Ramón López Velarde ante la crítica: la mirada de Ernesto Lumbreras

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Los poetas mexicanos han sentido siempre la necesidad de afinar su voz en la lectura de Ramón López Velarde. Los Contemporáneos, con el fundamental texto de Xavier Villaurrutia, los de la generación de Taller, con el ensayo de Octavio Paz en Cuadrivio,  luego la generación de Tierra Nueva, con la edición de sus obras por José Luis Martínez y del Calendario López Velarde por Alí Chumacero, los de la Revista Mexicana de Literatura, con los ensayos de Tomás Segovia, luego Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, y a continuación muchos más: Marco Antonio Campos, Guillermo Sheridan, Vicente Quirarte, Juan Villoro, Francisco Torres Córdova. Luis Miguel Aguilar, Fernando Fernández… cito en desorden y al azar y sin ninguna exhaustividad.  No hay otro escritor mexicano ––ni siquiera Reyes y Paz–– que haya gozado de tan insigne, constante e intensa atención de la crítica.

No hablo de ensayos académicos sino de textos de poetas que buscan retratarse en su paisaje y explicarse a sí mismos y a los lectores el misterio que hay en su obra, misterio que resplandece pero que es todo menos evidente. Las aproximaciones son muy variadas, por ejemplo, la de Juan Villoro en su novela El testigo y en su discurso de entrada a El Colegio Nacional, o la de Guillermo Sheridan, una especie de biografía textual-visual, con una cierta similitud con la que hoy presentamos. Todas, sin embargo, tienen un denominador común: la búsqueda de respuestas al misterio en la vida del poeta.

Si alguien conoce la crítica que escribo sabrá que suelo decir que lo que importa es la obra, no la vida, pero recurro sin empacho a información biográfica para justificar interpretaciones más bien de carácter estético que histórico. Lo que me llama la atención es que esto ocurra con la vida de un escritor que me parece profundamente inocua. Vivió la Revolución mexicana, pero ––salvo al principio–– no se involucró en ella a fondo, no tuvo una vida aventurera ni de sobresaltos, sus aventuras fueron más bien interiores, y consecuencia de un conflicto más bien común, la contradicción entre la sensualidad y el cristianismo más conservador, las ansias de lujuria ahogadas en la búsqueda de la pureza.

Hace años, en un coloquio sobre el vate jerezano, un ponente empezó diciendo algo así como: “estimados poetas, el señor Ramón López Velarde fue ante todo licenciado”. Si bien biográficamente tenía razón ––el estudio de la carrera de leyes fue anterior a sus primeras publicaciones formales–– las risas, primero disimuladas, del auditorio, luego las francas carcajadas, debieron advertirle de su absurdo: nadie se acuerda, ni la verdad hay por qué, de él como abogado (incluso su participación en el Plan de San Luis es un poco vaga), y en cambio es como poeta no sólo insustituible sino necesario. Y, como dije, un misterio necesario. Parte de esa crítica se ha ocupado de explicar que ese milagro no lo es tanto y que hay razones en la tradición lírica nacional que llevan a su literatura. Es verdad.

No obstante yo sigo pensando, creo que Lumbreras también, que es un milagro su escritura, y que las razones de ese milagro no le quitan su condición como tal. Porque esa condición no reside en su léxico o en su sintaxis, ni siquiera en sus arriesgadas rimas, en su ritmo extraño o en su precisión adjetiva, sino que todo ello junto da una poesía que nombra lo innombrable. Un milagro que ese vate provinciano sea el más urbano de nuestros poetas, que su poesía confesional sea a la vez un modelo de intensidad heroica, que su desbastadora crítica de lo nacional se vuelva un himno civil, y que su sentido aguante una y otra vez la glosa desde la tribuna y las ediciones conmemorativas, el declamador sin maestro y la cita de ocasión.

