¿Quién pasa tan tarde por la calle?

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Paul Delvaux – Soledad

Del Gaspar de la Noche al Spleen de Paris

 

La reunión del diablo con un joven poeta en un rincón del jardín del Arcabuz, a espaldas de la gótica catedral de Dijon, esboza el origen de un nuevo género literario: el poema en prosa. En este encuentro, sostenido en 1828, se vislumbran los elementos que, unas décadas más tarde, otro poeta, Baudelaire, desarrollará a plenitud tras reconocer la deuda de tan celebrada entrevista.

En el prólogo de El Spleen de Paris (1869), dirigido a Arsène Houssaye, director de La Presse, Baudelaire manifiesta sus intenciones de llevar a cabo un proyecto similar al que reconoce como su precursor, el Gaspar de la Noche. Fantasías al modo de Rembrandt y Callot (1842), de Aloysius Bertrand (1807-1841). Sin embargo, antes de finalizar, advierte el fracaso de sus pretensiones que lo han dirigido a nuevos territorios:

He de hacerle una pequeña confesión. Al hojear, por vigésima vez al menos, el famoso Gaspard de la Nuit, de Aloysius Bertrand (un libro que conocemos usted, yo y alguno de nuestros amigos, ¿no tiene derecho a ser calificado de famoso?), se me ocurrió la idea de intentar algo parecido, y aplicar a la descripción de la vida moderna, o más bien, de una vida moderna, y más abstracta, el procedimiento que él había aplicado a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca. […] En cuanto hube comenzado el trabajo, advertí no sólo que quedaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo, sino también que estaba haciendo algo (si cabe llamar algo a esto) singularmente distinto.[1]

 

¿Qué fue lo que observó Baudelaire en la obra de Bertrand? ¿Dónde radican las diferencias entre lo que él llama “accidente del que cualquiera que no fuera yo se vanagloriaría sin duda” y los verdaderos hallazgos? Volvamos por un momento al jardín, detrás del espinazo gótico de la catedral de Dijon.

La estructura formal del libro de Bertrand revela la tentativa de una nueva poética. En el prólogo a la edición original, Sainte-Beuve señala que el acentuado interés estético del autor que deseaba “cierto lujo, ilustraciones, algo muy completo” provocó que su editor, Eugène Renduel, con el manuscrito en sus manos desde 1839, retrasara su publicación. El libro sólo vería la luz en 1842, un año después de la muerte del poeta, gracias a la intervención de su amigo, el escultor David D’Angers e impreso por Victor Pavie. En las “Instrucciones al Cajista”, Bertrand formula reglas generales para la ordenación formal del libro: “La obra se divide en seis libros. […] El cajista verá que cada texto está dividido en cuatro, cinco, seis o siete párrafos o fragmentos, entre los que dejará grandes espacios, como si fueran estrofas en verso”.

De esta forma, el Gaspar inicia con unos versos que alaban la campana de una de las torres góticas de la catedral de Notre-Dame de Dijon. Inmediatamente después, en prosa, se narra el famoso encuentro del poeta con “un pobre diablo cuyo exterior sólo anunciaba miserias y sufrimientos”. A partir de este momento, el libro seguirá su camino en prosa. El acto no carece de interés. Es casi como si insinuara —con timidez, pero no libre de presagio—, que esos versos son los últimos posibles antes de entrar en un nuevo terreno poético que comienza a liberarse de las cadenas formales.

En la confluencia de estos dos personajes se cifran tensiones en las que presentimos a Baudelaire. El paseante, la ensoñación, la soledad, los barrios populosos, y las reflexiones sobre el arte, son elementos germinales que, si bien aún no son barajados dentro de la concurrencia de la gran ciudad, ya palpitan en las páginas del Gaspar.

El poeta se encuentra inmóvil, sentado en un banco del jardín, entregado a sus pensamientos en donde considera a la infancia como una mariposa efímera, y a la poesía como un almendro cuyos frutos son amargos, cuando, de pronto, “la tos de un paseante disipó el enjambre de mis ensoñaciones”. ¿Acaso esta suave y flemática irrupción de la realidad no es un fino preámbulo de lo que se convertirá en el “golpe terrible, sordo, que ha resonado en mi puerta” que esfuma el lánguido ensueño de Baudelaire en “La habitación doble”?

