Verso Bajo 12

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Jens Oosterink

Arte compuesto

Tengo para mí que hay una frontera nítida entre la literatura que ofrece un buen leer y la otra; la buena habla de lo que hay, incluso cuando eso que hay exista nada más que en la imaginación del lector; la otra habla de una expresión de deseo… y no hay nada peor que un arte compuesto a partir de expresiones de deseo.

 

La persona al frente de un taller literario

Si fuera un maestro de verdad, tendría por tarea desalentar todo acercamiento a la poesía, hablar de ella como del peor de los flagelos que hayan caído sobre la humanidad. Así, cada discípulo que saliera huyendo de la poesía sería un éxito rotundo para las letras del mundo; y cada uno de sus fracasos, un éxito mayor.

 

Aquellos poemas

Al igual que otras veces en los últimos años, he comenzado a leer una antología de poemas; se trata de Poems of Our Time (una edición británica en la que Dent, de Londres, se asocia con Everyman’s Library). El libro tuvo una primera edición en 1945, la cual fue seleccionada por Richard Church y Mildred Bozman; la edición que tengo, la cual es de 1963, fue actualizada (ampliada) hasta 1960 por Edith Sitwell. Esto también ha pasado en las antologías que, como dije al comienzo, ya leí; me refiero a que se trata de libros de mi niñez, de cuando estaba en la escuela y comenzaba a entender de qué se trataba eso del conocimiento, su valor, sus sorpresas. Así, entonces, cuando observo la lista de los autores convocados y, al lado de cada nombre, la fecha de su nacimiento, me doy cuenta de que (aun cuando no lo sepa fielmente, la sospecha está bien fundada) todos han muerto ya. Así, también, se trata de eso, de nombres, y de la imagen que puedo dibujarme de ellos; lo cual viene a comprobar que los fantasmas sí existen. Y que ahí vamos a su encuentro.

 

Hamacas

Hacía tres días que venía escuchando “The Melody at Night With You”, de Jarrett, y pensé hace un rato: “Podría escucharlo hasta el fin de mis días.”

Pero, claro, cómo me iba a quedar escuchando este disco, y solamente este disco y ningún otro, sería absurdo, excesivamente rutinario… Así que fui y apagué el reproductor y me dije que mañana pondría otro disco. Ahora, estoy sentado en la habitación oscura salvo por la luz de la vieja lámpara de pie que tengo detrás, tengo mi libro acá al costado y escribo en mi cuaderno. La música de Jarrett sigue en mi cabeza; y no encuentro motivo alguno para impedirle que lo haga. No tengo un reloj a mano, pero supongo que la medianoche debe de andar cerca. En unos momentos, dejaré de escribir y cerraré el cuaderno. Para escuchar. Nada más que para escuchar.

 

Una cuestión de estilo

Era cierto: estaba más preocupado por esa coma que por el hambre en el mundo; si debía estar o no, si no sería mejor un punticoma, o un punto liso y llano. Miraba el papel mientras, más allá de la ventana, el mundo se aplastaba, famélico. Si tan sólo el crítico literario del semanario Literal tuviera en cuenta los tarros de leche en polvo que mandé a la parroquia, y los paquetes de arroz, y las arvejas en lata, a la hora de escribir su comentario. ¿Por qué no se podía morir de hambre el crítico del semanario Literal? ¿Por qué no; eh? Maldita coma.

 

Peso

Y así fue que, como quien no quiere la cosa, Virginia puso el dedo en la llaga: “No son amigos lo que quieren, no; lo que quieren son enemigos.” Y se levantó el telón, y un peso desapareció, un peso viejo; y una sonrisa se acercó caminando sin apuro desde la esquina sur de los recuerdos.

 

Mis lecturas anotadas

Tal como ya te conté unas mil veces, marco los márgenes de los libros para señalar esas partes del texto que me conmueven —así de amplia como suena la palabra, así es de precisa—; y después, para no tener que buscar hoja por hoja, anoto los folios de las páginas marcadas en la última página. Bueno; resulta que anoche, mientras anotaba el número de la página recién marcada, miré el conjunto de los números anotados y, por un momento, como si fuera el flash de una cámara, tuve la certeza de que había ahí una clave puesta especialmente para mí; y alcancé a leerla e inmediatamente la olvidé. Antes de apagar la luz, marqué tres fragmentos más pero no tuve el coraje para anotar los folios al final del libro… Como ves, voy perdiéndome del mundo, y sos la única en quien confío.