Arriesgo una primera hipótesis: nos ocupamos tanto de su vida porque su obra nos parece inmaterial, casi una ficción construida por un Pierre Menard que estuviera trucando nuestra historia y por eso nos vemos en la necesidad de darle tangibilidad. Les pongo un ejemplo: Fernando Fernández ha señalado la importancia del retrato de López Velarde hecho por su amigo admirado, el pintor Saturnino Herrán. No tener la imagen de un poeta me parece menos sustancial que no tener su voz y no hay grabaciones del poeta. Con esa idea juega Juan Villoro en su novela. ¿Qué define más a un poeta su voz o su rostro? Así los milagros suelen tener detrás muchos charlatanes. Y si entonces Ramón, el de Jerez, fuera una ficción, que haríamos con nuestra historia lírica. No hace mucho unos eruditos franceses dijeron que la poesía de Rimbaud no la había escrito él, imagínense. Pero hay supercherías que no las hace nadie sino la historia misma. Ella construye las quimeras que necesita para reconocerse en sí misma. Y López Velarde será así el iconoclasta cuya fuerza demoledora lo convirtió en poeta de la patria.

En cierta manera la estética de la poesía del jerezano estaría lejos de la sensibilidad actual por su atmósfera conservadora y su religiosidad pacata, por otro sería, como quería el poeta niño, absolutamente moderna por su iconoclastia, su precisión transgresora y su intuición del misterio insoluble del amor y la muerte. Sin embargo, la pregunta que me gustaría plantearme ahora es la razón de que Ernesto Lumbreras busque en ese misterio una nueva respuesta. Casi cien años separan su ensayo de la muerte del poeta. Y Ernesto decide interrogar a la vida  desde su parte más visible, la iconografía, para luego explicar la grafía. Decide verlo primero, reconocer al poeta para después en su rostro encontrar la poesía escrita. Una de sus primeras intuiciones es, a diferencia de comentaristas y biógrafos anteriores, ver en él no al poeta de Jerez, Zacatecas, San Luis o Aguascalientes, sino al de la Ciudad de México, al bardo urbano que ya anunciaba cuarenta años antes Manuel Gutiérrez Nájera en la Duquesa del duque Job.

Busquemos su progenie amorosa: la giganta de Baudelaire es ya en cierta forma la hetaira virginal, la puta santa, la virgen promiscua, fascinación del pecado frente a la redentora madre de todos los hombres. Una de las claras obsesiones de Lumbreras, y no sólo en este libro, es como se manifiesta el tiempo como transcurso, el valor del instante inserto en la duración, la arruga en la tersa piel juvenil o la cicatriz en la víctima. En López Velarde la mutilación de la metralla ––las huellas de balas sobre el muro–– son resueltas en el enigma que los guantes negros velan, el de la carnalidad de la muerte. Si Gutiérrez Nájera tiene la gracia, descaro incluso, de rimar crac con coñac, y cuca con nuca ¿no podemos ver ahí ya la soberbia manera de adjetivar y proponer imágenes que se escuchan, como la famosa gota categórica o la erótica ficha de dominó? Ernesto Lumbreras no lee a López Velarde de manera ingenua, sí admirativa, pero tamizada por su conocimiento de Mallarmé y su progenie. Octavio Paz dice que López Velarde cesa donde prosigue Eliot, y yo agregaría que ambos miran el futuro en la imposible abolición del azar. ¿De qué manera retoma a ambos Lumbreras?

