Verso Bajo 7

1875
Víctor Rodríguez

Risas y más

Estas noches estoy leyendo, junto con otras cosas, los cuentos de H H Munro, más conocido por el seudónimo de Saki; y, desde que comencé con su lectura, fui creyendo que no podría reírme más fuerte.

Esta mañana, comencé a leer “The Adventures of Tom Sawyer”; lo leí cuando tenía nueve años en un ejemplar de la colección Robin Hood que la Tía Dina me había regalado; la tía siempre me traía libros cuando venía de visita, era la única persona que me regalaba libros, no siempre acertaba con mis gustos, pero supongo que esto ella lo sabía bien —dado que no se podría decir que tuviera yo gusto alguno por aquellos días, salvo el de salir por las calles del verano a probarle al mundo que era inmortal.

Después de aquella lectura de los nueve años, habré hojeado el libro alguna que otra vez, en ocasión de mudanzas o incluso de tardes lluviosas dedicadas a ordenar de otro modo lo que el orden viejo movía cerca del aburrimiento; también habré leído fragmentos, en castellano y en inglés, que se me habrán cruzado en el camino por un motivo u otro.

Lo cierto es que, después de las risas de hoy por la mañana, más fuertes que las de anoche, me imaginé a Saki y a Twain, a las carcajadas, el uno con el otro, y tomando whisky, y fumando cigarros, y me tuve que ir a dar una vuelta por el barrio para ver si se me pasaba un poco el dolor de estómago antes de sentarme a comer esa empanada que me había guardado desde ayer.

 

Mark Twain

Hace unos pocos días, el 26 de mayo, terminé de leer “Tom Sawyer”; pero el libro no se me terminó ahí.

Verás; se trata de una edición de The Spencer Press y pertenece a una colección llamada “Immortal Masterpieces of Literature”, la cual se publicó, si la información que tengo es buena, allá por 1936 ó 1937, en Reading, Pennsilvania —esta última información sobre la localización geográfica de la editorial no la puedo asegurar por completo, pero ¿no es una maravilla que la ciudad se llame Reading?

Sigo.

Resulta que la parte referida a las aventuras de Tom termina en la página 216 y sospecho que a quienes planearon la edición les pareció que eran pocas páginas para este volumen, probablemente porque lo compararon con otros de la misma colección —hace unos años, en el 2009, también de esa colección leí “Robinson Crusoe”, libro que tiene poco más de 300 páginas; y tengo otros, compañeros de los anteriores, que rondan por la misma cantidad: “Gulliver’s Travels”, “Plain Tales from the Hills”, “Poems of Longfellow”, “The Pathfinder”.

Decía, entonces, que pudiera ser que 216 páginas no fueran suficientes para un volumen de esa colección, por lo tanto, en la parte final del libro, otras 100 páginas, está compuesta por textos cortos de Twain. Ahora bien, no sé si estas narraciones cortas son consideradas como cuentos por los eruditos, ya que no se encuentran en su libro de los cuentos completos —con la sola excepción de la famosa historia de la rana del Condado de Calaveras (viajada como pocas).

Lo cierto es que, después de las risas que provocaran las idas y vueltas de Tom y Huck y Joe y la buena de Becky Thatcher (no nos olvidemos de ella), llegaron las que venían adosadas a las narraciones cortas. Qué manera de reírme. Sólo comparable a las risotadas que, estas noches, me está arrancando Clovis Sanglair desde los cuentos de Saki.

De Twain, te recomiendo especialmente “Curing a Cold[1]” y “An Item Which the Editor Himself Could Not Understand[2]” y “A Touching Story of George Washington’s Boyhood[3]”; no que las otras historias sean menos graciosas, o carezcan de genio, pero éstas bien pudieran dar un pantallazo y provocar que no puedas continuar con tu vida sin leer el resto de lo que haya para encontrar por el mundo.

Así es, ya te lo habrás imaginado: me quedo con esa fantasía tan frecuente entre ingenuos como yo de que hubo en el mundo almas similares a la propia, aunque nuestro castigo haya sido no coincidir en cuanto a lugar y, mucho menos, época. Y algunos fueron llamados a escribir sin redención.

 

Jueves bajo la lluvia

Faltaba poco para la primavera de 1967. Llovía y la clase de inglés me esperaba como cada jueves de ese año. El Bobby estaba enfermo así que caminaba solo, yo, por Cabildo hacia José Hernández, fumando. Me había comprado, en la cigarrería de la galería General Belgrano, un paquete de Pall Mall que tendría que esconder muy bien al llegar a casa.

El kiosco de la esquina exhibía el nuevo número de la colección “Capítulo”, con los dos anteriores detrás y haciendo escalera. Cortázar me llamó, desde el libro que venía con el fascículo; suerte de primera conjugación, grave, palabras en la cabeza sobre una rayuela en boca de los conocidos de siempre. Y lo compré; libro que hace hoy una escalera diferente y me visita aún desde su estante.

Modo extraño, tienen los objetos, de moverse hacia mí; delicada manera de sitiarme y volverse futuro. Como si todo hubiese sido planeado al milímetro. Como si ya estuviéramos, ellos y yo, ahí.

 

Historia antigua

No soy de andar mucho en colectivo; esto es porque me muevo por el barrio y caminar me viene como anillo al dedo ya desde hace años; incluso cuando salgo del barrio prefiero caminar si es que el tiempo disponible me lo permite.

Pero resulta que ayer tuve que ir hasta el Centro a buscar el reloj que había comprado mediante la Internet. Como el 56 no aparecía —cuando llegué a la cola algunas personas se quejaban de que hacía media hora que lo estaban esperando—, me fui a tomar el 7.

Hacía rato que no veía que un colectivero manejara tan mal, ni siquiera en las épocas cuando tenía que tomar diariamente el 132 para ir hasta Paraguay y Suipacha. El tipo hacía que el colectivo diera unos sacudones que de milagro nadie terminaba en el piso —por suerte, estaba yo sentado cerca de la parte trasera—; al llegar al Once, mientras doblaba por el costado de la plaza para tomar Mitre, casi se lleva por delante a otro colectivo, le erró por un pelo y frenada mediante; y, para finalizar esta crónica de oportunidad, te cuento que, en tres ocasiones, para adelantarse, se subió a la vereda.

“A la humanidad le vendría bien un maestro que le indicara la importancia de la zanahoria delante del burro, que la pesara, le diera un valor para el futuro”, iba pensando yo, al filo de la inocencia. Y recordé lo que cantaba Cantilo (valga la redundancia) allá a comienzos de los ochenta, sobre la “gente del futuro”. y resulta que estamos en el futuro cantado entonces, y acá está la gente mentada, todos hacia el Centro en un colectivo cuyo destino no sabemos si coincidirá con los augurios de madres y demás parientes al salir de nuestras casas.

Por suerte, iba contento a buscar mi reloj, un buen reloj, por fin, después de tantos años. Así que, cuando dobló sin más pasajeros que yo por Talcahuano hacia Rivadavia, me bajé y me puse a caminar por Mitre hacia Cerrito. Doblé por Cerrito hacia el Obelisco y seguí acompañado por mi propio deseo. Para cuando escuché la explosión, ya había caminado siete cuadras y me faltaban apenas dos para llegar: aquel colectivo y su chofer eran ya historia antigua para mí.

[1] Curando un resfrío

[2] Un ítem que el mismo editor no pudo comprender

[3] Una historia conmovedora de la niñez de George Washington