Rosario Sanmiguel: primera visita

3383

Introducción: Érase una vez una ciudad no nombrada

Creo que a algunas conciencias varoniles de Ciudad Juárez les asusta y molesta la siguiente afirmación: que el gran libro juarense lo haya escrito una mujer. Imagino esa frustración: casi treinta años imponiendo e inventando un discurso masculino, años además de talleres del INBA y alumnos ingenuos contagiados por ese bicho de la literatura misógina que reproducen en otros espacios, publicaciones y hasta escenarios académicos, para que la gran protagonista sea una mujer con más penetración poética que muchos de esos libros de poesía de los noventa que solo los escarbadores y los archivistas conocen (como yo) o recuerdan (como ellos). Qué molestia enumerar treinta años de amigos, alumnos y beneficiados por instituciones culturales, editoriales y padrinos para que una presencia femenina tan enigmática como Rosario Sanmiguel venga a arruinar esos planes. Quizá estas palabras introductorias sean demasiado subjetivas y lo entiendo, aunque también hay que señalar algo: no existe una trayectoria crítica más rica y diversa en la literatura juarense que la que explora Callejón Sucre y otros relatos. Esto, algo inaudito por estos lares. Todos estos críticos concluyen en una cosa: la importancia estética de esta obra en el fenómeno literario del norte de México impulsado por una visión poética de mujeres como Rosina Conde, Cristina Rivera Garza y Patricia Laurent.

Agrego algo más fastidioso para estas conciencias: en los relatos de Rosario Sanmiguel, pocas veces se nombra a la ciudad y en las descripciones espaciales Juárez como denominación está más bien ausente. ¿Cómo es que alguien se atreve a hablar de Juárez sin nombrarlo? ¿Cómo van a entender los lectores extranjeros las dinámicas tan particulares de nuestra heroica urbe? Simple. En una literatura donde los autores confunden la descripción espacial con folletines de turismo, Sanmiguel prefiere explorar estos espacios y vivirlos desde una perspectiva femenina en constante transformación. Aquí pretendo explorar esta poética urbana femenina que desemboca en una escritura-identidad del umbral y en una desterritorialización de la frontera desde el imaginario espacial propuesto por la obra.

 

Primera parada: La aparición de Rosario

La publicación de Callejón Sucre y otros relatos (Azar, 1994) comienza una novísima manera de explorar la frontera: Ciudad Juárez como un germen sobremoderno donde destaca la perspectiva individual femenina en contraste con las violentas dinámicas de la urbe. Esta escritura del umbral, como la denomino, destaca no por sus impresiones de la belleza citadina sino por sus particularidades secretas y, escribámoslo así, grotescas (desde una perspectiva incluso romántica): callejones, bares, cabarés, hoteles. Un territorio de lo innombrable. Vivir la ciudad como un hombre en Juárez es radicalmente diferente (por privilegiada) a la visión que propone la narradora. La poesía juarense (sobre todo la del denominado grupo Nod), contemporánea del libro de Sanmiguel, tiende a la misoginia porque los espacios que habitan estos poetas se construyen no desde el riesgo. Son poetas contagiados por las dinámicas violentas de la ciudad, que objetivan, invisibilizan y violentan a las mujeres. De ahí uno de los aciertos en la poética de Sanmiguel: los hombres, como la ciudad que habitan, están subordinados por los conflictos interiores, las crisis emocionales y la experiencia urbana de las protagonistas. Contemplo también una especial manifestación entre el entorno urbano como punto referencial y la experiencia del cuerpo (femenino), además de una exploración dialéctica entre las relaciones humanas: madre-hija, mujer-ciudad, mujer-frontera, mujer-bar. Dichos lazos desembocan en la individualidad, en esa intimidad derivada del espacio privado, y en muchos de los casos parecieran ofrecerse al lector como un acto confesional.

Las protagonistas de Sanmiguel expresan, sin inhibición o censura alguna, sus sensaciones corporales. Desde allí construyen una imagen, tanto física como interior, de la idea de frontera y ciudad. Según ha señalado María Socorro Tabuenca en “Rosario Sanmiguel: Callejón Sucre y otros relatos” lo último provoca que los textos transgredan cierto orden social al visibilizar temas como el aborto, la menstruación, el lesbianismo y la prostitución. La recreación de una espacialidad, por ejemplo, la mítica avenida Juárez, concluye en varios elementos simbólicos representados en espacios “malditos”. El destino de estas figuras se ancla en la experiencia que conlleva definirse en determinados sitios de esta geografía repleta de luces, humo, ruido, beodos, prostitutas y violencia. Por lo general, observo una liberación y un descubrimiento íntimo, la superación de una crisis y la redefinición de una nueva identidad. El territorio íntimo, entonces, se ve transgredido por un crecimiento personal. A fin de cuentas, no se trata de un ciclo espacial ni culmina en la repetición de los eventos —salvo en el cuento homónimo—, sino en el perfil definitivo de su identidad como mujeres de la frontera. Aunque comprende además diferentes registros, como el quiebre definitivo por medio de una reflexión (“La otra habitación”), una tragedia (“Bajo el puente”), una batalla por la justicia fuera de la legalidad (“El reflejo de la luna”), o el fin de la infancia para dar paso a una vida adulta (“Paisaje en verano”). En varias ocasiones la narradora coloca a sus personajes y su denominación —hecho que recuerda bastante a Milán Kundera— en fronteras físicas, interiores y simbólicas: el río, la agonía, la edad, el lenguaje, la orientación sexual. El fin de dichos elementos desemboca en el descubrimiento o la llegada de/a sí mismos