 

Entrevistas

De las veces que recuerdo (y no son pocas) cuando me han preguntado sobre escritura, me ha quedado en el final la sensación de no haber podido evadir fundamentos puestos ahí para justificar la mía —puedo sonreírme ante esta revelación y prometerme no volverlo a hacer. Lo peor es que estoy seguro de no ser el único. Por eso, últimamente, he descubierto que el mejor paso a dar es el de no decir nada sobre escritura que pueda ser utilizado prácticamente —y es divertido (puede que en el sentido triste de la palabra) ver cómo hay quien toma notas incluso ante el mutismo.

 

Mamá Ramsay

Las velas —ocho en total— movían las sombras del comedor mientras Augustus tomaba su segundo plato de sopa; y nosotros —los más chicos— hacíamos un esfuerzo para no reírnos delante de las visitas. Cada quien, a su modo, presentía la tormenta que llegaría a la medianoche —las olas la llamaban sin consuelo, como si aquella canción de espuma las volviera sus hermanas justo antes del final. Mis ojos luchaban por mirar mejor la llama frente a mí —sabía que aquellas sombras me darían un vistazo de este hombre que escribe, un chispazo de oxígeno quemado, en cuanto Augustus dejase la cuchara en el plato vacío.

 

Tu lámpara sola

Habla del fuego que habita el poema, pero no muestran quemaduras sus manos. No es la caricia sino su ausencia la que araña y quema los labios apretados, tu libro cerrado, mi lápiz roto… las hojas mojadas, en el suelo de la terraza, después de la lluvia. Tu lámpara sola, su filamento quebrado: justo cuando el sueño parecía inminente. No lo tengo yo, me gustaría no decirte si me vieras; pero la frontera sabe el nombre que vos no, e insiste en abrazarme. Habla del poema perdido en el fuego; y, justo ahí, recordaste la cara que ya no tengo.

 

Variación sobre un mismo tema

Cada vez que llego al párrafo citado más abajo (la de ayer habrá sido la tercera), no te voy a decir que me emociono hasta las lágrimas, pero sí que me doy cuenta de un cambio en esa línea donde el tiempo y el espacio se juntan, y surge una voz, que no es exactamente una voz pero habla, para señalarme la pobreza de las herramientas con las que nos ayudamos para hablar, entre innumerables temas, acerca del tiempo y del espacio.

 

—Señor —respondió el comandante—, no soy para usted sino el capitán Nemo. Sus compañeros y usted sólo son para mí pasajeros del Nautilus.

(Veinte mil leguas de viaje submarino; Julio Verne; Biblioteca Mundial Sopena, Editorial Sopena Argentina, Buenos Aires, 1957. Traducción de Oscar Lenobel)

 

— Monsieur, répondit le commandant, je ne suis pour vous que le capitaine Nemo, et vos compagnons et vous, n’êtes pour moi que les passagers du Nautilus.

 

Completamente

Un atardecer de mayo de 1965 comenzó a leer el diccionario y lo terminó la noche del 4 de octubre del año siguiente. Lo cerró y lo dejó ahí mismo, sobre la mesa de la cocina; y se fue a caminar por el barrio, contento, porque ya se había leído todo.

 

Página uno

Bobby y yo teníamos ocho años y nos conocíamos desde hacía dos. A Bobby le gustaba dibujar faros, y los hacía muy bien y nunca dos iguales. El que me trajo ese día, pintado con franjas azules y rojas, estuvo mucho tiempo pegado en la puerta de mi armario. Un día, al año siguiente, llegó a la escuela con un libro de un autor que se llamaba como él: Robert Louis. A partir de ese momento dejó de dibujar. Nos vimos por última vez poco antes de cumplir los doce y nos volvimos a encontrar treinta años después justo a tiempo para que me salvara la vida; a cambio, me pidió que escribiera su historia… En respuesta, yo, apenas he comenzado.