En ambos casos, se plantea la dicotomía realidad-ensoñación que será problematizada por los poetas del siglo XIX, especialmente posteriores a Haussmann. Sin embargo, en Bertrand, la amable interrupción sucede en un jardín, en el espacio público de una pequeña ciudad de provincia. La figura del poeta, luego de recibir el manuscrito de ese hombre misterioso y andar preguntando por la calle sobre su paradero, se da cuenta de que en realidad se trataba del Diablo. En Baudelaire se invierte el procedimiento. La irrupción es violenta y acontece en el espacio interior de una casa de la gran ciudad. El culpable se nos presenta en un primer momento como “El Espectro”, irónico símbolo de personas de carne y hueso: “un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; una infame concubina que viene a lamentarse de su miseria […]; un director de periódico que reclama el manuscrito”. El Infierno ya no existe en un espacio metafísico sino que se ha quebrado en muchos infiernos que están entre las personas, en la Tierra o, inclusive, en nosotros mismos.

Si bien, en el Gaspar se trata de una fantasía, y en El Spleen se plasma dentro del ámbito cotidiano (rasgo que comienza a separar a Baudelaire de Bertrand), los dos poetas conocían la anécdota de un romántico antepasado común, Samuel Taylor Coleridge, quien al encontrarse en trance durante la escritura del Kubla Khan fue interrumpido por una persona, y el poeta nunca pudo recomponer su hipnótico estado de ánimo.

El vínculo o choque entre realidad-ensoñación es la otra cara de la moneda de lo que será el spleen y el ideal, manifestaciones en miniatura de la analogía y la ironía, las técnicas de la poesía moderna que florecerán en el poema en prosa de Baudelaire. Pero no nos adelantemos.

La conversación que sostienen el poeta y el Diablo, que más bien parece un soliloquio de este último, le sirve a Bertrand como pretexto para desarrollar su poética sobre el arte. En sus páginas prefigura temáticas afines a El Spleen. Quedémonos con un ejemplo. La sentencia del Gaspar: “¡cuántos atractivos tiene la soledad para el poeta! ¡Habría sido feliz viviendo en los bosques, sin hacer más ruido que el pájaro que sacia su sed en la fuente!”, prologa a “La Soledad” de Baudelaire, donde, ante la muchedumbre de la gran ciudad, el poeta comparte este enamoramiento pero sufre “¡la gran desgracia de no poder estar solo!”. Padecer la soledad en un lugar en el que se está rodeado de ochocientas mil personas sólo puede ser un sentimiento moderno. Sin embargo, lo que nos interesa son dos reflexiones sobre la dualidad del arte que expone el Gaspar de la Noche y, seguramente, llamaron la atención de Baudelaire como futuros procedimientos.

Dice el Gaspar, casi como una anticipada versión de lo apolíneo y lo dionisiaco que Nietzsche propondrá en El nacimiento de la tragedia (1871): “Si Dios y el amor eran la primera condición del arte, lo que en el arte es sentimiento, Satán bien podría ser la segunda de sus condiciones; lo que en el arte es idea. ¿Acaso no fue el diablo quien construyó la catedral de Colonia?” La irónica paradoja de la pregunta final encuentra su correspondencia en la bella plegaria sacrílega de “El jugador generoso”: “¡Dios mío, Señor mío, haced que el diablo mantenga su palabra!” En este sentido, debemos recordar que ambos poetas son herederos del romanticismo y, el amor por la contradicción, es una de las fuentes de donde beben: “el gusto por el sacrilegio y la blasfemia, el amor por lo extraño y lo grotesco, la alianza entre lo cotidiano y lo sobrenatural, en una palabra, la ironía, es la gran invención romántica”.[2]

La segunda reflexión está en el “Prefacio”, el primer texto firmado por el Gaspar de la Noche, donde vuelve sobre la concepción dual del arte:

El arte tiene siempre dos caras antitéticas. Una de las caras de esta moneda, por ejemplo, acusa parecido a Paul Rembrandt y el reverso, a Jacques Callot. Rembrandt es el filósofo de barba blanca que se enrosca en su cuartucho, que sumerge su pensamiento en la meditación y la oración, que cierra los ojos para recogerse, que conversa con los espíritus de la belleza, la ciencia, la sabiduría y el amor, y que se consume intentando penetrar los misteriosos símbolos de la naturaleza. En cambio, Callot es el lansquenete fanfarrón y atrevido que se pavonea en la plaza, que arma bulla en la taberna, que acaricia a las hijas de los gitanos, que sólo jura por su estoque y su trabuco y cuya única preocupación es encerarse el bigote.

