiográfica de Ventaneando que saca al sol los trapitos obscenos de Maximiliano y Carlota, Porfirio Díaz, José Vasconcelos y hasta de Sor Juana Inés de la Cruz. ¿Quién se enoja seriamente por lo que dice Daniel Bisogno? Pero Ventaneando es farándula, se puede percibir como un juego no muy inteligente, pero juego al fin. La obra de Martín Moreno no juega, sólo juzga. Y juzga con bases en mentiras, vil chisme. Por supuesto esto no afecta a los juzgados que están muertos, pero sí afecta a los lectores que –no sé si Martín Moreno intenta esto o no– se incluyen en el juicio. La inclusión funciona de dos maneras:

  • Se presupone la idiotez de los lectores. Un ejemplo: Martín Moreno afirma que el padre biológico de Maximiliano de Habsburgo es el famoso Duque de Reichstadt, hijo de Napoleón Bonaparte. Como prueba inserta una carta del duque moribundo a su hijo nonato. La carta es apócrifa, pero se agrega una nota a pie de página que remite a una fuente fidedigna que, por supuesto, es mentirosa. Borges fue capaz de construir mundos enteros sobre bibliografías falsas, pero Borges claramente era parte de la Biblioteca de Babel de donde Arrebatos carnales será expulsado. Muchos lectores, hasta los de Borges, creen ciegamente en la confiabilidad de notas, citas, paráfrasis y datos bibliográficos, creen en su valor comprobatorio. Se puede jugar con esta creencia, burlarse de ella, construir falacias ficticias sobre ella, pero hay un límite que Martín Moreno no respeta. Este límite quizás podría llamarse sentido común, pero sobre todo remite a la importancia de la historia como generadora del presente. La verdad histórica no existe, esto lo sabemos todos. Sí existe un discurso que intenta –tímido a veces, grandilocuente otras– diseñar ese edificio que nos permite vivir dignamente un presente construido sobre los escombros del pasado, un discurso que lucha por evitar la mentira. En Martín Moreno sólo hay mentira, lo que equivale a que vivimos un aquí y ahora basado en mentiras, lo que podrá ser cierto, pero no deja de frustrarme.
  • Martín Moreno insiste en que su obra se escribió con base en una investigación seria de la que, sin embargo, no encuentro huella, excepto una bibliografía sumamente parca que ni siquiera en un trabajo de seminario sería suficiente. En este tipo de investigación se basa precisamente el nuevo género–aborto. He leído trabajos historiográficos que respaldan sus datos con citas de Noticias del imperio o El Cerro de las Campanas de Juan A. Mateos. Estas referencias son divertidas y no comprueban nada y precisamente por ello son inofensivas. Arrebatos carnales no opera de esta manera. Antepone un hecho: los actores históricos han de tener vida sexual. Pues sí… Su vida sexual influye en sus actos y decisiones. Posiblemente. Todos son de alguna manera perversos. Puede ser… Por ende: su actuación histórica es perversa. ¡Hasta aquí! Ahora sólo hay que inventar las pruebas que consisten en documentos apócrifos y, sobre todo, escenas producidas por una fantasía erótica bastante trillada, escenas como la de Maximiliano y el Conde de Bombelles persiguiéndose, desnudos y excitados ambos, por los pasillos vacíos del Castillo de Schönbrunn. Entonces no se trata de datos ficticios generados por la ficción que, muy equivocadamente, sirven de pruebas, sino la ficción misma, la mentira pura que Platón había temido, arma una escenografía abyecta que desgraciadamente muchos miles de lectores malinterpretan como LA verdad. Además ha de ser una verdad contestataria y rebelde, dado que el mismo autor propaga que así es esta verdad y así es él…

 

Estamos frente a un caso de ligereza intelectual que raya en negligencia, que refleja abuso de confianza, además de arrogancia, elitismo y una inexcusable falta de responsabilidad. Estamos frente al nuevo género del que espero que realmente sólo sea ese aborto que ya Manzoni había predicho.