Francisco Javier Pérez: Alemania, fantasía itinerante

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Germania, cuando eres sacerdotisa

y cuando, en ronda y sin armas, aconsejas

a los reyes y a los pueblos.

Hölderlin

 

En el corazón de Berlín, avenida Unter den Linden (“Bajo los tilos”), la estatua de Alejandro de Humboldt preside el campus universitario. En ella leemos en español: “Al segundo descubridor de Cuba”. Sentado en su cátedra de piedra, el sabio resguarda bajo su mano izquierda un globo terráqueo, mientras sonríe discretamente desde una vejez prematura y satisfecha. Bastante lejos de allí, en la plaza de Génova, se encuentra la estatua de Colón. Pero este “primer” descubridor está de pie con pose triunfal, el pecho inflado y la mirada arrebatada. Acaricia con su mano la mejilla sumisa de una doncella con tocado de plumas, alegoría de América. Entre una y otra estatua, entre ambos descubrimientos, media un cambio de sensibilidad y de época. El ademán ardiente del almirante mediterráneo, embotado de ideas y ambiciones, cede lugar al gesto reposado del estudioso prusiano, para quien la única conquista es el saber.

Alejandro había salido desde las Islas Canarias hacia el Nuevo Mundo en 1799 en compañía de Bonpland, su Sancho Panza. En adelante lo esperaban destinos –si cabe– más asombrosos que los del Quijote: Cuba, Venezuela, Perú, Ecuador, Colombia, México y la gloria. Cuando los gobiernos de las nuevas repúblicas conocían apenas la naturaleza de los inmensos territorios y recursos que debían administrar, Humboldt –no sin cálculos e intrigas– puso sobre la mesa de ministros y presidentes cartografías trazadas por su mano como diciendo: “Conózcanse”. Lo que expresa Fausto al ver con amargura su vida reducida a un cuarto con libros empolvados, el barón lo pudo decir en cambio sin ironía cuando pisó suelo americano: “Das ist deine Welt! das heist eine Welt!” (¡Este es tu mundo! ¡Esto se llama un mundo!).

Ahora es el turno de un erudito americano para hacer el viaje de regreso a la patria de Humboldt, “primer amador de América”. Francisco Javier Pérez (Caracas, 1959) ofrece en su libro de ensayos Los años alemanes la bitácora de sus estudios y descubrimientos de la cultura del Rin. La obra inicia necesariamente con una evocación de Humboldt, promesa de aventura. Le atribuye, con razón, haber sido el propiciador del deslumbramiento por la estética natural del continente, y señala que este hombre de ciencia se atrevió a penetrar la vorágine equinoccial “a riesgo de su vida y en sacrificio de la cómoda existencia que le estaba reservada”. Pienso por mi parte que si el viaje de Humboldt fuera una pieza musical, tendría que ser la Fantasía en Do, Op. 15 “Wanderer” (El errante) de Schubert. Allí se cristaliza el motivo eterno del viaje –sin importar que sea el de Humboldt, Schubert, Francisco Javier o el lector–. Los acordes entusiastas y el ritmo frenético del inicio cantan la salida del joven, con lo que de vigor, esperanzas y candor lleva siempre en el pecho. El ataque penetrante de las manos sobre los dos registros del piano, graves y agudos, son la sutil representación psicológica –pero sólo mencionar a Schubert es ya evocar la sutileza– del ardor juvenil por tocarlo y conocerlo todo. Pronto, a medida que el héroe se aleja de su casa, en alta mar o en un valle desierto, surge primero discreta y luego pesada la nota de una soledad que se ensombrece hasta acallar el entusiasmo y arrastrar con su gravedad las notas a lo que parece el extravío. En seguida, tras la difícil y reconstituyente meditación del Adagio, el viajero de Schubert (que somos todos) recobra paulatinamente la confianza, ya no orgullosa e inexperta, sino avezada y firme. Hacia el final de la pieza, ya el alma, después de haberse perdido y recobrado, se encuentra ensanchada, como lo demuestra el virtuoso despliegue de las escalas a todo lo ancho de la geografía del teclado. Nuevas armonías, más ricas y complejas, sustituyen a los primeros cantos demasiado fáciles.

A la música –la mejor compañera de viaje– están en efecto dedicados varios artículos de Los años alemanes, que ensayan variaciones alrededor de las figuras de Wagner, Schumann y el propio Schubert. Sobre el compositor de Tristán e Isolda se advierte cómo Thomas Mann se propuso rescatar su legado de las manos ávidas del nazismo. En el fondo, dice Mann, Wagner habría penetrado los arcanos de ciertos arquetipos y es allí, en su pasión por el símbolo, que se revela como un artista insoslayable. Wagner nos habría enseñado que “la admiración es la fuente del amor, ya el amor mismo. Donde falta, donde se extingue, ya no brota nada, allí reina el empobrecimiento y el desierto”. En cuanto a Schumann, nuestro ensayista recuerda que no sólo las hojas pautadas y los pentagramas se oscurecieron con su tinta, sino también incontables páginas de crítica musical e incluso colecciones de poemas. No en vano el artífice de “Los amores del poeta” (Dichterliebe) fue un asiduo escritor, que fundó además aquella legendaria Sociedad de amigos de David, cofradía para la música y las letras, bajo el símbolo auspicioso del rey poeta y salmista. Cierra este tríptico el homenaje a Schubert a propósito de la musicalización que realizó del poema “Buenas noches” de Wilhelm Müller, padre del venerado filólogo Max Müller.