 

En efecto, en estas consideraciones adivinamos el interés de Baudelaire. Si sustituimos a Rembrandt por el ideal, y reemplazamos a Callot con el spleen, no estaremos tan alejados de la poética del poeta maldito. Sólo que, para Baudelaire, ambas caras antitéticas constituyen la misma cara. Ya no son términos asépticos. Los mezcla. Son tan complementarios como contradictorios. Extrae a Rembrandt de su meditación y lo arroja en medio de la plaza, de la calle, lo obliga a acariciar a las hijas de los gitanos. Y por medio de la bulla en la taberna recoge los misteriosos símbolos del ideal. De igual forma, obliga a Callot a subir las escaleras hasta la habitación de Rembrandt. Le desordena sus papeles, impide sus oraciones, paraliza sus meditaciones. Y el ideal, entonces, es profanado en su interior, se seculariza.

Si bien, estos son algunos de los puntos de contacto y, a la vez, zanjas entre el Gaspar y El Spleen, en Aloysius Bertrand ya encontramos las características germinales del poema en prosa que aparecerán, con ciertos matices, en Baudelaire como un género fronterizo: la brevedad, la concentración temática, la tensión, el humor, la ironía, la autonomía del texto, la proyección del yo lírico, el uso de la primera persona del singular como perspectiva narrativa, el retrato, el monólogo, el diálogo, la construcción mítica de tiempos y espacios pasados, un perfil imaginativo sobre la realidad.[3]

El acto de trasladar a la prosa los ritmos líricos del verso es una de las grandes revoluciones que aporta Bertrand. Sainte-Beuve nos cuenta que tras la llegada del joven poeta de veintiún años a París en 1828, “nos recitó con voz saltarina algunas de sus baladas en prosa, en las que las estrofas y los exactos, breves párrafos simulaban bastante bien la cadencia de un ritmo”. No exageramos al igualar este gesto con la revolución que significaron las vocales coloridas de Rimbaud.

En el aspecto visual, el poema en prosa en Bertrand se despoja, como se señaló en páginas anteriores, con suma timidez, de su ropaje versificado; y los párrafos exhiben espacios en blanco, como si no estuviesen seguros de su acto, todavía simulan la apariencia del verso (como pide el mismo autor al cajista). En Baudelaire, el espacio en blanco desaparece por completo. Los párrafos se estiran hasta convertirse en textos que abarcan la totalidad de la página. Un paso, al menos estructural, hacia la crónica. Si Las flores del mal (1857) tenían forma clásica aunque su contenido era moderno, lo que le ofrece el poema en prosa es la estructura afín a sus propósitos. Después de 1860, prácticamente renunciará a la forma versificada y se dedicará a madurar este nuevo género. En las “Nuevas notas sobre Edgar Poe” podemos advertir sus inquietudes al respecto: “los artificios del ritmo son un obstáculo insuperable para ese desarrollo minucioso de pensamientos y de expresiones”. La poesía, con Baudelaire, se termina de desprender de su ropaje de verso, de su jaula formal, para encontrar la nueva vestimenta de la modernidad en el poema en prosa.

Sin embargo, ¿dónde radica una de las mayores diferencias entre Bertrand y Baudelaire? Es necesario observar el tiempo narrativo de las obras, condensado tanto en el uso de la analogía y la ironía, como en el desfile de personajes. En el Gaspar, los anteriores procedimientos descritos son aplicados, mediante fantasías, al ambiente medieval, grotesco, “extrañamente pintoresco”, de un viejo París. Sus páginas están pobladas de monjes, espadas, conventos, patios de palacios, castillos, canales, iglesias, vidrieras de iglesias, balcones de piedra, duendes de oro, naves de catedrales, barbas luteranas, góticas miniaturas, taberneros flamencos, brujas, cortesanas, duques, criados, peregrinos, princesas, gnomos y fantasmas. “Es la evocación de un mundo concluso, con claves que van desde el medievalismo imaginado por la mirada romántica hasta la fascinación por los mundos de la heterodoxia (las brujas, los alquimistas)”.[4]

La analogía y la ironía prácticamente suceden en esta misma órbita: el París medieval que ha cesado de existir. No se trata de una nostalgia sino de una concentración de elementos estéticos y temáticos. El poeta-personaje no está en el París de 1830 y nos cuenta, o simboliza, los tiempos medievales. Sino que el mismo personaje habita las calles de ese Louvre “donde, desde una ventana, el rey y la reina [aún] ven todo sin ser vistos”. La imaginería, leyendas, retratos y alegorías, filtradas por el romanticismo, se condensan en un mismo tiempo y espacio, y no osan ir más allá del tiempo lineal, cristiano, que traza su camino desde las referencias bíblicas hasta los dominios de las gárgolas y Pantagruel en lo alto de los campanarios góticos. Bertrand está cercado por sus mismas reglas del juego.