Las minuciosas lecturas que se han hecho de López Velarde se suelen olvidar de poner el poema no en el pasado sino en el futuro de nuestra poesía. Una de las mejores virtudes de Paz fue verlo así, de manera que su poesía experimental (uso esa palabra y no la de vanguardista, para diferenciar épocas) fuera una consecuencia de la manera de ser moderno de López Velarde. Ese culto por la biografía es, sin embargo, un rasgo poco moderno. El asunto es que solemos decir que López Velarde tiene una manera muy personal de adjetivar y nos atrae explicar el adjetivo desde la persona. Lumbreras sabe, por la experiencia propia de su poesía, que así no funciona la cosa. Cuando el jerezano adjetiva ––por ejemplo a “los sexos, cual sañudos escorpiones” –– lo dicho se nos presenta como evidente y necesario más allá de la sorpresa, de allí la precisión tan característica de su léxico. Pero esa naturalidad sorpresiva a veces nos hace olvidar el contexto: las vírgenes salen a los balcones para que los sexos beban la brisa. ¿Cómo visualizar esa imagen? Es casi imposible. Por un lado el oído suele escuchar en la palabra brisa el sonido del mar, pero este casi no está presente en su poesía, o bien si lo beben podría tener el significado de orujo. Esa discusión filológica no es, sin embargo, tan interesante y atractiva, como la palabra sañudos aplicada a los escorpiones. Es una palabra que describe un rostro ¿tienen cara los escorpiones? Lo que sí es seguro es que uno los mira y piensa: sañudos. La última estrofa del poema es un prodigio de sensualidad:

¡Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido, afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!

 

Arreola lo dice claramente: “…la circunstancia que vivió López Velarde nos importa a más no poder…” A más no poder es una frase precisa pero extraña y entendida siempre como nos importa mucho, pero ¿dice eso en realidad? A más no poder o a poder menos: yo les he dicho algunas veces a mis alumnos al hablar de López Velarde que se olviden de su vida de la forma más radical que encuentren, pero no la encuentran. Y, además, como Lumbreras no la quieren y si la encontraran la rechazarían. La vida de López Velarde nos resulta esencial en buena medida porque el corazón de su poesía es muy elusivo. Nace en vivencias muy personales pero se proyecta como un sentido anterior a lo personal. El horizonte de la muerte no se apoya en una condición lúgubre y funeraria sino muy vital: no resucita Lázaro sino Fuensanta. Y es el amor ––el el deseo–– el que provoca ese regreso. Por eso, frente a Genoveva y Fuensanta, la desconocida que resucita. Pocas veces el guante tiene un papel tan protagónico en el ocultamiento ––preservación–– del misterio. El guante es claramente una prenda decimonónica, del duelo varonil a la coquetería femenina, encontrando su culminación en la famosa escena de Gilda. Pero el guante del sueño López Velardiano es significativamente negro.

Cuando se presenta un libro como el que hoy presentamos las tentaciones son muchas, por ejemplo, hablar sobre Ramón López Velarde y su recepción crítica. Es lo que he hecho hasta ahora. Pero tal vez sea más justo no hablar sobre el autor de La suave patria, sino sobre el autor de esta documentada biografía, Ernesto Lumbreras. De la poesía que él escribe siempre me he sentido cerca, con una simpatía de lector, no de autor (lo que escribe no se parece a lo que yo escribo). En cambio, su crítica suele desconcertarme y sorprenderme. Por ejemplo, en sus trabajos sobre Malcolm Lowry o sobre José Clemente Orozco admiró el rigor con que hace una crítica seria, con soporte investigativo, sin ser académica, es decir sin tener la tiesura y falta de imaginación que suele aquejar a esa disciplina. Pero esa sorpresa tiene que ver con que no me cuadra del todo con su poesía. Y como se dijo antes, la crítica en general al ocuparse de López Velarde lo hace en una vena biográfica que le da a la vez soporte y le quita vuelo imaginativo. Permítanme una pregunta abrupta: ¡Por qué nos interesa tanto la vida de Ramón, una vida, según yo, muy aburrida! Ni sus amores ni sus desamores revisten el atractivo de un don Juan, su trayectoria política es apenas interesante. ¿Por qué entonces tratamos de explicar una poesía llena de misterio con una vida tan poco misteriosa?