Extranjero he llegado,

extranjero me voy.

Mayo fue favorable

con sus ramos de flores.

Ella me habló de amor

–su madre, hasta de boda–.

Ahora el mundo oscurece,

y es de nieve el camino.

 

Quien escuche con atención el lied schubertiano (Winterreise, D. 911. 1), reconocerá el genio musical que entre el sexto y el séptimo verso cambia de tono mayor a menor con una llamada de dos notas agudas, dolorosas y cortantes como, precisamente, el momento en que un amor se frustra o como el recuerdo de un mayo de simpatía desde un invierno postrero de silencio.

Otras estaciones de este viaje por Alemania son, necesariamente, aquellas de la filosofía, al pasar revista a Wittgenstein, en trance metafísico, como levitando sobre la atmósfera del lenguaje, o al paseante Benjamin, recogiendo en cambio sus asombros a ras de calle. Por su parte, Nietzsche demuestra que, ante el ruido de la época y las grandes moles teóricas que buscan aplastar nuestra experiencia y nuestra voz interior, el aforismo es una fina daga, no menos efectiva que los ruidosos cañones de la modernidad, y sin duda más elegante y precisa. A fin de cuentas, quien también fuera profesor de griego en Basilea y compositor de obras para piano se había ejercitado en la esgrima de la lectura de Gracián, héroe de la discreción y, antes, en el pugilato del atlético Teognis. Para Nietzsche, el filósofo, igual que el poeta, está llamado a “fortalecer la creación como el poder de recordar lo que fue esencialmente olvidado”.

Fiel a su oficio, la lexicografía y la historia de la lingüística afloran también en los ensayos de Francisco Javier Pérez. Así, el académico de la lengua le sigue la pista a las teorías naturalistas de August Schleicher, que hizo de la metáfora de las familias lingüísticas como ramas de un árbol un dogma; o bien del patólogo prusiano Rudolf Virchow, que si bien enunció el celebrado principio de que “toda célula proviene de otra célula”, llevó su cientificismo al punto de soltar que los franceses provenían de un “error antropológico”, para diagnosticar al cabo que padecían una “manía de grandeza” (Grœssenwahn). No es de extrañar pues que las ideas de este defensor de la “raza prusiana”, cuyos métodos tenían que ver con la disección de los cráneos, hayan tenido una recepción turbia en la América tropical, confundiendo principios fisionómicos y lingüísticos. Cimas y abismos de la ciencia decimonónica alemana. Más edificante es el ejemplo de Eugenio Coseriu, maestro indiscutible de la lingüística moderna, a quien se dedica un sentido obituario, en el que se observa cómo Coseriu prolongó y ensanchó el legado panhispánico de Amado Alonso. De cada uno de los dos puede decirse que comprendió y propició “un íntimo sentido de la unidad cultural y lingüística hispánica, y de la unidad ideal del espíritu y de las formas de cultura en que éste se realiza”. (No puedo evitar contar aquí una anécdota que oí en Madrid: cuando un joven temerario quiso lucirse ante el maestro citando un verso del Prisionero del Cáucaso, Coseriu le recitó de memoria, en ruso, el canto entero de la obra de Pushkin)

Y llegamos a Goethe. Acaso porque sea tan deslumbrante el personaje, el ensayista venezolano lo observa a través de las cortinas de lino que María Zambrano, Ortega y Gasset y Alfonso Reyes bordaran hace ya tres cuartos de siglo alrededor de este creador convertido en Arca de la Alianza. “De tanto hombre, Goethe habrá conocido el infierno (Fausto se lo recuerda). De tanto humano, Goethe habrá sabido algo del sacrificio (Ifigenia se lo retrata)”. El tema de fondo es el de la humanidad de este individuo demasiado realizado, que a Zambrano le causaba incomodidad (y a pesar del genio de nuestra principal filósofa, ¿no sufriría de un poco de resentimiento?). Era precisamente esa misma realización cabal la que fascinaba –no hay otra palabra– a Alfonso Reyes, y que lo hizo reaccionar inmediatamente ante aquella frase sacrílega de Ortega: “Goethe era un continuo desertor de su destino”. ¡Por el contrario!, pensó el mexicano: al conquistarse a sí mismo y a Weimar, Goethe accedió a un mirador supremo de la vida –no recurramos al ejemplo del Olimpo–, mirador acaso análogo al Chimborazo que por la misma época estaba ganando su amigo Alejandro de Humboldt en América. La hazaña goetheana, parafraseando al joven novelista Andrés del Arenal hablando del Españoleto, consistió en participar del alma demoníaca de los verdaderos creadores y de sus pulsiones fatales, pero en vez de consumirse, no dejó que el peso de su don lo ahogara en el abismo (tan propio de los grandes, como lo vio bien Zambrano), sino que puso ese mismo don al servicio del principio de creación, es decir, “institucionalizó las tinieblas”. Perpetuándose, nos perpetuó a todos. Pues parece a veces que Goethe ha escrito nuestra vida antes de que existiéramos. El propio libro de Francisco Javier Pérez que saludamos con entusiasmo, Los años alemanes, ¿no será en realidad una velada novela de educación, el testimonio de un Wilhelm Meister venezolano –ávido lector y viajero como el personaje goetheano– sobre sus propios años de aprendizaje?

 

Los años alemanes, Francisco Javier Pérez, Letra Capital, Valencia, 2019, 145 pp.