Alguna clase de elección

1902

Verso Bajo – 22

 Ya decía Cioran que hablar de cualquier cosa es mirarla desde arriba; pero también desde abajo, digo yo, como quien se resiste a ser aplastado; hablar de lo que fuere es desde otra parte menos desde ese mismo lugar, fuera por elección o por haber sido marginado, aunque sospecho que alguna clase de elección anda igual por ahí, aun cuando las consecuencias no hubieran resultado las apetecibles —sí; tenés razón: por ahí anda también la definición de bicho.

 

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Por una cuestión de supervivencia

 

La poesía (así llamada) tiene que destruir ciertas palabras (cien o más); no hacer como si nunca hubieran existido, sino destruirlas precisamente porque existieron y la traicionaron.

 

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Algún otro que no tuviera un libro en la mano

 

A la altura de donde estamos, que es la calle Viamonte, otras dos bordean la costa, la que está contra las rocas, que es donde se encuentran los puestos de los artesanos y los de las chucherías varias, va por abajo; la otra, más alta, la Peralta Ramos, que es en realidad una avenida, tiene una vista que podríamos llamar panorámica. En la alta, si camino unos metros hacia la derecha, hay una terraza abalconada sobre la calle de abajo donde hay unos bancos; cuando llego temprano en la mañana, están vacíos; no así ayer, cuando fui a eso de las cuatro de la tarde, por lo que decidí caminar un poco más y sentarme en la pared que separa la vereda del jardín que cae hacia la de piedras contra la que se ubican los puestos de ventas allá abajo. Así estaba, leyendo mi libro con los cuentos de Cortázar (nunca está de más volver a visitarlos), con el peso de las nubes sobre la cabeza y todas las señas que parecían advertir que se venía la lluvia, cuando me doy cuenta de que un hombre se acercaba desde la izquierda; y, cuando digo que me doy cuenta, es porque la vocecita me había señalado claramente que no iba a pasarme de largo por detrás, sino que venía hacia mí. Me pasó la mano por el costado y, por un momento, tuve la sensación de que tendría que tomarla y, aprovechando aquel envión, ayudarlo a seguir hacia el jardín. Pero, por esa gracia que me ha sido dada y que es la de pausar el tiempo, esperé medio segundo y vi que me apoyaba un papel sobre la página que estaba leyendo. “Jesús te ama”, me dijo y se quedó como esperando un respuesta pautada desde hacía siglos. “No; no”, atiné a responderle, “no leo estas cosas.” La cual no distaba de ser una reacción absurda; y le devolví el papel a riesgo de que el libro se me fuera abajo. “Jesús te ama”, me repitió mientras continuaba su camino. Justo estaba leyendo “Historias que me cuento”, los párrafos previos al final (este Cortázar tan amigo de la tragedia); y lo miré mientras se alejaba, ancho de felicidad y seguro del amor de Jesús, para darle la buena nueva a algún otro que, preferiblemente, no tuviera un libro en la mano (mucho menos de don Julio) sino un mate; y unas facturas al costado.

 

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Cosas de la felicidad

 

Eran las nueve cuando llegué al parque; había pasado primero por la Torino a comprar pan y unas pocas facturas. Me encontré más gente de la que esperaba y me costó un poco hallar un banco a la sombra de un árbol; iba con mi libro de Virginia y esperaba terminar de leerlo: me faltaba poco. Al minuto de haberme sentado, comenzó la música; no me preguntes qué era porque llamarla música es apenas una aproximación; tené en cuenta, además, que mi rango de apreciación por los sonidos compuestos ambiciosamente se ha reducido notablemente en los últimos diez años. En un espacio con piso de cemento, unos veinte metros hacia mi izquierda, un grupo de personas, mujeres en su gran mayoría, movían las distintas partes de sus cuerpos de maneras poco favorecedoras… pero lo peor era la música, el volumen, cómo golpeaba contra mi árbol y me hacía temer por su bienestar —y, claro, también por el de las criaturas que nos habíamos reunido en su sombra. ¿Está bien eso: que nadie pueda ya pasar un rato en el parque escuchando nada más que los ruidos de los pájaros, y las ramas en el viento, y los chicos que andan jugando por ahí? ¿Dónde comienza el bienestar de unos y termina el de los otros? ¿Cuál es la diferencia con el auto que pasa a las tres de la mañana con los parlantes a todo trapo? Y la verdad es que estaban tan felices, en ese espacio con piso de cemento, moviéndose en su pantano de risas, que hasta se podría pensar que, por un rato, el mundo se había convertido en un lugar mejor. La felicidad tiene esas cosas: el reparto nunca llega a todos lados.