Alguien podría reprocharnos que ya en el Gaspar existen presencias mitológicas grecolatinas. No hay ninguna duda. Pero al igual que Rembrandt está en su habitación y Callot en la taberna, estos elementos no se diluyen entre sí. Pensemos, por un momento, en la composición de Bertrand titulada “Ondina”. Como bien sabemos se trata de una de las Náyades, ninfas acuáticas de agua dulce. Un día, Ondina se presenta como Ondina al poeta y le suplica que se case con ella. Le promete convertirlo en el rey de los lagos. Él la rechaza pues ama a una mortal. Y la ninfa, despechada, se desvanece —en una sentencia que bien pudo haber escrito Rubén Darío—: “en un aguacero que chorreó blanco a lo largo de mis cristales azules”. En Baudelaire, esa ninfa jamás podría irrumpir en el mundo real como ninfa, sino que sería adivinada, tras el disfraz de una prostituta, una bailarina, una burócrata o la hija de un tabernero, para convertirse, en su conjunto, en la revelación de la analogía en el plano de la ironía.

En efecto, en El Spleen de Paris, por su carácter moderno, a diferencia del orden cristiano medieval, se advierte la inexistencia de un orden divino o natural que regule el movimiento del universo. Es un mundo a la deriva. ¿Cómo, entonces, descifrar los signos del universo en ese momento actual de la escritura?

Ante la progresiva desintegración de la mitología cristiana, los poetas no han tenido más remedio que inventar mitologías más o menos personales hechas de retazos de filosofías y religiones. A pesar de esta vertiginosa diversidad de sistemas poéticos —mejor dicho: en el centro mismo de esa diversidad—, es visible una creencia común. Esa creencia es la verdadera religión de la poesía moderna, del romanticismo al surrealismo, y aparece en todos los poemas, unas veces de una manera implícita y otras, las más, explícita. He nombrado a la analogía. La creencia en la correspondencia entre todos los seres y los mundos es anterior al cristianismo, atraviesa la Edad Media y, a través de los neoplatónicos, los iluministas y los ocultistas, llega hasta el siglo XIX.[5]

 

El Gaspar no estaba equivocado en sus conjeturas que presienten las poéticas de Baudelaire: “¡Cuántas veces iluminé con una vela las grutas subterráneas de Asnières donde las estalactitas destilan lentamente la eterna gota de agua de la clepsidra de los siglos!”. Sin embargo, la búsqueda del Gaspar se sedimenta sólo en la eternidad del “¡arte, la piedra filosofal del siglo XIX!”, y Bertrand comete la imprudencia de construir su obra con los mismos barrotes de su celda: las fantasías del mundo concluso medieval, con sus implicaciones de orden espiritual de la sociedad cristiana.

Por el contrario, Baudelaire es un poeta urbano, es hijo fatal de su tiempo. Precisamente el malestar le viene de la acentuada conciencia crítica de esta fatalidad. Como sentencia Paul Valéry en “Situación de Baudelaire”: “era una inteligencia crítica asociada a la virtud de la poesía”. Y, a diferencia y similitud con el Gaspar, se descubre en su propia persecución: “¿Qué Busca? […] Busca lo que se me permitirá llamar la modernidad. […] Se trata, en su caso, de rescatar de lo histórico cuanto la moda contenga de poético, de extraer lo eterno de lo transitorio”.[6] Vale la pena detenernos en un apunte de Octavio Paz en Los hijos del limo (1974):

La destrucción de la eternidad cristiana fue seguida por la secularización de sus valores y su trasposición a otra categoría temporal. La edad moderna comienza con la insurrección del futuro. Dentro de la perspectiva del cristianismo medieval, el futuro era mortal: el Juicio Final sería, simultáneamente, el día de su abolición y el del advenimiento de un presente eterno. La operación crítica de la modernidad invirtió los términos: la única eternidad que conoció el hombre fue la del futuro. Para el cristiano medieval, la vida terrestre desembocaba en la eternidad de los justos o de los réprobos; para los modernos, es una marcha sin fin hacia el futuro.

En efecto, la gran aportación de Baudelaire en sus poemas en prosa es haberlos situado dentro de la contingencia contemporánea. Bertrand todavía está muy cerca de las fantasías diabólicas de Charles Nodier y de las fantasías cínicas de Novalis. No se le puede culpar. Su libro es bellísimo y contiene las raíces de un género que aún perdura y se cultiva hasta nuestros días. De haber vivido más tiempo quién sabe a qué regiones hubiera accedido. Pero no olvidemos que murió en 1841. No conoció la revolución de 1848 que obligó a abdicar al rey Louis Philippe I y dio origen a la Segunda República Francesa. Tampoco experimentó la destrucción de ese Paris medieval —llenas “de callejuelas estrechas y sucias salpicadas de barro” que describe Rétif de la Bretonne en El espectador nocturno (1794)—, en manos del barón Haussmann que inicia sus trabajos de reforma urbana en 1853.

