Al Alvarez y sus acrobacias críticas

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A.P.

Una fenomenal responsabilidad estética, ética, y un enorme despilfarro personal: el póker, el alpinismo, un intento de suicidio. He aquí los dos polos que impulsaron la vida y la obra del crítico, poeta y novelista inglés Al Alvarez [1929-2019], autor de El dios salvaje, ensayos sobre poesía, crónicas sobre el montañismo, la noche, Las Vegas, de un diario como nadador frecuente en los estanques de Hampstead y de la antología seminal The New Poetry. Su última colección de artículos se tituló Risky Business, confesó Alvarez, porque la vida del crítico independiente carece de la aireada red de seguridad de un cheque mensual.

En el prólogo Alvarez añora los años sesenta, cuando la crítica literaria era un arte menor por derecho propio, seguido con fervor por el lector común (cuya mirada, en aquel entonces, se mantenía en línea recta hacia la página impresa; no la elevaba por encima del libro ni bajaba sus párpados en señal de rápido hartazgo). Risky Business propone retratos –Philip Roth, el pianista Alfred Brendel, el piloto Torquil Norman–, explora pasatiempos –el póker en Las Vegas, viajes aventurados, vuelos en aeroplanos livianos–, sondea a prosistas como Jean Rhys, Malcolm Lowry y Martha Gellhorn, y realiza, sobre todo, un extenso y ecuánime paneo de poetas: John Berryman, Robert Lowell, Sylvia Plath, Ted Hughes, Seamus Heaney, Thom Gunn, Zbigniew Herbert, Czeslaw Milosz, Edward Lear y Andrew Marvell, entre otros.

Experto en oraciones nítidas y bajadas de línea persuasivas, Alvarez sostiene que Lowell reescribía sus poemas constantemente, “como reconociendo su insatisfacción técnica y también la naturaleza provisoria de cada obra cuando se la mide contra las ambiciones artísticas.” En otro pasaje, con la despabilada imparcialidad que lo caracteriza, Alvarez niega que Plath hubiera aceptado el rol de la víctima que le atribuyen en su relación con Ted Hughes: “Era demasiado talentosa y ambiciosa como para desear tratamiento preferencial.” Sobre Hughes señala que descartaba “la retórica obstructiva, como un hombre que saca piedras del barro.” Acerca de Heaney observa: “tiene en abundancia un don del que los ingleses desconfían en sí mismos pero que esperan de los irlandeses: una excelente facilidad de lenguaje… Es una suerte de milagro que un poeta que escribe en la última parte del siglo XX suene tan victoriano sin, al mismo tiempo, sonar meramente pomposo o de segunda mano.

Sospecho que la habilidad de Heaney en salir ileso de este arduo acto de acrobacia es la clave de su extraordinaria popularidad.” De la contundencia formal de los poemas de Thom Gunn dedicados a sus amigos muertos advierte que “le llevaron décadas de duro esfuerzo en las minas de sal de la técnica y la abnegación para escribir con esa simpleza.”

Más atrás en el tiempo –más adelante en gracia– a Edward Lear lo define de este modo: “era ese raro fenómeno, un hombre completamente inofensivo; el viejo y excéntrico soltero y el tío de todos que era también un genio -ocurrente, irritable, caprichoso, hipocondríaco y sin embargo lleno de dulzura.” En Marvell  subraya la confianza en su propia sofisticación y el recato. “Para Marvell, como para Donne y sus seguidores, la poesía no era una profesión sino una gracia social, como el canto y la esgrima, un logro que los amigos pueden llegar a apreciar y admirar pero no algo para pavonearse ante desconocidos.”

Veterano croupier de la lengua, Alvarez se detiene sobre el trabajo de Marvell con determinadas palabras, como “verde”, y la dispone sobre el tapete: “Era la taquigrafía de Marvell para el paraíso y la felicidad, una palabra tan empapada de alusiones privadas que generó su propio misterio.” Como con Lear, el autor de The Writer’s Voice procura un bellísimo retrato de Marvell: “Suena a una combinación particularmente inglesa: un funcionario público minucioso en su arte y en su política; un soltero con cierto don para entretener a los niños; un amante de la naturaleza y los jardines, la poesía griega y latina, la inocencia y la privacidad; un hombre veladamente vulnerable al sufrimiento de las mujeres pero no lo suficientemente vulnerable como para casarse; que escribía como un ángel cuando era joven y que luego se acomodó en una mediana edad de política, controversia y bebida solitaria. Un par de siglos más tarde, todo esto hubiera sido la fórmula de la excentricidad y la infelicidad. Pero Marvell estaba escribiendo en una época en la que la gente parecía estar menos a merced de sus inadecuaciones privadas, y él aprovechó esto para componer algunos de los poemas más clásicamente perfectos de la lengua.”

Al Alvarez posee las misteriosas virtudes de críticos como William Empson y Frank Kermode, dones que –como un gato de Cheshire al que se le van esfumando los rasgos– se han ido ausentando de la escena literaria: ojo, olfato y oído. Y una voz diáfana –y no por eso menos compleja o más indulgente– para dar cuenta de lo indagado. Ian Hamilton ha escrito que en la Inglaterra de los ‘60 Alvarez logró que los “buenos poemas importaran, o debieran importar”, y que fueran “milagrosamente infrecuentes.”

Kermode confesó que Alvarez tiene un modo de pronunciar la palabra “inteligente” que inmediatamente lo hace sentirse un estúpido. Como sea, frente a una página de Alvarez el lector se sabe en presencia de un crítico, y de esa rara avis por excelencia que es un crítico de poesía: “Al nivel más simple, la piedra de toque de un crítico es la máxima ‘por sus citas lo conoceremos.’ La influencia de Matthew Arnold y TS Eliot, por ejemplo, se halla tanto en lo que citaban como en lo que decían.” Atento a la menor inflexión, al giro imperceptible que delata un fingimiento o una celada, Alvarez remata: “El arte, como el psicoanálisis –y la crítica literaria si está bien hecha–ayudan a descubrir qué es lo que uno realmente piensa y siente, a diferencia de lo que uno cree que piensa y siente.”

Un poema se juega y se define, entre otras cosas, en la voz legítimamente impostada, en la inflexión proyectada, en el tono conseguido. Ida y no, la voz de Alvarez –natural, firme, elocuente– ha ratificado con su ejemplo que cada estilo propone una “clase de éxito” distinto y que la poesía puede convertirse, cuando puede, en un pasatiempo de riesgo, un domicilio de alta montaña.