 

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Gente buena

 

Hace un rato terminé de mirar “The Third Man” (El tercer hombre), con Joseph Cotten, Alida Valli, Trevor Howard y mi amigo Orson Welles; todavía tengo el sabor de sus manchas de luz dando vueltas a mi alrededor. Es una película especial, no creo que haya otra parecida, hace que comprenda cuando Fiorentino (el de la librería de Primera Junta) decía que no iba al cine porque ya había visto lo que valía la pena verse. La música —esa cítara europea— es un clásico; las escenas —en blanco y negro— muestran un mundo que difícilmente podríamos encontrar a la vuelta de casa; y los diálogos —especialmente algunos— hacen que unos cuantos escritores aficionados a mostrarse se mueran de envidia secretamente. No hace mucho leí el libro de Graham Greene, escrito sobre la base del guión (también escrito por él, con la mirada aguda de Carol Reed sobre su hombro y no pocas contribuciones del buen Orson) y publicado en 1950 —la peli es del año anterior—, en una reimpresión de Penguin de 1973; hay discrepancias, me dicen que siempre las hay, pero cada uno en su espacio valen oro. En el libro, la escena del encuentro literario no tiene desperdicio: no se trata de un momento de gran importancia para el tema principal de la historia, pero resalta frente a los ojos de un escritor. En la peli, esa misma escena se pierde más que en el libro, pero los momentos previos, cuando el personaje, Holly Martins (Rollo Martins en el libro) es prácticamente raptado para ser llevado hasta la reunión por un taxista que manejaba como loco por la ciudad (Viena enseguida de terminada la guerra), hicieron que me identificara: más de una vez me había sentido así en el camino hacia un encuentro literario (especialmente si lleno de poetas). Hubo alguna vez en el mundo gente buena, y puede que la haya aún, estas películas lo prueban.

 

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El nombre de ese llorón

 

Como es lo usual cuando no llueve, fui esta mañana a la pista del parque, a caminar y (tal como ya lo sabés) a leer mientras camino. Fue una mañana calurosa, mucha humedad en el aire, tanto que el sudor me chorreaba desde la frente por toda la cara y las gotas daban contra las hojas del libro de Sartre. Trataba de que el libro las esquivara, pero me resultaba forzado leerlo en la posición donde no le pegaban. En medio de esa situación me puse a imaginar que, en cincuenta años, otra persona, puede que no de la familia, se pusiera a leer ese mismo libro y al llegar a las páginas que estaba leyendo hoy se le diera por pensar que el libro tuvo un lector que lloró con ganas al pasar por ellas; y no se le presentaría la más mínima duda de ello. Se me ocurrió que pudiera ser buena idea borrar mi nombre de la hoja inicial; pero inmediatamente me di cuenta de que en cincuenta años nadie sabría quién era. Así que finalmente no borré el nombre de ese llorón que nunca tendría de mí más que eso.

 

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Para avisarme

 

Iba para mi clase de inglés. Al traductorado. Y tenía tiempo. Siempre tenía tiempo. Salía de casa mucho antes de lo necesario. Me gustaba emerger de la boca del subte y caminar por Florida. Hasta la Galería del Este y de regreso. Entrar en las Galerías Pacífico. Mirar las pinturas del techo. Aquellos dibujos en la oscuridad. La vidriera de Rodríguez. Aquel local angosto. Casi como un pasillo. El camino entre las estanterías. Los libros. Y así fue que lo vi. Un ejemplar diferente. Un pocket. El Rayo de Illinois. The Martian Chronicles. Me lo llevé a Necochea en el verano. Está en la foto. En la arena. Al costado de la silla. Ya lo había leído una vez y la Martina me interrumpió la segunda justo antes de que Spender se hiciera matar. Todavía tengo aquel pocket y, cada vez que lo leo, la Martina me interrumpe y me lleva al mar y me dice que tenga cuidado con las aguavivas. Y el atardecer nos agarra en la carpa (capota le decíamos). Protegiéndonos del viento que hace picar la arena contra la lona. Mientras Spender hace guardia un poco más allá. Arriba de las rocas. Y abre sus ojos de marciano para avisarme que 1971 es un número en una fábula que mis hijos no conocen.

 

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Notas de los suicidas

 

Ya lo había pensado antes, hace muchos años, puede que treinta, o más, sí, puede que hasta cuarenta: que las notas que dejan los suicidas son inútiles. ¿Qué le podría importar al suicida lo que ocurriera después, lo que cualquiera pudiera pensar, el reparto del contenido de sus bolsillos? Claro que, por otro lado, eso es precisamente lo que hacemos los escritores: llenamos cuadernos, gastamos hojas y hojas de papel, imaginamos una y mil notas de suicidio; todas verídicas, todas falsas, empujadas contra su voluntad hacia la perfección.