Los personajes en El Spleen han dejado de ser monjes, duques, criados, para convertirse en pintores, perfumeros, actores, niños, prostitutas, oficiales, esposos, queridas, bastardos, viudas, saltimbanquis, médicos, “monstruos inocentes” y “lisiados por la vida que habitan lugares umbrosos”.

Todos estos personajes desfilan en el plano de lo transitorio de la cotidianidad, del accidente, consecuencia y consciencia de ser hijos de la historia. Se mueven en el terreno del spleen, de la ironía, en el tiempo lineal, sucesivo e irrepetible. Y, el ideal, lo eterno, es decir, la analogía, funciona como la manifestación del tiempo cíclico: “el futuro está en el pasado y ambos en el presente”.

Baudelaire, por medio de la imantación de los símbolos, puede volar hasta los territorios del mito, de la Sílfide, como llamaba Chateaubriand al ideal, hasta el tiempo sin fechas de la sensibilidad y la imaginación, el tiempo original. Y congrega a todos estos seres en un sincretismo religioso de mitologías personales que se complementan y se contradicen a la vez. Es la conciencia de la modernidad y su puesta en jaque tanto de los parámetros eternos de las concepciones cristianas como de, lo que se adivina, el fantasma del progreso.

Su campo de batalla, en donde irá recogiendo estas correspondencias, es la vida trivial, la metamorfosis diaria de las cosas exteriores, de donde extraerá ya no la piedra filosofal, sino lo que en El pintor de la vida moderna (1863) denomina lo bello, que “consiste en un elemento eterno, invariable […], y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por turno o en su conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión”. Se trata de Rembrandt y Callot peleándose y abrazándose a la mitad de un boulevard.

Baudelaire se aleja de los excesos de fantasía del romanticismo que califica como “el amor que inspira una prostituta y que cae muy rápido en la puerilidad o en la bajeza; peligrosa como toda libertad absoluta”. Y se dedica a trabajar con los elementos que le interesan del Gaspar de la Noche, esos inmóviles latidos de las escenas y cuadros de antaño. Es decir, los moderniza y los confina a andar por la ciudad. El paseante se convertirá en el flâneur. Los barrios populosos serán “toda esa masa indeterminada, dispersa, arrojada de un lado a otro, que los franceses llaman la bohème”.[7] El poeta ya no podrá buscar la soledad en los bosques sino que la encontrará astillada precisamente en medio de esa “atareada muchedumbre”.

Si Aloysius Bertrand se preguntaba: “¿Y quién pasa tan tarde por el valle?”, Baudelaire se cuestiona: “¿Y quién pasa tan tarde por la calle?”

 

 

 

 

 

Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, Michoacán, 1989). Estudió letras en la Universidad Iberoamericana y el máster en creación literaria de la Universitat Pompeu Fabra. Actualmente realiza el doctorado en estudios lingüísticos, literarios y culturales en la Universitat de Barcelona, con la tesis sobre la obra de Arlt e Ibargüengoitia.

 

Sus crónicas, cuentos y ensayos han aparecido en diversas antologías y publicaciones como Letras Libres, La Santa Crítica, The Barcelona Review, Animal Político, Grafógrafxs, Le Miau Noir, El Barrio Antiguo, y Periódico de Poesía, entre otros. Vidrios en el parque (La Equilibrista, Barcelona, 2018) es su primer libro.

 

 

 

[1] Todas las citas del libro de Baudelaire provienen de: El spleen de Paris. Pequeños poemas en prosa. Sevilla: Espuela de Plata, 2009. De Aloysius Bertrand trabajamos con: Gaspar de la noche. Fantasías al modo de Rembrandt y Callot. Madrid: Cátedra, 2014.

[2] Paz, Octavio. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1974. Pág. 65.

[3] Véase el estudio de María Victoria Utrera Torremocha. Teoría del poema en prosa. Sevilla: Universidad de Sevilla, 1999, p. 15.

[4] Azpeitia, Lucía. “Preliminar”, en Aloysius Bertrand. Gaspar de la noche. Fantasías al modo de Rembrandt y Callot. Madrid: Cátedra, 2014.

 

[5] Octavio Paz. Op. cit., pág. 83.

[6] Charles Baudelaire. El pintor de la vida moderna. Madrid: Taurus, 2013.

 

[7] Walter Benjamin. El París de Baudelaire. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013. Pág. 68.