Los recorridos urbanos de las protagonistas no solo simulan la búsqueda de una renovación o la sanación de un trauma emocional, sino un acto de supervivencia en escenarios violentos. Sanmiguel no enfoca sus conflictos en espectaculares escenarios de violencia, pero sí retrata una de sus formas invisibles y por lo tanto más peligrosas: hay un riesgo constante en los cuentos, aunque nunca se desarrolle por completo (salvo en “Bajo el puente”). Si bien los cuentos destacan por la ausencia de estos conflictos “deslumbrantes”, lo último evidencia un manejo anticlimático de la tensión, pero también veo un reclamo por la ciudad y sus espacios (como expondré en seguida, esencialmente imaginarios): un acto de valentía urbana.

Observo en Callejón Sucre una construcción dual que se afianza en la imagen de la ciudad imaginada: lo visto y no visto, el silencio y la palabra, el Paso y Ciudad Juárez. Gran parte de los relatos se desarrollan en sitios cerrados, o sea, en la intimidad. Sin embargo, desde ahí los personajes observan en silencio un panorama mayor que se antoja rico en posibilidades. En seguida, transgreden los límites de su propio encierro y deambulan. Donde predomina la representación de la urbe desde la mirada, también existe una poética del caminante, como ejemplifica este pasaje de “Paisaje en verano”: “Fue hasta el momento que cruzó la 5 de mayo —punto donde en la ciudad se demarcaba el oriente del poniente—, cuando en verdad se sintió dueña de sus pasos” (p.80, cursivas mías). Gracias a estos elementos de interés puedo describir una poética de la mirada que traduce la representación de un mapa humano comparable a la geografía de la ciudad.

En efecto, la ventana misma es una metonimia de la mirada de las protagonistas, quienes manifiestan su mundo interior desde la construcción del panorama exterior: las luces de la ciudad, el ruido del tráfico, los latidos urbanos. Aquí un ejemplo en “La otra habitación (segunda mirada)”: “Desde la ventanilla del avión miré sorprendida el color blancuzco de los médanos. Como si los viera por vez primera, sentí un estremecimiento. Además de la belleza del desierto y de la inevitable pureza que me causaba contemplarlo, al final del viaje aterrizaría en Juárez” (p. 17). En este pasaje se representa un plano cenital de la ciudad (por primera y única vez nombrada) que representa el final de una trayectoria emocional de la protagonista. Otro ejemplo podemos leerlo en “Un silencio muy largo”:

 

Tras la ventana, Francis miró los últimos fragmentos de la tarde: los movimientos de los niños, apaciguados por el viento helado que se movía en círculos en torno a ellos como en una película en cámara lenta; la sombra de los objetos difuminada en la penumbra; la mirada oscura del hombre que entraba en el aula por equivocación (p. 63).

 

La ventana nos permite contemplar el pasado de Francis. Los elementos del tiempo presente, así como los del espacio interior y exterior se confunden en la mirada de Francis: los niños en la nieve (exterior-presente), la sombra de los objetos (interior-presente), la mirada, otra sombra, de Alberto que entra en el salón, recuerdo de los principios de su relación (interior-pasado). Esta estrategia me parece genial y efectiva: de una descripción espacial, la protagonista relaciona su contemplación con la búsqueda de un descubrimiento que yace en el pasado. Para superar ciertas crisis, hace falta enfrentarlas. En dicha rememoración, nuevamente, la narradora vincula la experiencia urbana con la confrontación de la protagonista.

Para concluir, los conflictos de estas mujeres, como ya he indicado, conllevan una crisis personal-identitaria. Por ejemplo, en el citado “Un silencio muy largo”, Francis está desintoxicándose de una relación de diez años que ha llegado a su final. En “Paisaje en verano”, Cecilia se encuentra en el linde entre el país de la infancia y el de los adultos. Su conflicto es también interior y concluye en una exploración temprana de su sexualidad y cuerpo: el retraso de su menstruación le frustra, como le frustra el sufrimiento de su madre, atrapada en un matrimonio falso. Para Socorro Tabuenca, cualquier crisis personal presupone una transgresión de estas fronteras. Además, dicha perspectiva narrativa concluye en un “tiempo detenido” que podemos resumir en una frase del cuento germinal, “Callejón Sucre”: “la noche no progresa” (p. 9). Los relatos parecen no avanzar, están estáticos. Aunque indicaría mejor que son circulares y retroceden sobre sí mismos. Progresan espacios, imágenes, así como territorios interiores. La narración se aferra a los monólogos de estos personajes que buscan reconocerse en un caos emocional y urbano.