El libro más cercano a este es Un corazón adicto: La vida de Ramón López Velarde, de Guillermo Sheridan, donde se deja claro que se ocupa de la vida y no de la obra. Lumbreras localiza más aún su tema: RLV en la Ciudad de México (1912-1921). La obsesión biográfica alcanza, como en Sheridan, la iconográfica y el volumen reúne en una hermosa edición llena de guiños al lector, el más extenso álbum sobre el poeta. Sin embargo, me parece un hecho importante esa circunscripción, pues se suele querer explicar al poeta por la provincia y en realidad su secreto si está en algún lado está en la ciudad. Su periplo vital por Zacatecas, San Luis o Aguascalientes es en realidad un asedio de la capital, a la manera de las tropas revolucionarias, sólo que un asedio sentimental y afectivo y no político. La Ciudad de México es esa amante esquiva, virginal y promiscua que encarna en sus figuras femeninas y que acaba siendo un fantasma. ¿No hay en “El sueño de los guantes negros” el anuncio de un personaje futuro, Susana San Juan? La narrativa de Rulfo y la poesía de Ramón López Velarde están en estrecha relación no biográfica sino literaria, también sobre Rulfo hay la pulsión de estudiarlo desde el punto de vista biográfico, otro autor con vida más bien sin ninguna gracia.

Ernesto revela una clara vocación narrativa al construir su análisis: vuelve atractivas minucias y hace hablar a las imágenes. De allí su voluntad iconográfica. Los editores, por ejemplo, han estudiado el diseño de entonces, aprovechando elementos de la historia tipográfica para dar al libro una presencia que al reflejar el tiempo se sustrae a la duración.  Su búsqueda exhaustiva hace pensar en esa inquietud del historiador: es en el dato que me falta donde está la explicación del secreto. La única solución es que no falte ningún dato. Y, cuando eso se consigue, como el dinosaurio de ya saben quién, al despertar el misterio sigue ahí. Sólo que no sigue de la misma manera. Es esa otra manera la que nos interesa como lectores. Por ejemplo: como la figura femenina se desenvuelve en distintos personajes en la literatura mexicana del siglo XX, o incluso de otras lenguas, pues la Ivonne de Bajo el volcán, como el bien señala regresa un día de muertos, y hasta adivinamos el guante negro.

Hay otra vertiente, más luminosa, la de las presencias femeninas en la poesía de Octavio Paz o de Tomás Segovia, o ––entre las escritoras mujeres, las llamadas viudas de López Velarde–– Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, incluso Elena Garro- la imagen de Fuensanta transformada en pesadilla de lo femenino y no de lo masculino. Uno le agradece a Lumberas lo elegante de su prosa, lo minucioso de su investigación, lo amplio y abierto de sus interpretaciones, pero sobre todo le agradece que su lectura nunca abandone la esfera de la poesía, si bien es cierto que no se sumerge en ella. Entre las interpretaciones que yo prefiero de López Velarde, la que más me atrae es la que apenas esboza Tomás Segovia en algunos apuntes. Alguna vez le dije, ya en sus años finales, que él tenía la deuda con sus lectores de un libro sobre López Velarde. Nunca lo escribió. Tuve la suerte de asistir en los años ochenta a un seminario suyo, hoy legendario, sobre el poeta de Jerez en que se analizaba su uso de la métrica y su capacidad de adjetivación, seminario que fue fundamental para muchos de los que asistieron a él ––recuerdo a Francisco Torres Córdova, a Javier Sicilia, a Víctor Manuel Mendiola, quienes luego se ocuparían del poeta.

Una última nota sobre la iconografía reunida. Hay en el libro, como en el de varios de sus antecesores, un elemento fetichista. Las fotos, los documentos, las cartas están sobados, es decir, fatigados por la mano que los lee más con la yema de los dedos que con los ojos o el intelecto, como si el silencio que a veces guardan sólo fuera posible escucharlo con el tacto. Los editores ––tal vez los mejores de México en este momento–– entendieron esta condición de fetiche y decidieron hacerle justicia en su diseño y presentación. La diferencia entre sobar y acariciar está en que la primera palabra tiene más una actitud de apoyo curativo

––se soba uno cuando se da un golpe- que de lubricidad amorosa. El acto de acariciar una herida es ya un umbral ante el misterio. Un libro, pues tocado por la gracia.