 

Segunda parada: espacialidades imaginarias.

En un ensayo sobre la representación literarias de ciertas ciudades fronterizas, Mario Bassols se pregunta lo siguiente: ¿Existió el callejón Sucre en la geografía de Ciudad Juárez? En una nota al pie, cuenta que recorrió junto con Socorro Tabuenca esa parte de la ciudad donde debería ubicarse el texto de Rosario Sanmiguel: “Ella me indicó un lugar oscuro y cerrado del deteriorado y ahora transformado centro histórico de Juárez, que podría haber sido ese espacio evocado”.  Lo que no logra interpretar Bassols es para mí una de las mayores virtudes del cuentario. No importa si existió. Lo importante es que dicho sitio sea ahora una espacialidad imaginaria inserta en las propias dinámicas de una ciudad sobremoderna: el acto de renombrarse, de trasladarse y cambiar de sitio, de desaparecer en la historia urbana, pero encontrar resguardo en la memoria de pocos. El territorio simbólico, imaginario y al mismo tiempo cartografiable en la memoria de ciertos lectores se desterritorializa, decoloniza y, por supuesto, adquiere un nuevo significado en Callejón Sucre: un espacio esencialmente literario. La mirada de Sanmiguel atestigua cómo el paisaje se transformó, desapareció o, en suma, nunca existió. La voz narrativa, como informaba al principio, no menciona jamás el nombre de Juárez cuando realiza una descripción de sus calles y sitios (de hecho, una de las pocas menciones ocurre “La otra habitación (segunda mirada), citado anteriormente). Con esa estrategia narrativa, la elisión, el callejón Sucre se transforma en un espacio no-físico: en el locus amoenus (por evasivo) de su propuesta poética.

Para mí se trata también de un mapa humano, bosquejo de una cartografía emocional, pues la escritora prefiere desarrollar más la sensación y experiencia íntima de sus personajes, así como la imaginación de una geografía no comprobable en la realidad: el callejón Sucre es un espacio producto de la ficción, una espacialidad literaria donde varios de los relatos se desarrollan, casi siempre en plan de evasión y transformación. Un territorio además incomprobable (para nuestro pesar), que se funde entre la imaginación de la escritora y la memoria de los habitantes de Ciudad Juárez. Como suele ocurrir, sus lectores atestiguan la “realidad” de los espacios imaginarios. En resumen, el callejón Sucre es una espacialidad, imaginaria o tal vez no, que se introduce en los intercambios de una ciudad sobremoderna.

Las transgresiones temáticas se encuentran fuertemente instaladas en una perspectiva urbana-fronteriza y en una experiencia sensible desde el cuerpo femenino. Podríamos describir aquí otra característica de este mapa humano que ofrece la escritora en relación con la habitación de la urbe, la sensación de sus creaciones y la imaginación de una geografía no comprobable en la realidad. Como ha indicado Socorro Tabuenca, “los detalles externos, lo que el personaje ve en sus trayectos y lo que lee, sirven de artificio narrativo para subrayar la experiencia de las protagonistas con su cuerpo y su ciudad”. Existe en Sanmiguel una idea del descubrimiento corporal y urbano expuesto desde la interiorización del yo-narrativo.

Veo también una memoria gráfico-textual en la composición imaginaria del libro en la disposición de sus elementos. Me explico. La obra y su relación con los cuentos conforman una suerte de ciudad. Sanmiguel construye, desde la mirada y el silencio largo, una suerte de paradas, paisajes y sitios que el lector visita desde los títulos que responden a la imagen de la urbe y asimismo a la poética de la mirada: el callejón, la habitación, el paisaje (urbano), el puente. El último relato se desdobla también en la otra espacialidad, a saber, territorios nombrados desde el inglés: cotton fields, memorial park, garden-party (la influencia de Katherine Mansfield aquí evidente). El Juárez real encuentra, en resumen, en el imaginario de Sanmiguel su justo reflejo.

 

Una conclusión

La literatura juarense existe, como fenómeno al menos contemporáneo. En mi opinión, hay pocas cosas más allá de lo testimonial o documental, es decir literarias, que valen la pena para la mirada crítica. Aún es una literatura en construcción y sus representantes, por lo visto, han apostado por las salidas más fáciles: desde lo mercadotécnico hasta lo institucional. ¿Valdrá la pena reflexionar en ese fenómeno? Para mí, por lo menos ya no, y por lo mismo, me parece importante regresar a Callejón Sucre y destacar sus virtudes estéticas, su cadencia poética increíble, su apuesta por el lenguaje. En definitiva, una exploración sobremoderna de la experiencia urbana femenina que no tiene comparación en esa literatura juarense que ciertas autoridades masculinas quieren inventar sin mucho éxito. (Rosario Sanmiguel, Callejón Sucre y otros relatos. Ediciones del Azar, Chihuahua, México, 1994, 149 pp.ISBN: 968 7409 01 0)